viernes, 14 de octubre de 2016

Autovía 92 revisitada

            Sobre la mesa compuso el bocadillo de calamares y la cerveza, y les hizo una foto. Unos turistas, frente a él, le miraban intrigados. ¿Mexicanos?, les preguntó, y asintieron. Levantó la Mahou y brindó solemnemente.
            - No llores, mi querida, Dios nos vigila, soon the horse will take us to Duraaango…
            Comió con delectación, mientras bebía a grandes sorbos directamente de la botella. El calor (y las circunstancias) justificaban una segunda cerveza, pero lo dejó correr, ya se la tomaría en el tren. Cogió la mochila, saludó con la cabeza a los mexicanos (se habían pedido sendos bocadillos de calamares, que le mostraron orgullosos), y cruzó la carretera hacia la estación de Atocha. Vestido como estaba aún de traje, con la chaqueta puesta y la corbata a medio anudar, el sol atronaba como un solo de batería demasiado largo.
            Somos sedentarios desde hace ¿cuánto, cinco mil años?, especuló. Apenas un suspiro en la evolución humana, una excentricidad ajena a nuestro diseño genético que había logrado convertirnos en una plaga, en una amenaza para la supervivencia del planeta (lo decían los expertos, que Luis era de letras). Estamos traicionando demasiado nuestros fundamentos, suspiró, mientras entraba en la estación, no me extraña que nazca gente sin sexo definido, o con cuatro brazos, y todo por hacernos sedentarios. O que las mujeres quieran ser madres cuando ya casi podrían ser abuelas, cabeceó. Con más de cuarenta años, qué locura. Cualquier viaje sacaba recurrentemente sus fantasías de nomadismo, incluso algo tan anodino en apariencia como hacer Madrid – Murcia en tren: la vida está ahí, se juraba, en el camino. Comprobó que tenía tiempo y se metió en el bar de la estación, a tomarse una cerveza, mientras se despojaba la corbata, guardándosela en un bolsillo.
            Se quitó las gafas de sol al subir al tren, para poder contemplar a sus anchas aquel vagón que iba a ser su domicilio efímero (como siempre, al bajar diría eso de que aquí yo fui feliz, y seguramente fuese verdad). Perdone, señora, pero el de la ventanilla es mío, para otras cosas podía ser más generoso, pero contemplar el paisaje le hipnotizaba. Por fin logró dejarse caer sobre el asiento y miró por la ventana justo en el momento en el que el tren empezaba a moverse. Yeeepa, pensó, secretamente regocijado.
Dudó por un instante si fue en 1988 o en 1989 cuando había dado comienzo el “Never Ending Tour”, luego recordó que fue al año siguiente de haberse casado (¿por dónde andaría ahora Pilar, a qué pobre incauto estaría haciendo la vida imposible?: ah, y a ti qué más te da a estas alturas), y contuvo la respiración al ver cómo cogían velocidad, esa sensación de estar dejando atrás los problemas, los miedos, también el dolor (no había mucho dolor, pero en fin). Aguantó con expectación mientras atravesaban la costra herrumbrosa que rodea a Madrid, esa desagradable adiposidad de uralitas y sofás a medio disolver: en cuanto se desplegó ante sus ojos el inapelable horizonte castellano se quedó dormido.
            Le despertó el móvil. Mierda, se le había olvidado completamente (quizás no). Salió al descansillo, y durante una décima de segundo dudó sobre si improvisar una excusa o recurrir al sentido del humor, se decidió por la excusa.
            - ¡María! Lo siento muchísimo, se me ha ido el santo al cielo. Perdóname.
            - No pasa nada. ¿Dónde estás?
            Le describió el aplastante calor que se intuía más allá de la ventanilla, derramándose sobre la meseta, llenando cada uno de los caminos y de los surcos. ¿Por qué me da la impresión de que vivimos en permanente barbecho, no debería haber trigo o algo?, le dijo a María, y aunque no pudo ver su gesto supo que se había encogido de hombros, lo hacía siempre que él se dejaba enredar por lo inexplicable.
