Sobre la mesa compuso el bocadillo
de calamares y la cerveza, y les hizo una foto. Unos turistas, frente a él, le
miraban intrigados. ¿Mexicanos?, les preguntó, y asintieron. Levantó la Mahou y
brindó solemnemente.
- No llores, mi querida, Dios nos vigila, soon the horse will take us to
Duraaango…
Comió con delectación, mientras
bebía a grandes sorbos directamente de la botella. El calor (y las circunstancias)
justificaban una segunda cerveza, pero lo dejó correr, ya se la tomaría en el
tren. Cogió la mochila, saludó con la cabeza a los mexicanos (se habían pedido
sendos bocadillos de calamares, que le mostraron orgullosos), y cruzó la
carretera hacia la estación de Atocha. Vestido como estaba aún de traje, con la
chaqueta puesta y la corbata a medio anudar, el sol atronaba como un solo de
batería demasiado largo.
Somos sedentarios desde hace
¿cuánto, cinco mil años?, especuló. Apenas un suspiro en la evolución humana,
una excentricidad ajena a nuestro diseño genético que había logrado
convertirnos en una plaga, en una amenaza para la supervivencia del planeta (lo
decían los expertos, que Luis era de letras). Estamos traicionando demasiado
nuestros fundamentos, suspiró, mientras entraba en la estación, no me extraña
que nazca gente sin sexo definido, o con cuatro brazos, y todo por hacernos
sedentarios. O que las mujeres quieran ser madres cuando ya casi podrían ser
abuelas, cabeceó. Con más de cuarenta años, qué locura. Cualquier viaje sacaba
recurrentemente sus fantasías de nomadismo, incluso algo tan anodino en
apariencia como hacer Madrid – Murcia en tren: la vida está ahí, se juraba, en
el camino. Comprobó que tenía tiempo y se metió en el bar de la estación, a
tomarse una cerveza, mientras se despojaba la corbata, guardándosela en un
bolsillo.
Se quitó las gafas de sol al subir
al tren, para poder contemplar a sus anchas aquel vagón que iba a ser su
domicilio efímero (como siempre, al bajar diría eso de que aquí yo fui feliz, y
seguramente fuese verdad). Perdone, señora, pero el de la ventanilla es mío,
para otras cosas podía ser más generoso, pero contemplar el paisaje le
hipnotizaba. Por fin logró dejarse caer sobre el asiento y miró por la ventana
justo en el momento en el que el tren empezaba a moverse. Yeeepa, pensó,
secretamente regocijado.
Dudó por un instante si fue en 1988 o en 1989 cuando había dado comienzo
el “Never Ending Tour”, luego recordó que fue al año siguiente de haberse
casado (¿por dónde andaría ahora Pilar, a qué pobre incauto estaría haciendo la
vida imposible?: ah, y a ti qué más te da a estas alturas), y contuvo la
respiración al ver cómo cogían velocidad, esa sensación de estar dejando atrás
los problemas, los miedos, también el dolor (no había mucho dolor, pero en fin).
Aguantó con expectación mientras atravesaban la costra herrumbrosa que rodea a
Madrid, esa desagradable adiposidad de uralitas y sofás a medio disolver: en
cuanto se desplegó ante sus ojos el inapelable horizonte castellano se quedó
dormido.
Le despertó el móvil. Mierda, se le
había olvidado completamente (quizás no). Salió al descansillo, y durante una
décima de segundo dudó sobre si improvisar una excusa o recurrir al sentido del
humor, se decidió por la excusa.
- ¡María! Lo siento muchísimo, se me
ha ido el santo al cielo. Perdóname.
- No pasa nada. ¿Dónde estás?
Le describió el aplastante calor que
se intuía más allá de la ventanilla, derramándose sobre la meseta, llenando
cada uno de los caminos y de los surcos. ¿Por qué me da la impresión de que
vivimos en permanente barbecho, no debería haber trigo o algo?, le dijo a
María, y aunque no pudo ver su gesto supo que se había encogido de hombros, lo
hacía siempre que él se dejaba enredar por lo inexplicable.
