Volteretas,
fascinantes volteretas. La misma persona que, a principios de los setenta,
colabora para fundar la revista underground “Ajoblanco” acabará, treinta años
después, dirigiendo la Biblioteca Nacional por petición de Aznar, el presidente
menos underground que imaginarse pueda. A ver: ya sé que la noche comienza al
mediodía, y que el cambio es consustancial al ser humano, hasta ahí podíamos
llegar. Pero la peripecia vital de Luis Racionero (La Seu D’Urgell, 1940) es un
buen ejemplo de eso que podría llamarse “intelectualidad líquida”, concepto al
que si Bauman no le ha dedicado un libro ya está tardando. Fiel a la máxima de
Groucho (“estos son mis principios: si no le gustan, tengo otros”), Racionero
fue el primero en España en hablar del taoísmo, para a continuación entrar en
política de la mano de Esquerra Republicana, al tiempo en que se convertía en
un más que aceptable divulgador de la contracultura (confieso haber leído con
agrado “Del paro al ocio” y “Oriente y Occidente”: sus libros de ficción, que
son muchos, no me atraen). Con un instinto innegable para saber estar en el
sitio adecuado en el momento justo, el autor vive en el Berkeley de la
explosión psicodélica; más tarde se trasladará al Ampurdán justo a tiempo para
amistarse con Pla y Dalí; en Madrid se aliará con el grupo de periodistas y
escritores conocidos como “el sindicato del crimen”; en París dirige el Colegio
de España y se pega comilonas con Phillipe Sollers. Todo esto lo cuenta en
estas memorias (que, muy significativamente, eluden la infancia: qué freudiano)
que le han supuesto ganar el Premio Gaziel, a pesar de que el libro está
escrito a brochazos (hay párrafos que parecen apresuradamente dictados). Un
paseo, en fin, por la cultura española e internacional de los últimos cuarenta
años, y gracias al cual descubrimos que el taoísmo y la venganza no son
excluyentes, a juzgar por el repasito que el autor le pega a su ex esposa Elena
Ochoa.
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