            - No bebas demasiado. No quiero que el domingo me traigas balas de fogueo. 
            Qué ingeniosa era cuando quería. Al despedirse esa mañana le había espetado: no sé cómo puedes perder un fin de semana para ver a ese tío, que canta como una zarigüeya acatarrada. Y la verdad es que la comparación (¡una zarigüeya acatarrada!) tenía su aquel. Le dijo que no se preocupara, y aprovechó un corte en la cobertura para despedirse, ya te llamo yo el domingo, cuando esté llegando a la clínica. Al fondo de la línea creyó escuchar un te quiero, pero también pudo ser el rítmico zumbido de las vías. Ella hace el amor como una mujer, recordó, pero se rompe (se desmorona) como una niña pequeña. El tren estaba llegando a Murcia, y le apetecía horrores una cerveza.
             Nada más bajar de la estación comprobó que aún quedaba una hora para coger el tren para Lorca. Buscó el bar (siempre hay un bar), y a punto estuvo de dar media vuelta cuando vio el gentío que en él se agolpaba. Somos una plaga, se recordó. Pero tenía demasiada sed, así que braceó con vigor hasta hacerse un hueco en la barra. Una cerveza, gritó. El camarero se la trajo, junto con unas aceitunas. Tras el primer sorbo miró a su alrededor, y desempolvó su juego favorito: a cuántos de los presentes se podría exterminar sin que el futuro de la humanidad quedara seriamente comprometido. Quizás se salvaran aquella rubia de allí y el anciano del fondo, parece alguien al que han pasado cosas interesantes (y la rubia por las tetas, no por otra cosa). Pero no más, el resto era una patulea mal barajada de borrachines de estación y restos de tienta. Ah, él sí que se salvaba, algún día haría algo verdaderamente memorable, lo intuía (si es que le dejaban hacerlo, claro).
            Llegó la hora. Pagó, cogió la mochila, y se metió en el cercanías para Lorca. Abarrotado hasta los topes. Cómo podemos haber crecido en una religión cuyo Chief Executive Officer organiza diluvios que no sirven para nada. Si yo llamo a un fumigador para que me deje la casa libre de cucarachas y veo que aún siguen correteando por las paredes, yo no le pago. Tan sumido estaba en sus elucubraciones que casi no se dio cuenta de que habían llegado a su destino. Bajó de un salto, y recitó la frase que llevaba rato preparando.
- Stuck inside Lorca (with the Memphis blues again)
Había reservado un hostal cerca de la estación, y lo encontró sin dificultades. Iba un poco justo de hora, por lo que se duchó a toda prisa. Sin apenas secarse sacó de la mochila las botas de piel de serpiente, los vaqueros raídos, la camisa negra, la corbata de lacito y, rematando el conjunto, el sombrero de fieltro que se había comprado en Amsterdam, y que le daba un auténtico toque de enterrador (aunque María juraba que le hacía parecer un amish). Se miró al espejo, se guiñó un ojo, se dijo hay que joderse, no maduras, chaval, y salió dando un portazo. Tengo una cita con Bob, le gustaría haber dicho al miope recepcionista, mientras le dejaba la llave, pero no se atrevió.
No tuvo necesidad de preguntar por la Plaza de Toros, y se limitó a seguir la marea de gente que iba hacia el centro de la ciudad. Todos con los cuarenta cumplidos, y exhalando esa sensación de beatitud que no recordaba desde los lejanos días en que (qué poco duró aquello) iba a la iglesia tras haber hecho la primera comunión. Un grupo de adolescentes, sentados sobre un coche, le miraron con cierta guasa. Qué mala suerte tiene que ser crecer en una época en la que las canciones de tu vida serán esas mamarrachadas que se oyen en la tele, se indignó, qué mierda de banda sonora tendrán cuando descubran el amor, o cuando les rompan el corazón por primera vez: cuando por fin logró besar a Raquel estaba sonando “Seven days” (bueno, era la versión de Ron Wood, pero tampoco está mal), y el día en que le presentaron a María en una fiesta pusieron insistentemente el “What’s goin’ on”, todo el LP. He sido un tipo afortunado, se dijo, enderezándose la corbata de lacito. Le aterró la posibilidad de que estuviera abusando de esa suerte: sí, eso es, María está estirando demasiado la goma.