- No bebas demasiado. No quiero que
el domingo me traigas balas de fogueo.
Qué ingeniosa era cuando quería. Al
despedirse esa mañana le había espetado: no sé cómo puedes perder un fin de
semana para ver a ese tío, que canta como una zarigüeya acatarrada. Y la verdad
es que la comparación (¡una zarigüeya acatarrada!) tenía su aquel. Le dijo que
no se preocupara, y aprovechó un corte en la cobertura para despedirse, ya te
llamo yo el domingo, cuando esté llegando a la clínica. Al fondo de la línea
creyó escuchar un te quiero, pero
también pudo ser el rítmico zumbido de las vías. Ella hace el amor como una
mujer, recordó, pero se rompe (se desmorona) como una niña pequeña. El tren
estaba llegando a Murcia, y le apetecía horrores una cerveza.
Nada más bajar de la estación comprobó que aún
quedaba una hora para coger el tren para Lorca. Buscó el bar (siempre hay un
bar), y a punto estuvo de dar media vuelta cuando vio el gentío que en él se
agolpaba. Somos una plaga, se recordó. Pero tenía demasiada sed, así que braceó
con vigor hasta hacerse un hueco en la barra. Una cerveza, gritó. El camarero
se la trajo, junto con unas aceitunas. Tras el primer sorbo miró a su
alrededor, y desempolvó su juego favorito: a cuántos de los presentes se podría
exterminar sin que el futuro de la humanidad quedara seriamente comprometido.
Quizás se salvaran aquella rubia de allí y el anciano del fondo, parece alguien
al que han pasado cosas interesantes (y la rubia por las tetas, no por otra
cosa). Pero no más, el resto era una patulea mal barajada de borrachines de
estación y restos de tienta. Ah, él sí que se salvaba, algún día haría algo
verdaderamente memorable, lo intuía (si es que le dejaban hacerlo, claro).
Llegó la hora. Pagó, cogió la
mochila, y se metió en el cercanías para Lorca. Abarrotado hasta los topes.
Cómo podemos haber crecido en una religión cuyo Chief Executive Officer
organiza diluvios que no sirven para nada. Si yo llamo a un fumigador para que
me deje la casa libre de cucarachas y veo que aún siguen correteando por las
paredes, yo no le pago. Tan sumido estaba en sus elucubraciones que casi no se
dio cuenta de que habían llegado a su destino. Bajó de un salto, y recitó la
frase que llevaba rato preparando.
- Stuck inside Lorca (with the Memphis blues again)
Había reservado un hostal cerca de la estación, y lo encontró sin
dificultades. Iba un poco justo de hora, por lo que se duchó a toda prisa. Sin
apenas secarse sacó de la mochila las botas de piel de serpiente, los vaqueros
raídos, la camisa negra, la corbata de lacito y, rematando el conjunto, el
sombrero de fieltro que se había comprado en Amsterdam, y que le daba un
auténtico toque de enterrador (aunque María juraba que le hacía parecer un amish).
Se miró al espejo, se guiñó un ojo, se dijo hay que joderse, no maduras,
chaval, y salió dando un portazo. Tengo una cita con Bob, le gustaría haber
dicho al miope recepcionista, mientras le dejaba la llave, pero no se atrevió.
No tuvo necesidad de preguntar por la Plaza de Toros, y se limitó a
seguir la marea de gente que iba hacia el centro de la ciudad. Todos con los
cuarenta cumplidos, y exhalando esa sensación de beatitud que no recordaba
desde los lejanos días en que (qué poco duró aquello) iba a la iglesia tras
haber hecho la primera comunión. Un grupo de adolescentes, sentados sobre un
coche, le miraron con cierta guasa. Qué mala suerte tiene que ser crecer en una
época en la que las canciones de tu vida serán esas mamarrachadas que se oyen
en la tele, se indignó, qué mierda de banda sonora tendrán cuando descubran el
amor, o cuando les rompan el corazón por primera vez: cuando por fin logró
besar a Raquel estaba sonando “Seven days” (bueno, era la versión de Ron Wood,
pero tampoco está mal), y el día en que le presentaron a María en una fiesta pusieron
insistentemente el “What’s goin’ on”, todo el LP. He sido un tipo afortunado,
se dijo, enderezándose la corbata de lacito. Le aterró la posibilidad de que
estuviera abusando de esa suerte: sí, eso es, María está estirando demasiado la
goma.
