domingo, 2 de octubre de 2016

El pasado está aquí para quedarse



Voy a tomar el metro en la Plaza de San Bernardo cuando veo el cartel. Lo examino con atención, puede que sea un truco publicitario (pero ¿destinado a quién? ¿Los millenials saben qué puñetas fue el Rock Ola?). El pasado: qué pegajoso es, qué contumaz. ¿Tan faltos estamos de nuevas ideas como para tener que exhumar aquel trademark  más o menos momificado (han pasado treinta y pico años desde su cierre) para bautizar una sala de conciertos? No sé qué decir: aún sigo perplejo tanto por la resurrección de los vinilos como por la cada vez más preocupante profusión de los grupos de tributo (hoy mismo, en El País, se anuncian conciertos de homenaje a los Beatles, los Stones y hasta Supertramp, el grupo que inventó el veganismo sonoro). Sé que va a quedar muy abuelo Cebolleta, pero empiezo a creer que el rock and roll (y todo aquello que significaba) ha pasado a la historia, como la revolución industrial o el gótico flamígero. Ya sé que siguen editándose discos, y que greñudos supervivientes de la época dorada no han parado de enchufar sus guitarras en giras cada vez más geriátricas, pero el rock ya hace mucho tiempo que ha descendido a las catacumbas mediáticas, y su memoria ha sido usurpada por taxidermistas y falsificadores. Solo estos arreones de nostalgia nos lo traen, deshuesado y pálido cual Lázaro redivivo, a la primera línea de actualidad como una pieza vintage más. ¡El pasado está aquí para quedarse! Ya solo nos falta que, en el próximo congreso federal del PSOE, los militantes elijan como líder a esa joven promesa que responde al nombre de… Felipe González.

PS. En fin, para instruir a quienes no estuvieron allí he sacado de mis archivos un cuento que escribí hace años sobre mis andanzas en el auténtico Rock Ola . Como todos los textos que trabajan con la memoria, la mayoría de lo que se narra en él no sucedió nunca. Encomiendo a la perspicacia del lector descubrir los escasos grumos de verdad. 


                                                       Noches de Rock Ola

Gemma: auuuuuuuuu, grité al entrar por la puerta del Rockola por primera vez, de la mano de aquella chica a la que apenas conocía desde una semana antes, desde que coincidimos en un bar de Aurrerá y fuimos presentados por amigos comunes. Auuuuuuuuuu, berreé de nuevo, al divisar a Polanski y el Ardor sobre el escenario, ¿te gusta, eh? Auuuuuuuuu, respondí, loco de alegría por estar en el Templo de la Movida, como se decía pomposamente en los atribulados artículos de prensa que se atrevían a tratar el tema. Auuuuuuu, al verme rodeado de gente rara, de crestas desplegadas, de vestidos violentamente encarnados, de mujeres ambiguas como ciervos y de hombres equívocos y fluorescentes. Auuuuuuuu, la música atronaba, hacía vibrar los descoloridos posters, cada latido del bajo se te aposentaba en el estómago, cada estacazo de la batería era respondido por un rugiente coro de feligreses. Auuuuuuuuuu, Gemma seguía mirándome con curiosidad, pareces un niño con zapatos nuevos (qué coño zapatos nuevos: todo era nuevo, empezando por ese maremoto socialista que sacaba lustre a España, fregoteando en todas esas esquinas atoradas por la mugre inmemorial, y yo habría de contarlo en mis futuras novelas: yo, ese tipo que saltaba entre el gentío y gritaba auuuuuuuuu). A la cuarta canción descubrí que estaba sudando, extático, integrado, pleno, mundano, solar, expandido, giróvago, era capaz de abarcar todos los adjetivos imaginables, epicúreo, dionisíaco, coyuntural, estructural, yo soy multitudes, whitmaniano, yo soy muchedumbres, nijinskiniano, bailongo, pletórico, sinuoso. Auuuuuuuuuu, aplaudí hasta desfallecer, gracias, otra, otra, otra (y eso que los Polanski no eran de mis grupos favoritos), tuvieron que dar las luces y empezar a barrer para que descubriera que Gemma se había ido, la verdad es que no le había hecho mucho caso, también se había ido el resto de la audiencia, y hasta el grupo, solo quedábamos un camarero con una escoba y yo, ahuecando, chaval, que se acabó lo que se daba. Auuuuuuuuu, susurré mientras me iba.