Frente a la Plaza de Toros se agolpaba un gentío familiar, y no dudó en dejarse llevar por la excitación. Sacó con minuciosidad su entrada de la cartera, franqueó los controles sin contener lo que él llamaba la sonrisa de los grandes acontecimientos, y cuando se asomó al ruedo desplegó los sentidos para empaparse de aquella sensación única de entregarse, que tan raras veces lograba colmatar. Un grande, sin límites, se formó en su cabeza, en su respiración, apenas contenido por su piel. Levantó los brazos, y dejó escapar el síííííí, que se expandió entre el bramido de la multitud.
Se tomó dos cervezas y un bocadillo mientras veía cómo se llenaba la Plaza, cómo se metía el sol. Una plaza de toros, pensó, España es brutal. Serpenteó por los  burladeros, se sentó en esa repisa (no sabía el nombre exacto) en la que se apoyan los toreros cuando tienen que saltar precipitadamente al callejón. Brutal. Un aullido inconfundible precedió la parrafada de introducción que se sabía de memoria, y que escuchó con los ojos cerrados: Ladies and gentlemen, please welcome the poet laureate of rock ‘n’ roll… Sólo los abrió cuando supo que allí, a apenas una veintena de metros de él, estaba Bob Dylan, que además llevaba un sombrero muy parecido al suyo. Aprovechando la catarata de decibelios que surgía del escenario lanzó su grito de guerra, el mismo de cada día ante el espejo, tras darse la loción del afeitado:
- Play it FUCKING loud!!!!
Luego se sucedieron las canciones, más o menos reconocibles. La noche lo envolvió todo, y Luis se dejó llevar, lejos, más lejos, a un lugar tan primitivo o tan puro que las cosas aún estaban a medio secar. Soy eterno, creyó oírse, camuflado entre la ululante multitud. Soy eterno porque bailo, sus piernas y sus brazos se agarraron a la batería para seguir un ritmo que serpenteaba a su alrededor, que lo había enganchado y por el que se colaba una voz nasal y plañidera, la voz de un tipo que llevaba veinte años en la carretera sin parar, dando conciertos en casi todas las ciudades del mundo, un tipo que había visto a Jesús y que (a pesar de ello, o debido a ello) se había convertido en el Perfecto Nómada del Siglo XXI, en una nueva versión del Judío Errante, huyendo de su propia leyenda, comiendo hamburguesas en bares de carretera, renunciando a ese abrasador opiáceo que es la familia.
- ¡Bob, tú sí que sabes!
Un fogonazo cegador le despertó de sus fantasías. No era un novato en estas lides, ya había visto a Dylan en 1997 y en 2004, y sabía que no accedería a un segundo bis. La compacta muchedumbre berreó a gusto, pero nada. ¿Ha tocado “Don’t think twice, it’s allright”?, preguntó alguien, y no supieron responderle (o no quisieron). El bullicio bajó pronto de intensidad, convirtiéndose en el satisfecho ronroneo de un gato, y la Plaza se fue vaciando sin agobios, dejando ver una alfombra de vasos y papeles. La temperatura era cálida, apenas era medianoche, la sed le atacaba de nuevo: no necesitó mucho más para saber que no quería volver tan pronto a dormir, que le apetecía una copa, brindar por el muy arisco Bob (hoy ha estado aún más arisco de lo habitual, había dicho a su lado un hombre que parecía conocerle bien, no había nada más que ver con qué desgana cogía la armónica). ¿Bar “Los Hermanos”? Bar “Los Hermanos”.