Frente a la Plaza de Toros se agolpaba un gentío familiar, y no dudó en
dejarse llevar por la excitación. Sacó con minuciosidad su entrada de la
cartera, franqueó los controles sin contener lo que él llamaba la sonrisa de
los grandes acontecimientos, y cuando se asomó al ruedo desplegó los sentidos
para empaparse de aquella sensación única de entregarse, que tan raras veces
lograba colmatar. Un sí grande, sin
límites, se formó en su cabeza, en su respiración, apenas contenido por su
piel. Levantó los brazos, y dejó escapar el síííííí,
que se expandió entre el bramido de la multitud.
Se tomó dos cervezas y un bocadillo mientras veía cómo se llenaba la
Plaza, cómo se metía el sol. Una plaza de toros, pensó, España es brutal. Serpenteó
por los burladeros, se sentó en esa
repisa (no sabía el nombre exacto) en la que se apoyan los toreros cuando
tienen que saltar precipitadamente al callejón. Brutal. Un aullido
inconfundible precedió la parrafada de introducción que se sabía de memoria, y
que escuchó con los ojos cerrados: Ladies
and gentlemen, please welcome the poet laureate of rock ‘n’ roll… Sólo los
abrió cuando supo que allí, a apenas una veintena de metros de él, estaba Bob
Dylan, que además llevaba un sombrero muy parecido al suyo. Aprovechando la
catarata de decibelios que surgía del escenario lanzó su grito de guerra, el
mismo de cada día ante el espejo, tras darse la loción del afeitado:
- Play it FUCKING loud!!!!
Luego se sucedieron las canciones, más o menos reconocibles. La noche lo
envolvió todo, y Luis se dejó llevar, lejos, más lejos, a un lugar tan
primitivo o tan puro que las cosas aún estaban a medio secar. Soy eterno, creyó
oírse, camuflado entre la ululante multitud. Soy eterno porque bailo, sus
piernas y sus brazos se agarraron a la batería para seguir un ritmo que
serpenteaba a su alrededor, que lo había enganchado y por el que se colaba una
voz nasal y plañidera, la voz de un tipo que llevaba veinte años en la
carretera sin parar, dando conciertos en casi todas las ciudades del mundo, un
tipo que había visto a Jesús y que (a pesar de ello, o debido a ello) se había
convertido en el Perfecto Nómada del Siglo XXI, en una nueva versión del Judío
Errante, huyendo de su propia leyenda, comiendo hamburguesas en bares de
carretera, renunciando a ese abrasador opiáceo que es la familia.
- ¡Bob, tú sí que sabes!
Un fogonazo cegador le despertó de sus fantasías. No era un novato en
estas lides, ya había visto a Dylan en 1997 y en 2004, y sabía que no accedería
a un segundo bis. La compacta muchedumbre berreó a gusto, pero nada. ¿Ha tocado
“Don’t think twice, it’s allright”?, preguntó alguien, y no supieron
responderle (o no quisieron). El bullicio bajó pronto de intensidad,
convirtiéndose en el satisfecho ronroneo de un gato, y la Plaza se fue vaciando
sin agobios, dejando ver una alfombra de vasos y papeles. La temperatura era
cálida, apenas era medianoche, la sed le atacaba de nuevo: no necesitó mucho
más para saber que no quería volver tan pronto a dormir, que le apetecía una
copa, brindar por el muy arisco Bob (hoy ha estado aún más arisco de lo
habitual, había dicho a su lado un hombre que parecía conocerle bien, no había
nada más que ver con qué desgana cogía la armónica). ¿Bar “Los Hermanos”? Bar “Los
Hermanos”.
