miércoles, 26 de octubre de 2016

Malos tiempos para la prosa

        Me llamó un señor diciéndome que había quedado segundo en el IV Concurso de Relatos cortos de la UNED en Mérida, y que el premio consistía en un e-book. Vaya, exclamé sin entusiasmo: a mí no me van esos cacharros. En fin, que subo aquí el cuento galardonado, pues habrá quien lo disfrute. Está basado en mi experiencia como concursero. Las fotos que lo acompañan son un perfecto resumen de lo inmune que soy a las modas.

MALOS TIEMPOS PARA LA PROSA

Acabo mi lectura con un carraspeo, muchas gracias a todos. Aunque ya debería estar acostumbrado, me entristece escuchar los desganados aplausos que, en opinión de este esquivo público, merece mi relato. Levanto la mirada del estrado, y compruebo que nadie me presta atención, por lo que permanezco parado como un pasmarote, con las cuartillas de mi cuento colgando inútilmente de la mano. Cuando ya ha transcurrido más de un minuto empiezo a preocuparme, pues no sé qué hacer: ¿me voy? ¿Me quedo? En esas estoy cuando entre el gentío se abre paso a codazos un conserje que se dirige hacia mí con cara de pocos amigos y me entrega apresuradamente un sobre arrugado, que abro con cautela: mi premio (¿solo esto?, no te quejes, que eso que has escrito lo hace mejor mi hijo de seis años). Tras mirarme de arriba abajo, me ordena que baje de la tarima y acceda a mi asiento, allá en el fondo, venga, que no tengo todo el día. El rugido de impaciencia del público, la forma en que se atusan inconscientemente el cabello, la sonrisa de éxtasis que adorna sus rostros: todo indica que es inminente la presencia que llevan esperando desde que comenzó la ceremonia, y me embarga esa incómoda sensación de no ser más que un mero entretenimiento para distraer al público mientras el cabeza de cartel estará recibiendo en su camerino el homenaje de sus incontables fans. Me embarga un repunte nostálgico al recordar que en Carrión de los Condes también a mí me hicieron un besamanos que duró casi una hora: venga a venir concejales, y alcaldes de distintas pedanías, también lectores de toda laya, qué tiempos aquéllos. Pero vuelvo abruptamente a la realidad al notar que estoy siendo literalmente empujado por el conserje, que no para de murmurar: esos juntaletras, qué cansinos son. Lo dejo pasar, no quiero líos, y disciplinadamente sigo mi camino entre la total indiferencia de los presentes, hace años que nadie me pide autógrafos, ya ni me traigo bolígrafo, total para qué. Por el rabillo del ojo veo que, entre bambalinas, ya está lista para salir la estrella de la noche, y cuando por fin pisa las tablas, escoltado por el alcalde y demás autoridades civiles y militares, un sincronizado aullido de satisfacción me ensordece, al tiempo en que la envidia (sí, llamémosla por su nombre) me taladra los intestinos.
