Cambió de
página. No tardó en encontrar un artículo sobre la última película de un
conocido actor. Comenzó a leerlo, pero antes de concluir el primer párrafo ya
estaba tecleando la contraseña que le daba acceso a los comentarios: “Decir que ese señor es actor es una
vergüenza. Es un cer.do que vive a costa de todos los que trabajamos de verdad
y no nos pegamos la vida padre”. Enviar. Saltó a otro periódico, que
relataba las más recientes negociaciones políticas. “Vale ya de engañar a los ciudadanos. Sois una panda de co.rrup.tos ¿A
qué estamos esperando para instaurar la pena de muerte?”. Enviar. Dio un
sorbo a su cerveza (se estaba quedando tibia) antes de pasearse por los diarios
deportivos. “Ese i.di.o.ta debería irse a
su país, no necesitamos cre.ti.nos que vengan a quitarnos nuestros puestos de
trabajo” Enviar. A continuación añadió: “Que
conste que no soy racista, lo que pasa es que ya empezamos a estar muy hartos”.
Enviar. Un enlace de la noticia le llevó a la última hora sobre una huelga
de basuras: “Llevamos años en manos de gen.tu.za
impresentable. ¡Disolución de los sindicatos pero ya!”. Enviar. En un
suelto sobre una economía tampoco se lo pensó mucho: “Me fríen a impuestos, y todo para que los caraduras y cho.ri.zos nos
roben. Silla eléctrica ya”. Enviar. De repente miró el reloj: era tardísimo.
Apuró la cerveza, apagó el ordenador y salió de la habitación apresuradamente.
Por el pasillo se alisó el pelo, y se esforzó por desprenderse de su rictus de
sempiterno cabreo, incluso intentó sonreír. Cuando llegó al dormitorio, su hijo
estaba esperándole con “Blancanieves” en las manos. Cada vez parecía más
consumido, y ya apenas abultaba debajo de las sábanas. Se sentó a sus pies y cogió
el libro delicadamente. Una frase se fraguó en su cabeza: “¿Cómo te atreves a hacerle esto a un niño tan pequeño, im.bé.cil?”
El mensaje era sencillo, pero ¿a quién dirigírselo? Reprimió un sollozo y
empezó a leer.
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