España es brutal, se reafirmó, al ver las tragaperras, el chirriante
televisor, las lámparas de quirófano, el rastro de cabezas de gamba que rodeaba
el fortín donde se atrincheraba un camarero hiperbólico, al que pidió que le
pusiera un cubatita, jefe. Ya al primer sorbo se dio cuenta de que allí no
tomaban prisioneros, y se reafirmó en su intención de no volver tan pronto al
Hostal, así somos los nómadas, nuestra vida no tiene nada de artificial, qué
artificioso es lo artificial, pensó, recordando de nuevo a María, que llevaba
cuatro meses sin beber, desde que empezó el tratamiento. Jefe, mire a ver qué
le debo (y qué barato es todo en provincias).
Ya en la calle, lo divisó desde lejos, un neón desgalichado de palmeras y
chicas (España es brutal) en el que decía “Pasarela” (la a central parpadeaba, como si le guiñara un ojo, quizás por eso la
habían dejado así, o era mera casualidad: a determinadas horas todo es
casualidad). Tuvo la precaución de quitarse el sombrero y llevarlo en la mano,
pero entró de todos modos, dejándose acariciar por los cortinajes de manoseada
franela. Se acodó en la barra, y al instante llegó una chica.
- Hola, vaquero.
Ambos rieron. Me gustan las chicas ingeniosas (y era verdad). Al fondo
había dos tipos que también tenían toda la pinta de venir del concierto,
sentados con dos mujeres (no eran sus mujeres) y bebiendo cerveza. Bob, viejo
zorro, tus incondicionales no te defraudaremos. La chica se presentó: me llamo
Verónica, pero Luis cabeceó.
- Te llamas Isis. Bueno, mejor dicho, Aisis. I married Isis on the
fifth day of may…
La chica le miró con simpatía, o con lo que podría interpretarse (había
que tener en cuenta las circunstancias) por simpatía. Le preguntó si a él también
le gustaba ese Bob Dylan. Luis desenfundó su viejo chiste.
- Bob lo ve todo. Bob lo sabe todo.
Isis arqueó las cejas. Yo soy más de reggaeton, le confesó. ¿A ti te
gusta el reggaeton, mi amor? Luis puso tal cara que ambos estallaron en
carcajadas. Bueno, invítame a una copa, ¿quieres? De entre las sombras se
materializó un camarero barrigudo y pequeñito, muy poco mefistofélico, que le
sirvió otro de esos cubalibres de alto octanaje, y a Isis un brebaje sin
identificar, con burbujas. Estuvieron un buen rato sin hablar, bebiendo a
sorbitos.
- Isis, ¿tú tienes hijos?
La chica ensombreció ligeramente su semblante. Era y no era guapa, la luz
no ayudaba a esclarecerlo. Tengo uno, en Quito, todo esto lo hago por él, dijo,
con una dulzura que descolocó a Luis. Se quedaron silenciosos por un rato.
Aquel cubata era incluso más recio que el de “Los Hermanos”. España es brutal,
recordó. Brutal. Se hurgó en la cartera y sacó un billete de cincuenta euros,
que depositó sigilosamente en la mano de la chica. ¿Es hijo… natural?, quiero
decir… concebido como se conciben los niños. La chica se puso seria.
- Bueno, oye, ¿quieres subir conmigo o no? Te aseguro que te va a gustar.
Luis se levantó y se puso el sombrero, no, muchas gracias, pero me tengo
que ir, mañana me espera un día muy duro. La chica intercambió una mirada con
el camarero, y éste se encogió de hombros. Adiós, Aisis, y estuvo a punto de
besarla en la mejilla, al final no.
Encontró enseguida el hostal. Entró con sigilo, se desnudó
parsimoniosamente. Dudó si ducharse o no: se sentía muy colocado. Al final se
dejó caer en la cama, y de repente recordó, claro que habían tocado “Don’t
think twice, it’s allright”, no había quien la reconociese, pero seguro que sí.