España es brutal, se reafirmó, al ver las tragaperras, el chirriante televisor, las lámparas de quirófano, el rastro de cabezas de gamba que rodeaba el fortín donde se atrincheraba un camarero hiperbólico, al que pidió que le pusiera un cubatita, jefe. Ya al primer sorbo se dio cuenta de que allí no tomaban prisioneros, y se reafirmó en su intención de no volver tan pronto al Hostal, así somos los nómadas, nuestra vida no tiene nada de artificial, qué artificioso es lo artificial, pensó, recordando de nuevo a María, que llevaba cuatro meses sin beber, desde que empezó el tratamiento. Jefe, mire a ver qué le debo (y qué barato es todo en provincias).
Ya en la calle, lo divisó desde lejos, un neón desgalichado de palmeras y chicas (España es brutal) en el que decía “Pasarela” (la a central parpadeaba, como si le guiñara un ojo, quizás por eso la habían dejado así, o era mera casualidad: a determinadas horas todo es casualidad). Tuvo la precaución de quitarse el sombrero y llevarlo en la mano, pero entró de todos modos, dejándose acariciar por los cortinajes de manoseada franela. Se acodó en la barra, y al instante llegó una chica.
- Hola, vaquero.
Ambos rieron. Me gustan las chicas ingeniosas (y era verdad). Al fondo había dos tipos que también tenían toda la pinta de venir del concierto, sentados con dos mujeres (no eran sus mujeres) y bebiendo cerveza. Bob, viejo zorro, tus incondicionales no te defraudaremos. La chica se presentó: me llamo Verónica, pero Luis cabeceó.
- Te llamas Isis. Bueno, mejor dicho, Aisis. I married Isis on the fifth day of may…
La chica le miró con simpatía, o con lo que podría interpretarse (había que tener en cuenta las circunstancias) por simpatía. Le preguntó si a él también le gustaba ese Bob Dylan. Luis desenfundó su viejo chiste.
- Bob lo ve todo. Bob lo sabe todo.
Isis arqueó las cejas. Yo soy más de reggaeton, le confesó. ¿A ti te gusta el reggaeton, mi amor? Luis puso tal cara que ambos estallaron en carcajadas. Bueno, invítame a una copa, ¿quieres? De entre las sombras se materializó un camarero barrigudo y pequeñito, muy poco mefistofélico, que le sirvió otro de esos cubalibres de alto octanaje, y a Isis un brebaje sin identificar, con burbujas. Estuvieron un buen rato sin hablar, bebiendo a sorbitos.
- Isis, ¿tú tienes hijos?
La chica ensombreció ligeramente su semblante. Era y no era guapa, la luz no ayudaba a esclarecerlo. Tengo uno, en Quito, todo esto lo hago por él, dijo, con una dulzura que descolocó a Luis. Se quedaron silenciosos por un rato. Aquel cubata era incluso más recio que el de “Los Hermanos”. España es brutal, recordó. Brutal. Se hurgó en la cartera y sacó un billete de cincuenta euros, que depositó sigilosamente en la mano de la chica. ¿Es hijo… natural?, quiero decir… concebido como se conciben los niños. La chica se puso seria.
- Bueno, oye, ¿quieres subir conmigo o no? Te aseguro que te va a gustar.
Luis se levantó y se puso el sombrero, no, muchas gracias, pero me tengo que ir, mañana me espera un día muy duro. La chica intercambió una mirada con el camarero, y éste se encogió de hombros. Adiós, Aisis, y estuvo a punto de besarla en la mejilla, al final no.
Encontró enseguida el hostal. Entró con sigilo, se desnudó parsimoniosamente. Dudó si ducharse o no: se sentía muy colocado. Al final se dejó caer en la cama, y de repente recordó, claro que habían tocado “Don’t think twice, it’s allright”, no había quien la reconociese, pero seguro que sí. Se durmió tarareándola.