Alcantarilla (Murcia), 1998
- ¡La poesía está aquí para quedarse!, oigo gritar a mi lado a un tipo que tiene toda la pinta de ser un presidiario o un expresidiario, y que levanta los brazos llenos de tatuajes mientras hace la señal de los cuernos con ambas manos. Dos filas más allá, un grupo de ancianas agitan con denuedo una pancarta, con los rostros de Antonio Machado y Jaime Gil de Biedma fielmente reproducidos en macramé. Paso junto a un adolescente que, con los ojos en blanco, no para de girar la cabeza y echar espumarajos por la boca mientras murmura: “Ha venido, está entre nosotros”. El griterío es ensordecedor, como el que precede a un concierto de rock. Llego por fin a mi asiento, detrás de una columna (el ganador del premio de novela también está allí, humillado y contrito: nos saludamos con un tibio encogimiento de hombros), y no puedo reprimir un respingo cuando veo que, justo a mi lado, una chica rubia de explosiva anatomía se abre la camisa de un zarpazo, para a continuación arrancarse el sujetador y arrojarlo con todas sus fuerzas sobre el escenario, donde se une a docenas y docenas de prendas íntimas femeninas. La chica se pone a gritar completamente despendolada, y entre lágrimas me confiesa que dentro de la prenda le ha escrito su teléfono: “¿Usted cree que me llamará?”. ¡Usted! ¡Como si yo fuera un viejo! Una chispa de indignación me arde en las entrañas: tío, me dije, no te dejes pisar y ataca, está en juego el prestigio de la prosa, de la novela, del cuento, de esos géneros que hoy se consideran “menores”, pero que durante muchos años (¡durante muchos siglos!) han formado el núcleo mismo del arte literario, su quintaesencia. Desempolvo la más untuosa de mis sonrisas, y esforzándome por no mirar a su pecho, que baila como si tuviera vida propia, le contesto:
- Bueno, señorita, yo sí que la llamaría. No sé si se ha fijado, pero soy el ganador de la modalidad de cuento…
   Al oír mi voz, la chica parece despertar de un sueño, y repara en mí por vez primera de forma consciente. Una mueca de horror le trepa a la cara, e instintivamente se tapa el pecho con la mano, como si yo fuera un sátiro. Con todo el desprecio del que es capaz me replica:
- ¡Prosista! ¡Uno de esos seres carentes de sensibilidad y tolerancia, que escriben para pasar el rato y no para cambiar el mundo! ¿No le da vergüenza?
Moriles (Córdoba), 2008
A mi alrededor algunas cabezas se giran, la gente empieza a mirarme con recelo. Unas sillas más allá, un padre de familia esconde a su hijo tras de él, mientras que, a mis espaldas, dos mujeres de mediana edad comentan (casi a voz en grito) que posiblemente yo sea uno de esos cerdos machistas y homófobos en cuyos relatos escasean los protagonistas transexuales. Afortunadamente, antes siquiera de que pueda balbucir una excusa, una fanfarria anuncia la entrega de premios, y el alcalde se destapa con una presentación del ganador en la que solo faltaba compararle con Mandela y Gandhi, tal era el nivel de los hiperbólicos adjetivos. La gente cesa de mirarme y se concentra en lo que está pasando en el escenario, aplaudiendo fervorosamente, por lo que dejo escapar un suspiro de visible alivio. Sé de lo que hablo: un par de mesas atrás, en un certamen de Ponferrada en el que había quedado segundo en la modalidad de novela, tuve que salir por piernas cuando me atreví a estornudar durante el recitado de un soneto. ¡Blasfemo!, fue lo menos insultante que me dijeron. En fin, que me arrellano en la silla y dejó vagar mi cabeza mientras espero a que acabe la ceremonia. Aunque durante unos minutos me concentro en el recitado que resuena por toda la sala (“todo es muerte y podredumbre / las cuencas arrancadas de mis ojos sangran sin cesar / el horror de la existencia desayuna cada mañana en mi plato”), al quinto verso en que se nos recuerda que nuestro destino es la tumba desconecto, qué manía. Escalofríos me da pensar que semejantes dislates son la lectura de cabecera de nuestros adolescentes, su vademécum espiritual (el otro día me crucé con uno que llevaba ambos brazos tatuados con alejandrinos), trato de pensar en otras cosas: entre la gasolina y demás, con doscientos euros hasta me va a salir a pagar esta excursión, me lamento. Lo uno lleva a lo otro, y enseguida se me arremolina una pregunta en la cabeza: ¿cómo hemos llegado a todo esto? ¿Cómo hemos pasado de ser un país de charanga y pandereta a representar “el alma lírica de Occidente”, como ha sancionado recientemente el presidente Rajoy al conceder el título de Marqués a Pere Gimferrer? ¿Qué demonios ha pasado?