Cristina: parecía vivir en Rockola, cada vez que yo iba, ella estaba allí, saltando, riendo, hablando con todo el mundo, en el centro de una espiral de energía que ella misma generaba. Una noche decidí abordarla, me había puesto mi gabardina mod y me sentía jaranero, oye, ¿tú vienes aquí todos los días o qué? Era hermosa, de piel transparente y grandes ojos azules, con ese brillo especial que da la marihuana, a pesar de la bronca que estaban montando los Brighton 64 su carcajada me llegó nítida y fresca, pues lo mismo que tú, porque yo también te veo aquí a todas horas. Le di mi nombre, y ella me dio el suyo, tuvimos que bracear con energía entre la muchedumbre para encontrar un rincón donde poder besarnos. Me gusta la noche, me gusta la música, me gusta el alcohol, me gustáis los chicos, Rockola, para mí, es el paraíso, aquí nadie es feo, aquí todo el mundo parece a punto de inventar algo: fue dicho de carrerilla, pero si lo hubieran labrado en mármol y exhibido en la entrada no pocos lo hubiésemos suscrito como manifiesto, ¡aleluya, hermana!, grité, y ambos reímos (y luego nos besamos, con el eco de las carcajadas aún en nuestras bocas). Cristina despedía buenas vibraciones, era de esas chicas a las que no te importaría acompañar al cine para ver un rollazo de amor, o ir a unos grandes almacenes a comprar ropa (nunca lo hice, es una forma de hablar), sabías que, en todo caso, ibas a divertirte con ella. Me gustas, chaval, hueles a pirata, o a monje, qué sé yo, reconozco mi debilidad por ellas, por las chicas que saben reírse, y Cristina reía como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, ni siquiera paró de reír cuando le pedí acompañarla a casa, no, nuestra casa es el Rockola, aquí nos veremos siempre, atravesó la puerta y se fundió en la oscuridad de la noche. Dos días después la vi morreando con otro tío junto a la salida de emergencia, me guiñó un ojo y me mandó un beso, no pude evitar sonreír, la verdad es que la muy cabrona me gustaba, te gustan más las chicas que no consigues (la frase suena un poco sentenciosa, pero es así).

Maruchi: siempre iba pasadísima, y aquella noche no iba a ser la excepción, parecía importarle una mierda quién tocara, o si tocaban o no. Aunque ya se había tomado un par de tripis, se bebió de un trago su cubata y la mitad del mío, controla un poco, joder, que la noche es larga, me miró con el cardado medio caído, vete a tomar por culo. No sé por qué estaba saliendo con ella, no era guapa, vivía muy lejos de mi casa, y no hacía más que amargarme con sus historias, estoy en paro y todo es una mierda, ya, relativicé, como el veinte por ciento de los españoles, no es para tanto. Se sorbió los mocos con estrépito, universitario de mierda, intenté acercarla al escenario para ver al grupo de mi amigo Álex, que por fin debutaban en Rockola como teloneros de Sindicato Malone, déjame en paz, ve tú solo, yo me quedo aquí, estaba medio espatarrada sobre un taburete, y se le veían las bragas, me asaltó una mezcla de rabia y vergüenza, quién iba a contratar a una drogata como ella, pero no me decidía a enfadarme, quizás me gustara más de lo que pensaba. Venga Maruchi, joder, que es mi colega, el que te presenté el otro día, nos pasamos la vida suplicando cosas que nunca obtenemos, y cuando las obtenemos no nos gustan: tuve que currármelo mucho para poder salir con ella, y, en aquel momento, a mis pies, completamente colocada y babeando carmín, me asaltó la impresión de que nada merecía verdaderamente la pena, ve tú solo y déjame en paz. Llegué a tiempo para ver cómo salía Álex, apenas habría media entrada, pero para mí aquello era histórico, se cumplían (por persona interpuesta, eso sí) mis sueños frustrados, ¡dale, Álex! Solo cuando acabaron me acordé de Maruchi, y volví la cabeza para buscarla, seguía medio tirada en el suelo. ¿Has visto?, ¿a que lo hace de puta madre?, me miró desenfocada, no me des más el coñazo con el amiguito ese tuyo de los cojones, me espetó, todos los tíos sois medio maricas, el camarero me ayudó a sacarla de la sala y la metí en un taxi, oye, yo es que he quedado con los del grupo para celebrarlo, cabeceó como diciendo que le importaba una mierda lo que yo hiciera o dejara de hacer, ya te llamo, no la llamé.