Se durmió tarareándola.
Se levantó sobresaltado, tres minutos antes de que sonara el despertador
del móvil. Joder, España es brutal, dijo, al recordar que tenía apenas media
hora para coger el autobús que iba a llevarle a Granada. Se duchó a toda prisa,
y sólo cuando estaba empacando frenéticamente le llegaron los embates de la
resaca. Tiró dos billetes sobre el mostrador de recepción sin esperar a la
factura, corrió bajo un sol que ya empezaba a calentar, llegó a la estación con
la lengua fuera y compró el billete, y sólo cuando vio que aún quedaban cuatro
minutos se metió en un bar y se zampó un bocadillo de un embutido sin
identificar. Se subió al autobús casi en marcha, yeeeeepa.
Dentro reconoció a algunos que había visto la noche anterior, en especial
un inglés (tenía todas las trazas de serlo), que leía parsimoniosamente un
libro de considerables dimensiones. Sabía de la existencia de una tribu de
admiradores del Maestro, que le seguían a todos sus conciertos, y quizás fuera
uno de ellos. Una especie de seminómadas, que durante el año trabajaban en sus
respectivas ocupaciones sin despertar sospechas, pero que a la llegada de Bob a
Europa eran misteriosamente convocados a su presencia, un poco como los
vampiros. El tipo (sí, era incuestionablemente inglés) pasaba largamente la
sesentena, y sus rizos eran ya completamente blancos, pero ahí estaba, en un
autobús en un país extraño, leyendo su libro sin dar explicaciones a nadie a la
espera de la siguiente epifanía. La envidia por aquel tipo creció hasta
dimensiones casi mitológicas cuando le vio negarse a quitar su bolsa del
asiento contiguo ante el requerimiento de una señora, que le quería encasquetar
a su hijo adolescente. Busca otro sitio,
le escuchó gritar, en un español más que aceptable. La señora le puso de cabrón
para arriba, pero al final se fue. Qué tío, se extasió Luis, y hasta ponderó la
posibilidad de ir a charlar con él, del concierto y eso, pero al final lo dejó
pasar, le entró sueño y se quedó dormido.
España es brutal, volvió a pensar, al despertarse en medio de un páramo.
Bueno, no tan brutal, rectificó: el autobús era excelente, la autovía por la
que se deslizaban impecable, hasta sus compañeros de viaje bisbiseaban
educadamente. Casi sin darse cuente, habían llegado a la estación de Granada.
Para su sorpresa, el autobús para Jaén salía con una puntualidad suiza,
con lo que apenas tuvo tiempo para ir al servicio y comprar un sándwich. No, si
al final vamos a ser más europeos que nadie, reflexionó, y no pudo evitar mirar
al inglés, por si daba muestras de apreciar aquel definitivo acceso de
modernidad. Pero el tipo seguía con su libro, impertérrito. Eso sí, esta vez
sonrió con untuosidad cuando a su lado se sentó una belleza local, una mujer
que bien podría haber salido de cualquier tablao flamenco al uso. Ah, picarón, susurró
Luis, con un punto de envidia (a su lado roncaba un anciano).
Llegaron a Jaén justo cuando empezaba a apretar el hambre. Apenas tardó
cinco minutos en llegar al Hotel, dejó la mochila y se precipitó a la única
calle que recordaba de su anterior visita a la ciudad: aquélla en la que se
arracimaban los bares y restaurantes. Se metió en uno por cuyo escaparate se
asomaban antenas y caparazones de mariscos. Allá que te vamos, se dijo, y no se
retractó ni siquiera al ver el bullicio de gente que se interponía entre él y
la barra. Una fritura de pescado y una cerveza, gritó en cuanto divisó al
camarero, que le respondió arsa (o
algo así). Pues arsa, se rió Luis,
España es brutal.