No me toméis por un ególatra, pero puede que la mejor forma de responder a esa pregunta sea contar mi historia: yo, como muchos otros aprendices de escritor, empecé a tallar mis armas en los concursos literarios allá por el principio de los lejanos años noventa del siglo XX. Con el advenimiento de la democracia los ayuntamientos, las diputaciones y las comunidades autónomas (además de numerosas iniciativas particulares) se dieron cuenta que supondría una loable muestra de apertura para con la sociedad civil la convocatoria de todo tipo de certámenes en los que los jóvenes (y no tan jóvenes) valores pudieran darse a conocer. Y por esa puerta de entrada nos colamos muchísimos letraheridos, que vimos la oportunidad de dar salida a ese remanente de textos que no lográbamos endilgar a las editoriales, manteniendo así la esperanza de abandonar algún día nuestros aburridos empleos y dedicarnos en exclusiva al apasionante mundo de las letras.
Majadahonda (Madrid), 2010

Fueron tiempos gloriosos. Los protocolos y las ordenanzas de cada ayuntamiento podrían cambiar en lo accesorio, pero no en los principios básicos, que se repetían casi sin alteraciones: se convocaban premios anuales de novela, cuento y poesía por doquier, con la particularidad de que mientras los dos primeros estaban generosamente dotados (¡sí, también hubo una burbuja literaria!), el de poesía lo estaba bastante menos, en la creencia de que aquellos seres frágiles y alunados que contaban sílabas con los dedos participaban movidos más por el extraño embrujo con el que les hechizaban sus particulares musas que por el muy prosaico monto dinerario, sutileza que no parecía preocuparnos a novelistas y cuentistas, gente más apegada a las necesidades humanas, a las letras del coche, a los plazos de la hipoteca, en fin, a ese tipo de cosas. No os voy a contar todos los pormenores, pero bastará con que sepáis que, a los pocos años de establecido este statu quo, éramos casi siempre los mismos los que copábamos los primeros puestos en los distintos certámenes (nunca supe la razón, pero extrañamente abundantes en Navarra y Murcia). Incluso llegamos a formar pandilla, como el Rat Pack de Frank Sinatra o la Generación del 98 de Unamuno y Baroja, y nos abrazábamos regocijados al coincidir en Jumilla o en Molinos de Arriba: hoy ganabas tú, en el siguiente eras segundo o accésit, cuando te tocaba hacer de jurado dejabas deslizar tu voto por alguien que en un futuro haría lo mismo por ti. Hoy nos hemos vuelto todos super éticos, por lo que habrá quien vea en ello un censurable caso de nepotismo, pero yo solo veo solidaridad, esa palabra que ahora gusta tanto. En fin.
Fueron tiempos gloriosos, no me cansaré de repetir. La mecánica se repetía (por lo menos en mi caso) más o menos una vez al mes. Se nos comunicaba por teléfono la buena noticia (tendríais que ver la maestría con la que yo fingía azoramiento cuando me daban la enhorabuena), y días después llegábamos a algún rincón de la geografía española que estaba en plenas fiestas patronales a recoger nuestros premios (tengo una vitrina llena de diplomas y trofeos, como si fuera un ciclista). No se escatimaban medios: se nos trataba a cuerpo de rey, la gente se rompía las manos a la hora de aplaudir la lectura de nuestros textos (casi siempre graciosos y sencillos, dejábamos las complicaciones a los poetas), y, como parte inexcusable del ritual, salíamos aquella misma noche tras la ceremonia a fundirnos la pasta con el presidente del jurado y el profesor de literatura del instituto de enseñanza local, que nos informaba de dónde se podía pillar. También venían con nosotros los poetas, claro que sí, pero no voy a negar que nos burlábamos amablemente de ellos, qué raritos eran. Sé que es difícil de creer, porque hoy en día lo primero que les obligan a hacer tras fichar por una gran editorial o una corporación multimedia es a someterse a todos los tratamientos posibles de cirugía estética (no en vano casi todos acaban anunciando productos en la televisión, especialmente coches deportivos y planes de ahorro), pero por aquel entonces todos los poetas que conocí eran calvos, con gafas de culo de vaso y con los hombros sembrados de caspa (en el caso de ellos) y ancianas medio tronadas que no paraban de hablarte de sus gatos (en el caso de ellas), vaya tropa. No quiero generalizar, pero estaría por jurar que un noventa y cinco por ciento no se desprendían jamás de una carpeta azul de gomas en la que llevaban sus versos, que se empeñaban en recitar en los momentos más insospechados, especialmente a altas horas de la madrugada, nadie les hacía ni caso, pobrecillos. Los