Se levantó sobresaltado, tres minutos antes de que sonara el despertador del móvil. Joder, España es brutal, dijo, al recordar que tenía apenas media hora para coger el autobús que iba a llevarle a Granada. Se duchó a toda prisa, y sólo cuando estaba empacando frenéticamente le llegaron los embates de la resaca. Tiró dos billetes sobre el mostrador de recepción sin esperar a la factura, corrió bajo un sol que ya empezaba a calentar, llegó a la estación con la lengua fuera y compró el billete, y sólo cuando vio que aún quedaban cuatro minutos se metió en un bar y se zampó un bocadillo de un embutido sin identificar. Se subió al autobús casi en marcha, yeeeeepa.
Dentro reconoció a algunos que había visto la noche anterior, en especial un inglés (tenía todas las trazas de serlo), que leía parsimoniosamente un libro de considerables dimensiones. Sabía de la existencia de una tribu de admiradores del Maestro, que le seguían a todos sus conciertos, y quizás fuera uno de ellos. Una especie de seminómadas, que durante el año trabajaban en sus respectivas ocupaciones sin despertar sospechas, pero que a la llegada de Bob a Europa eran misteriosamente convocados a su presencia, un poco como los vampiros. El tipo (sí, era incuestionablemente inglés) pasaba largamente la sesentena, y sus rizos eran ya completamente blancos, pero ahí estaba, en un autobús en un país extraño, leyendo su libro sin dar explicaciones a nadie a la espera de la siguiente epifanía. La envidia por aquel tipo creció hasta dimensiones casi mitológicas cuando le vio negarse a quitar su bolsa del asiento contiguo ante el requerimiento de una señora, que le quería encasquetar a su hijo adolescente. Busca otro sitio, le escuchó gritar, en un español más que aceptable. La señora le puso de cabrón para arriba, pero al final se fue. Qué tío, se extasió Luis, y hasta ponderó la posibilidad de ir a charlar con él, del concierto y eso, pero al final lo dejó pasar, le entró sueño y se quedó dormido.
España es brutal, volvió a pensar, al despertarse en medio de un páramo. Bueno, no tan brutal, rectificó: el autobús era excelente, la autovía por la que se deslizaban impecable, hasta sus compañeros de viaje bisbiseaban educadamente. Casi sin darse cuente, habían llegado a la estación de Granada. 
Para su sorpresa, el autobús para Jaén salía con una puntualidad suiza, con lo que apenas tuvo tiempo para ir al servicio y comprar un sándwich. No, si al final vamos a ser más europeos que nadie, reflexionó, y no pudo evitar mirar al inglés, por si daba muestras de apreciar aquel definitivo acceso de modernidad. Pero el tipo seguía con su libro, impertérrito. Eso sí, esta vez sonrió con untuosidad cuando a su lado se sentó una belleza local, una mujer que bien podría haber salido de cualquier tablao flamenco al uso. Ah, picarón, susurró Luis, con un punto de envidia (a su lado roncaba un anciano).
Llegaron a Jaén justo cuando empezaba a apretar el hambre. Apenas tardó cinco minutos en llegar al Hotel, dejó la mochila y se precipitó a la única calle que recordaba de su anterior visita a la ciudad: aquélla en la que se arracimaban los bares y restaurantes. Se metió en uno por cuyo escaparate se asomaban antenas y caparazones de mariscos. Allá que te vamos, se dijo, y no se retractó ni siquiera al ver el bullicio de gente que se interponía entre él y la barra. Una fritura de pescado y una cerveza, gritó en cuanto divisó al camarero, que le respondió arsa (o algo así). Pues arsa, se rió Luis, España es brutal.