A base de codazos conquistó un espacio diminuto, y allí se comió la
fritura de pescado y se bebió dos, tres cervezas. ¿Estaría Bob (como asegura la
leyenda) comiéndose su sempiterna hamburguesa, sin hablar, junto a sus músicos
que raramente se atreverían a interrumpir las insondables meditaciones de su
jefe? Ah, Bob, cómo son los genios, qué distintas son sus preocupaciones de las
nuestras. Yo, sin ir más lejos, y levantó la cerveza, mañana por la tarde tengo
que llenar de esperma un vasito como éste (bueno, rectificó, espero que sea más
pequeño que éste) para que haya aún más gente en este mundo, y miró a su
alrededor, completamente rodeado de una multitud que vociferaba sin control,
devorando langostinos, chipirones, helados de varios sabores, bebiendo de todo.
La televisión retransmitía alguna catástrofe lejana, o un discurso
ininteligible, o el bucle sin final de los deportes. Arsa, gritó, sin destinatario conocido, al próximo que me hable del
síndrome de Peter Pan le voy a meter esto por el culo, pensó mientras agitaba
vagamente el tenedor, aún con un chopito ensartado. Preguntó por los postres, y
le recomendaron un flan casero: pues venga ese flan casero, y luego pidió un
licorcito de manzana, aún quedaban muchas horas para el concierto.
Sólo al salir del bar y al tener que enfrentarse al inmisericorde calor
se dio cuenta de que iba muy cocido, everybody
must get stoned!. Fantaseó durante un instante con la posibilidad de
acercarse al hotel a echarse la siesta, pero le pareció poco rockero, era una
idea demasiado pop para un tío que iba completamente vestido de negro, con
corbata de lacito y con un sombrero de enterrador. ¿Dónde está la marcha aquí?,
farfulló, y se puso a andar. Vio un cajero automático, y recordó que tenía que
sacar dinero. Debería ahorrar para los pañales, se rió, pero tengo sed. Tecleó,
recogió los billetes. La máquina creyó conveniente demostrar cierta amabilidad,
y en la pantalla pudo leerse: “Agradecemos sinceramente que haya utilizado
nuestros servicios”.
“¿Sinceramente?”, se indignó.
¿Puede una máquina ser sincera? Pero ¿qué cojones está pasando?, y sin poder
remediarlo escupió sobre la pantalla, mira lo que opino yo de tu sinceridad. La
saliva resbaló con indiferencia sobre la pulida superficie. Guarro, oyó que
graznaban detrás de él, y al girar la cabeza descubrió a una anciana,
cuidadosamente endomingada, que le miraba con indignación. Euh, perdone,
señora, no sé qué me ha podido, y se marchó sin acabar la frase, muerto de
vergüenza. Hippie, remachó la mujer, ya a lo lejos.
Se metió en una cafetería, y pidió un café con hielo. ¿Cuándo había sido
la última vez en que le habían llamado inmaduro (porque le había llamado guarro, de acuerdo, pero había querido
decir inmaduro)? Hacía apenas un mes, cuando María sacó el
fuego cruzado (eres un inmaduro, no quieres aceptar responsabilidades: el
argumentario habitual, vaya) y había arrasado su debilísima línea de defensa,
se sentía como cuando la caballería polaca se había enfrentado a los tanques de
la Wehrmacht: todo muy romántico, de acuerdo, pero de los caballos no habían
quedado ni las herraduras. Tuvo que transigir con la inseminación artificial,
con el más que probable cambio de casa, con la amenaza de dejar de salir de
noche, con la desgarradora perspectiva de renunciar a la vida nómada (es verdad
que no había viajado mucho, pero pensaba hacerlo). ¿En serio me ha llamado hippie?, recordó de pronto, y acabó
riéndose, dejó el café a medias y se pidió un licorcito de manzana, no había y
se conformó con uno de melocotón, sabían casi igual. Luego se tomó otro.
Cuando salió de la cafetería ya hacía menos calor, apenas faltaba una
hora para el concierto. Preguntó a unos chicos si sabían dónde estaba, dejadme
que lo mire, el Pabellón Exterior Descubierto IFEJA. Por allí, a media hora andando,
le respondieron, y supuso que no le vendría mal caminar. Gracias, chavales, y
no perdáis nunca el swing, le miraron como a un bicho raro y se fue pavoneando.