novelistas y cuentistas preferíamos dedicar nuestros esfuerzos a bailar desaforadamente en las discotecas (casi nunca nos dejaban pagar: lo que haga falta por esas mentes privilegiadas, ordenó a sus camareros el propietario de “Pirulo’s”, en Quintanar de la Orden). Por contarlo todo, casi indefectiblemente acababa la noche acostándome con la Reina de las Fiestas, una chica razonablemente mona que se confesaba fascinada por mi cuento o novela (¡qué imaginación, chico!), y que suspiraba por ir a vivir a la capital, por si acaso le dabas una dirección falsa, no fuera a ser que se te presentara. Por cierto, y por muy ascéticos que parecieran, también los poetas solían acabar la noche acompañados, aunque en su caso normalmente fuera con la venerable Directora de la Biblioteca, casi siempre una solterona entrada en años cuya inmensa devoción por las bellas letras incluía desvirgar a todo poetastro desastrado y alopécico que se cruzara en su camino. Cómo nos reíamos cuando éste se nos acercaba atribulado pidiéndonos condones. ¡Vamos, campeón!, le animábamos cuando era arrastrado por la solterona, ¡deja bien alto el pabellón!, sin buscarlo habíamos hecho un verso, nos partíamos.
Casar de Cáceres (Cáceres), 2012

Para cerrar la fiesta, al día siguiente todas las fuerzas vivas acudían a la estación a despedirte (en Quintanilla de Onésimo me trajeron la banda de música: como os lo cuento), y te subías al autobús a cuatro patas para a continuación acurrucarte en tu asiendo, asediado por la resaca pero con la satisfacción de haber dejado a tu paso ese reconocible aroma de Novelista Echado P’alante que caracteriza a los de nuestra raza, me imagino que un aroma muy parecido exhalaba Hemingway cuando se bebía tres botellas de bourbon de una sentada, o cuando Pérez-Reverte masacró a aquella banda de motoristas que tuvieron la desafortunada idea de reírse de sus gafas. En fin, y no es por presumir, pero, sin llegar a esos excesos, yo mismo tuve que lidiar con dos demandas de paternidad, con eso os lo digo todo (no prosperaron, menos mal)
Aquella fue una etapa turbulenta y apasionante: como dice un colega, los noventa fueron para los prosistas lo que los setenta fueron para los músicos, quizás exagere, pero no mucho. Tan excesivo era todo que no me pude dar cuenta cabal de cuándo empezaron a cambiar las cosas. Algún novelista, más atento que yo a las veleidades literarias, sugiere el momento en que Aznar confesó ser un ávido lector de poesía (ahora que lo pienso: ¿de dónde sacaría tiempo, si además de presidir un país se pasaba horas y horas hablando catalán en la intimidad y haciendo abdominales?). También influyó, supongo, que su sucesor en el cargo nombrara como Consejeros Personales a Gamoneda y a Leopoldo María Panero (corre el rumor de que la Alianza de Civilizaciones fue idea del poeta madrileño). El caso es que, poco a poco, y sin que las revistas literarias se apercibiesen, vimos cómo las tiradas de los libros de poesía, normalmente muy minoritarias y marginales, alcanzaban cifras cada vez más respetables, al mismo tiempo en que las bases de los concursos en los que participábamos fueron imperceptiblemente modificando su naturaleza: la dotación económica, antaño tan favorable a novelistas y prosistas en detrimento de los poetas, se equilibró, se volvió, por decirlo con palabras del presidente Zapatero “igualitaria dentro del concepto de equidistancia entre dos puntos que libremente han elegido la similitud convergente” (era la época en la que Panero le escribía los discursos). Nosotros no protestamos, al revés, expresamos repetidamente en público nuestra alegría por el reconocimiento que por fin recibían los camaradas poetas (“esos granujillas adorables que viven en las nubes”, como bien supo expresar, con su verbo más postinero, Almudena Grandes), si bien es verdad que en privado no dejábamos de censurar tamaña incongruencia: ¿para qué querrán ellos el dinero, nos pasmábamos, si viven como pajaritos? En cuanto se hagan ricos, pensábamos, dejaran de escribir esos versos angustiados y lúgubres y se volverán optimistas, incluso jacarandosos. Pero de eso nada, monada: cuanto más dinero tenían, más se empeñaban en contarnos que la vida es un basurero infecto y que somos gusanos que merecen morir desgarrados por la guadaña de la parca. Y a la gente le gusta esto, nos asombrábamos, nos estamos volviendo majaras o qué. En fin, que como los prosistas somos gente despreocupada y un punto frívola no le dimos demasiada importancia: será una moda, pensábamos, como las novelas de templarios o las de detectives luteranos, no hay motivos para preocuparse.