A base de codazos conquistó un espacio diminuto, y allí se comió la fritura de pescado y se bebió dos, tres cervezas. ¿Estaría Bob (como asegura la leyenda) comiéndose su sempiterna hamburguesa, sin hablar, junto a sus músicos que raramente se atreverían a interrumpir las insondables meditaciones de su jefe? Ah, Bob, cómo son los genios, qué distintas son sus preocupaciones de las nuestras. Yo, sin ir más lejos, y levantó la cerveza, mañana por la tarde tengo que llenar de esperma un vasito como éste (bueno, rectificó, espero que sea más pequeño que éste) para que haya aún más gente en este mundo, y miró a su alrededor, completamente rodeado de una multitud que vociferaba sin control, devorando langostinos, chipirones, helados de varios sabores, bebiendo de todo. La televisión retransmitía alguna catástrofe lejana, o un discurso ininteligible, o el bucle sin final de los deportes. Arsa, gritó, sin destinatario conocido, al próximo que me hable del síndrome de Peter Pan le voy a meter esto por el culo, pensó mientras agitaba vagamente el tenedor, aún con un chopito ensartado. Preguntó por los postres, y le recomendaron un flan casero: pues venga ese flan casero, y luego pidió un licorcito de manzana, aún quedaban muchas horas para el concierto.
Sólo al salir del bar y al tener que enfrentarse al inmisericorde calor se dio cuenta de que iba muy cocido, everybody must get stoned!. Fantaseó durante un instante con la posibilidad de acercarse al hotel a echarse la siesta, pero le pareció poco rockero, era una idea demasiado pop para un tío que iba completamente vestido de negro, con corbata de lacito y con un sombrero de enterrador. ¿Dónde está la marcha aquí?, farfulló, y se puso a andar. Vio un cajero automático, y recordó que tenía que sacar dinero. Debería ahorrar para los pañales, se rió, pero tengo sed. Tecleó, recogió los billetes. La máquina creyó conveniente demostrar cierta amabilidad, y en la pantalla pudo leerse: “Agradecemos sinceramente que haya utilizado nuestros servicios”.
“¿Sinceramente?”, se indignó. ¿Puede una máquina ser sincera? Pero ¿qué cojones está pasando?, y sin poder remediarlo escupió sobre la pantalla, mira lo que opino yo de tu sinceridad. La saliva resbaló con indiferencia sobre la pulida superficie. Guarro, oyó que graznaban detrás de él, y al girar la cabeza descubrió a una anciana, cuidadosamente endomingada, que le miraba con indignación. Euh, perdone, señora, no sé qué me ha podido, y se marchó sin acabar la frase, muerto de vergüenza. Hippie, remachó la mujer, ya a lo lejos.
Se metió en una cafetería, y pidió un café con hielo. ¿Cuándo había sido la última vez en que le habían llamado inmaduro (porque le había llamado guarro, de acuerdo, pero había querido decir inmaduro)?  Hacía apenas un mes, cuando María sacó el fuego cruzado (eres un inmaduro, no quieres aceptar responsabilidades: el argumentario habitual, vaya) y había arrasado su debilísima línea de defensa, se sentía como cuando la caballería polaca se había enfrentado a los tanques de la Wehrmacht: todo muy romántico, de acuerdo, pero de los caballos no habían quedado ni las herraduras. Tuvo que transigir con la inseminación artificial, con el más que probable cambio de casa, con la amenaza de dejar de salir de noche, con la desgarradora perspectiva de renunciar a la vida nómada (es verdad que no había viajado mucho, pero pensaba hacerlo). ¿En serio me ha llamado hippie?, recordó de pronto, y acabó riéndose, dejó el café a medias y se pidió un licorcito de manzana, no había y se conformó con uno de melocotón, sabían casi igual. Luego se tomó otro.
Cuando salió de la cafetería ya hacía menos calor, apenas faltaba una hora para el concierto. Preguntó a unos chicos si sabían dónde estaba, dejadme que lo mire, el Pabellón Exterior Descubierto IFEJA. Por allí, a media hora andando, le respondieron, y supuso que no le vendría mal caminar. Gracias, chavales, y no perdáis nunca el swing, le miraron como a un bicho raro y se fue pavoneando.