Al llegar no pudo evitar una mueca de desconcierto. Las misteriosas
siglas de IFEJA debían significar algo sobre Feria de Ganado o Feria de Muestras,
a juzgar por la apariencia que tenía todo aquello. Sobre el escenario relucían
los instrumentos, encabezados por la poderosa batería, pero sin necesidad de
aguzar mucho el olfato podían intuirse delicados aromas agropecuarios. En ese
mismo momento un rugido que ya conocía le informó de que el Maestro salía a
escena ¿Se daría cuenta de dónde iba a actuar? ¿Se dio cuenta de las cigüeñas que
rodeaban el Palacio Arzobispal, cuando actuó en Alcalá de Henares allá por
julio del 2004? En realidad la pregunta era: ¿se daba cuenta de algo, o éramos
una masa indiferenciable de cabecitas (algo así como un puñado de
espermatozoides) que canturreábamos mal que bien sus canciones? Tío, se dijo,
necesitas una cerveza, y se dirigió al bar a pesar de que estaban tocando
“Summer days”, una de sus favoritas (o por lo menos ésa le pareció que era).
A su alrededor había de todo: una pareja que miraba al escenario con
arrobado éxtasis, una chica que hablaba a gritos por el móvil, un tipo que
bostezaba, unos extranjeros que fumaban porros sin mucho entusiasmo, un negro
con una camiseta de Prince. Tuvo un repunte de hambre y se pidió un bocadillo de
panceta. ¿Bob tenía hijos? Luis por lo menos conocía a uno, no se acordaba de
su nombre, pero estaba seguro de que también era músico. ¿Le saldría el suyo
ejecutivo de ventas? Un escalofrío le recorrió la espalda, anda no jodas. ¡Bob,
saluda a Jaén!, gritó a su lado una mujer con gafas de pasta y pelo corto, y
todo su grupo estalló en una carcajada. Sí va a saludar, vamos, por tu cara
bonita, replicó un sabihondo. Cuando Luis se quiso dar cuenta habían dado las
luces, y el gentío se encaminaba hacia la salida. Me he pasado todo el
concierto en el bar, se asombró. Ya no le sirvieron la última cerveza, ya no
les dejaban vender alcohol.
El camino de vuelta al hotel se le hizo larguísimo: le apretaban las
botas y le empezó a doler la cabeza. Cuando estaba a punto de llamar un taxi
por teléfono divisó un bar que presumía de servir las mejores hamburguesas de
Jaén, y se metió. Sonará infantil, se justificó, pero ya verás cómo viene aquí
Bob de incógnito a tomarse su hamburguesa, hablaremos un rato y le preguntaré
cómo se hizo nómada. Tenía muchas fantasías similares, a pesar de que nunca se
cumplían. Pidió la especial de la casa (pero sin pepinillo), una cerveza, y se
sentó a esperar, le diré que mi álbum favorito es “Love & Theft”, seguro
que le encanta oír eso, debe de ser un coñazo que todo el mundo te hable de
discos que hiciste hace treinta años o más, es como si a mí, y no supo cómo acabar
la analogía. No vino Bob, pero la hamburguesa estaba muy rica (estuvo a punto
de pedirse otra), y cuando preguntó por su hotel le dijeron que estaba ahí al
lado, nada, tres minutos a lo sumo.
Y fueron tres minutos exactos, mira, para que luego digan que los
andaluces son exagerados. Subió a la habitación, cuando se estaba desnudando
pensó que quizás lo mejor fuera volver a la calle, pero al final no, se
conformó con picotear una bolsa de palomitas y beberse la botellita de whisky
del minibar. Le supo un poco raro, hasta sospechó que lo mismo era de relleno. Vaya,
hombre, whisky de inseminación artificial, y prorrumpió en una carcajada
rasposa, tenía mucho sueño.