Elda (Alicante), 2016
Pues sí que había motivos, ya lo creo que sí. Casi al final de la primera década del siglo XXI, no había que fijarse mucho para darse cuenta de que el protocolo de actuación estaba invirtiéndose en las ceremonias de premios: si en los buenos tiempos salían al principio los poetas a declamar sus cosas (dando tiempo a organizar el catering mientras llegaba el alcalde de turno o el diputado provincial, siempre enredados en algo), éramos ahora los novelistas y cuentistas los que ocupábamos la desdichada posición de los teloneros, para nuestra inmensa congoja. Y más sorprendente aún fue la actitud del público, que empezó a desdeñar nuestras obras y a valorar (¡e incluso a comprar!) libros de poesía con la pasión que, pocos años atrás, dedicaban a las novelas de nazis o de modistillas. En más de una ocasión, y como si estuviésemos en plena temporada de rebajas, yo había asistido a insólitas peleas en librerías entre dos compradores, disputándose a golpes el último ejemplar de la más reciente plaquette de Olvido García Valdés o de Antonio Colinas, mientras que los contundentes ladrillos de Javier Marías o de Mario Vargas Llosa acumulaban polvo en las estanterías. Qué cosas, recuerdo que pensé, ligeramente obnubilado.
En fin, que todo sucedió muy rápido, y el día en que clausuraron “Sálvame de Luxe” y lo sustituyeron por “Encuentros con las Musas” (un talk show de tres horas de duración, íntegramente dedicado al mundo de la poesía) me dije: muchacho, aquí está pasando algo. Sí, claro que intenté reconducir mi carrera como otros muchos colegas, por lo que me puse a pergeñar versos a toda leche, sabiendo que de ello dependía mi subsistencia (y con dos bocas más en casa pidiéndome pan y videojuegos). Pero no me salían: yo siempre he sido más de prosa, de narrar las cosas a la pata la llana, sin pararme a contar el número de sílabas o las bondades de una rima: un fracaso, vaya. En el colmo de la desesperación me compré una carpeta azul de gomas y un jersey de cuello de pico, a ver si así me llegaba la inspiración. No me sirvieron de nada: la carpeta acabó en el contenedor del papel y el jersey se lo di a Cáritas, cien euros tirados a la basura.
Navalmoral de la Mata (Cáceres), 2016
En fin: malos tiempos para la prosa, como diría aquel. Sentado en el rincón más oscuro de la sala observo con una mezcla de perplejidad y envidia al desmedrado poeta que, iluminado desde abajo como un gurú oriental (un sujetador ha caído sobre un foco, envolviendo la escena con un subyugante tono asalmonado), recita lentamente sus versos (“la vida es una papelera de reciclaje / en la que somos desfragmentados por virus informáticos que castigan nuestras faltas”), indiferente ante los sollozos histéricos de sus admiradoras (y admiradores, eh, que los hay y muchos). Solo me queda esperar a que acabe la ceremonia sin demasiada merma en mi dignidad. Y rezar para que, en esta ocasión, la Directora de la Biblioteca (a la que ya veo cómo me pone ojitos) no sea demasiado apasionada: la última casi me deja seco.

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