Al llegar no pudo evitar una mueca de desconcierto. Las misteriosas siglas de IFEJA debían significar algo sobre Feria de Ganado o Feria de Muestras, a juzgar por la apariencia que tenía todo aquello. Sobre el escenario relucían los instrumentos, encabezados por la poderosa batería, pero sin necesidad de aguzar mucho el olfato podían intuirse delicados aromas agropecuarios. En ese mismo momento un rugido que ya conocía le informó de que el Maestro salía a escena ¿Se daría cuenta de dónde iba a actuar? ¿Se dio cuenta de las cigüeñas que rodeaban el Palacio Arzobispal, cuando actuó en Alcalá de Henares allá por julio del 2004? En realidad la pregunta era: ¿se daba cuenta de algo, o éramos una masa indiferenciable de cabecitas (algo así como un puñado de espermatozoides) que canturreábamos mal que bien sus canciones? Tío, se dijo, necesitas una cerveza, y se dirigió al bar a pesar de que estaban tocando “Summer days”, una de sus favoritas (o por lo menos ésa le pareció que era).
A su alrededor había de todo: una pareja que miraba al escenario con arrobado éxtasis, una chica que hablaba a gritos por el móvil, un tipo que bostezaba, unos extranjeros que fumaban porros sin mucho entusiasmo, un negro con una camiseta de Prince. Tuvo un repunte de hambre y se pidió un bocadillo de panceta. ¿Bob tenía hijos? Luis por lo menos conocía a uno, no se acordaba de su nombre, pero estaba seguro de que también era músico. ¿Le saldría el suyo ejecutivo de ventas? Un escalofrío le recorrió la espalda, anda no jodas. ¡Bob, saluda a Jaén!, gritó a su lado una mujer con gafas de pasta y pelo corto, y todo su grupo estalló en una carcajada. Sí va a saludar, vamos, por tu cara bonita, replicó un sabihondo. Cuando Luis se quiso dar cuenta habían dado las luces, y el gentío se encaminaba hacia la salida. Me he pasado todo el concierto en el bar, se asombró. Ya no le sirvieron la última cerveza, ya no les dejaban vender alcohol.
El camino de vuelta al hotel se le hizo larguísimo: le apretaban las botas y le empezó a doler la cabeza. Cuando estaba a punto de llamar un taxi por teléfono divisó un bar que presumía de servir las mejores hamburguesas de Jaén, y se metió. Sonará infantil, se justificó, pero ya verás cómo viene aquí Bob de incógnito a tomarse su hamburguesa, hablaremos un rato y le preguntaré cómo se hizo nómada. Tenía muchas fantasías similares, a pesar de que nunca se cumplían. Pidió la especial de la casa (pero sin pepinillo), una cerveza, y se sentó a esperar, le diré que mi álbum favorito es “Love & Theft”, seguro que le encanta oír eso, debe de ser un coñazo que todo el mundo te hable de discos que hiciste hace treinta años o más, es como si a mí, y no supo cómo acabar la analogía. No vino Bob, pero la hamburguesa estaba muy rica (estuvo a punto de pedirse otra), y cuando preguntó por su hotel le dijeron que estaba ahí al lado, nada, tres minutos a lo sumo.
Y fueron tres minutos exactos, mira, para que luego digan que los andaluces son exagerados. Subió a la habitación, cuando se estaba desnudando pensó que quizás lo mejor fuera volver a la calle, pero al final no, se conformó con picotear una bolsa de palomitas y beberse la botellita de whisky del minibar. Le supo un poco raro, hasta sospechó que lo mismo era de relleno. Vaya, hombre, whisky de inseminación artificial, y prorrumpió en una carcajada rasposa, tenía mucho sueño.