El eructo matutino le supo a maíz y whisky. Joder mi cabeza, susurró. El
espejo le devolvió una borrosa metáfora de la confusión, y a tientas sacó un
par de aspirinas del neceser de baño. Se las metió en la boca, dejó correr el
grifo y se las tragó con un buen chorro de agua. Su puta madre. Su puta madre.
Su puta madre. Sólo dejó de refunfuñar cuando se metió en la ducha.
Recogió sus cosas y bajó a desayunar. No había nadie, eran ya casi las
once y cuarto. El café era insólitamente bueno, nada que ver con ese aguachirle
que te suelen endilgar en los hoteles. One
more cup of coffee for the road, se dijo, y otro croissant con chocolate
(María le obligaba a desayunar muesli, y con leche desnatada). El autobús salía
en una hora, pero estaba tan a gusto, sólo se activó al recordar que era
domingo (¿desde cuándo las clínicas abren los domingos, nos estamos volviendo
todos un poco locos o qué?). El recepcionista, un tipo estirado y melifluo, le
estaba esperando con la cuenta. Luis no encontraba la tarjeta de crédito, y se
apresuró a buscarla, no fuera a ser que ese tiempo muerto fuese aprovechado por
el recepcionista para comenzar cualquier conversación insustancial.
- Me encantó el concierto de anoche. ¿A usted también, señor?
Tardó en comprender, pero al
final la luz entró en su magullado cerebro: si ya pueden ir a un concierto de
Bob hasta los recepcionistas de hotel, qué será lo próximo (sí, nos estábamos
volviendo todos un poco locos). Por fin apareció la tarjeta, y firmó a toda
velocidad, se me escapa el autobús.
Un domingo a mediodía, de julio, con resaca. En Jaén. Todo podía parecer
muy rockero, pero al día siguiente tenía seminario de ventas (y en apenas unas
horas lo del vasito: no lo había olvidado). Le hacían daño las botas, le
escocían los ojos. Qué bien me vendría ahora una crisis religiosa: a su edad
Bob se había hecho cristiano y había editado algunos infumables discos de rock
apostólico, quizás fuera una solución. Pero no. Llegó a la estación de
autobuses, buscó el rincón más oscuro de la sala de espera, y se arrellanó en
un banco corrido. Respiró profundamente, se atusó el pelo: crees que cuando has
cumplido determinados años ya has evitado cosas como el acné o la paternidad, y
te das cuenta de que no, que ahí están para joderte la vida. El autobús para
Madrid está situado en el muelle cuatro, anunció el altavoz. Estoy exagerando,
se replicó. Esperó a que montara toda la tropa para subirse el último, yeeepa,
pensó, sin mucha convicción.
Durmió hasta Despeñaperros, cuando le invadió el remordimiento por no
haberla llamado. Lo intentó, justo en un tramo en el que no había cobertura, y
guardó el móvil en el fondo de la mochila, aliviado. Yo le enseñaré (sea chico
o chica) a apreciar la buena música, nada de techno ni mierdas por el estilo.
La Mancha se derramó ante sus ojos, un evanescente brochazo terroso en el que
vibraba el horizonte.
Pararon en Manzanares, para comer. Se pidió una botella de agua y un
bocadillo de jamón, del que no dejó ni las migas. Al acabar se levantó a
curiosear las revistas, los increíbles souvenirs, España de nuevo brutal. En
ese momento entraron un par de adolescentes, repeinados y bulliciosos. Uno de
ellos vestía un Lacoste (pero ¿aún se fabrican los Lacoste?), y se acercó a la
torre de los CDs, escogió uno de sevillanas. Luis parpadeó, era como si
existiera un complot del que había sido repentinamente informado. Buscó al
conductor, corrió hacia él y le preguntó cuánto tiempo quedaba. El hombre se
quitó el palillo de la boca y calculó que unos diez minutos. Suficiente, pensó
Luis, y se precipitó a los servicios. Se metió en una cabina, cerró la puerta,
limpió como pudo el inodoro y se masturbó con fiereza, huid, huid ahora que
podéis, jadeó.
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