El eructo matutino le supo a maíz y whisky. Joder mi cabeza, susurró. El espejo le devolvió una borrosa metáfora de la confusión, y a tientas sacó un par de aspirinas del neceser de baño. Se las metió en la boca, dejó correr el grifo y se las tragó con un buen chorro de agua. Su puta madre. Su puta madre. Su puta madre. Sólo dejó de refunfuñar cuando se metió en la ducha.
Recogió sus cosas y bajó a desayunar. No había nadie, eran ya casi las once y cuarto. El café era insólitamente bueno, nada que ver con ese aguachirle que te suelen endilgar en los hoteles. One more cup of coffee for the road, se dijo, y otro croissant con chocolate (María le obligaba a desayunar muesli, y con leche desnatada). El autobús salía en una hora, pero estaba tan a gusto, sólo se activó al recordar que era domingo (¿desde cuándo las clínicas abren los domingos, nos estamos volviendo todos un poco locos o qué?). El recepcionista, un tipo estirado y melifluo, le estaba esperando con la cuenta. Luis no encontraba la tarjeta de crédito, y se apresuró a buscarla, no fuera a ser que ese tiempo muerto fuese aprovechado por el recepcionista para comenzar cualquier conversación insustancial.
- Me encantó el concierto de anoche. ¿A usted también, señor?
  Tardó en comprender, pero al final la luz entró en su magullado cerebro: si ya pueden ir a un concierto de Bob hasta los recepcionistas de hotel, qué será lo próximo (sí, nos estábamos volviendo todos un poco locos). Por fin apareció la tarjeta, y firmó a toda velocidad, se me escapa el autobús.
Un domingo a mediodía, de julio, con resaca. En Jaén. Todo podía parecer muy rockero, pero al día siguiente tenía seminario de ventas (y en apenas unas horas lo del vasito: no lo había olvidado). Le hacían daño las botas, le escocían los ojos. Qué bien me vendría ahora una crisis religiosa: a su edad Bob se había hecho cristiano y había editado algunos infumables discos de rock apostólico, quizás fuera una solución. Pero no. Llegó a la estación de autobuses, buscó el rincón más oscuro de la sala de espera, y se arrellanó en un banco corrido. Respiró profundamente, se atusó el pelo: crees que cuando has cumplido determinados años ya has evitado cosas como el acné o la paternidad, y te das cuenta de que no, que ahí están para joderte la vida. El autobús para Madrid está situado en el muelle cuatro, anunció el altavoz. Estoy exagerando, se replicó. Esperó a que montara toda la tropa para subirse el último, yeeepa, pensó, sin mucha convicción.
Durmió hasta Despeñaperros, cuando le invadió el remordimiento por no haberla llamado. Lo intentó, justo en un tramo en el que no había cobertura, y guardó el móvil en el fondo de la mochila, aliviado. Yo le enseñaré (sea chico o chica) a apreciar la buena música, nada de techno ni mierdas por el estilo. La Mancha se derramó ante sus ojos, un evanescente brochazo terroso en el que vibraba el horizonte.

Pararon en Manzanares, para comer. Se pidió una botella de agua y un bocadillo de jamón, del que no dejó ni las migas. Al acabar se levantó a curiosear las revistas, los increíbles souvenirs, España de nuevo brutal. En ese momento entraron un par de adolescentes, repeinados y bulliciosos. Uno de ellos vestía un Lacoste (pero ¿aún se fabrican los Lacoste?), y se acercó a la torre de los CDs, escogió uno de sevillanas. Luis parpadeó, era como si existiera un complot del que había sido repentinamente informado. Buscó al conductor, corrió hacia él y le preguntó cuánto tiempo quedaba. El hombre se quitó el palillo de la boca y calculó que unos diez minutos. Suficiente, pensó Luis, y se precipitó a los servicios. Se metió en una cabina, cerró la puerta, limpió como pudo el inodoro y se masturbó con fiereza, huid, huid ahora que podéis, jadeó.  


No hay comentarios:

Publicar un comentario