Carmela: con ella salí solo un día, ni siquiera eso, apenas cinco o seis horas, el tiempo en que tardé en pasar a buscarla, cenar algo (que no sea carne, porfa, estamos en Cuaresma: se me pusieron los ojos como platos) e ir al Rockola. ¿Crees que voy vestida adecuadamente para ir a un concierto?, claro que sí, vas muy guapa y muy elegante, sus grandes ojos quizás oscuros, su pelo más o menos largo, sus pendientes ni muy discretos ni muy escandalosos, todo en Carmela parecía difuso, tan propio para ir a ver a Derribos Arias como para comparecer en un entierro o en una jura de bandera, ¿no sería mejor que me quitase la cola de caballo?, no, tonta, si vas bien. Ya para entonces yo habría estado en Rockola una cincuentena larga de ocasiones, pero fue Carmela la primera persona que me hizo notar que el color de las paredes era horrible, no pega para nada con el resto de la decoración, para nada, eso es verdad, y que el escenario era ridículamente pequeño, y que al vocalista no se le entendía ni una palabra, y que el whisky era de garrafón, yo no es que sea muy experta, pero huele, acerqué la nariz a su vaso y le di la razón. Para ser alguien tan evanescente, Carmela tenía la virtud de detectar las anomalías en cuestión de segundos, mientras Poch atacaba “Branquias bajo el agua” empecé a darme cuenta de que aquel era un lugar extraño, en el que no permeaba lo que estaba sucediendo fuera (todavía recordaba la mirada de suficiencia que me dedicaron algunos de los habituales cuando intenté sondear qué pensaban de la historia esa de los GAL: aquí no se habla de política, me escupieron). Sí, había tenido que venir Carmela (una enfermera en ciernes: quizás fuera por eso) para descubrir ciertas singularidades que se le habían escapado a un flamante estudiante de Derecho (con dos cursos aprobados ya, y con buena nota), vaya un instinto qué tienes, me deprimí. Al acabar el concierto me volví hacia ella, sonreía, me imaginé que en un futuro utilizaría ese mohín para comunicar a sus pacientes que lo suyo era mortal, cuestión de días, si no de horas, ¿ya nos podemos ir?, tengo que estar en casa a la una. Fuera llovía, su cara se contrajo en un gesto de frío, hice ademán de quitarme mi cazadora de cuero para ponérsela por los hombros pero ella no quiso, ni hablar, puedes coger un resfriado, tienes razón, asentí, siempre tenía razón.

Lola: Me llamó para que nos viéramos en el sitio ese tan de moda donde había triunfado su hijo Álex, él no quiere llevarme y lo entiendo, no va a ir allí con su madre como si fuera una folkórica, imagínate. Por teléfono parecía animada y bulliciosa, ya tengo unos añitos, me soltó, no creas que me voy a asustar así como así, pero por si acaso esperé a que actuaran los muy pavisosos de la Décima Víctima para invitarla, no quería que pensara que aquello era una madriguera de degenerados. ¿Cómo te va?, bien, ¿y tú?, bien también, tardamos en romper a hablar, ella ya no era aquella señora fascinante y pulposa que protagonizó los sueños húmedos de mi remota adolescencia, se había separado un par de años atrás. Fuimos los primeros en presentar el divorcio en Alcalá, ya ves tú qué honor, se reía a medio gas, mientras miraba sin curiosidad el local, qué sitio más raro, se había vuelto a dejar el pelo largo y había abandonado aquel chirriante tinte rubio, su lánguida melena no desentonaba en absoluto con la fauna que ramoneaba aquella noche y que bailaba sin estridencias. Estoy yendo a un psiquiatra muy bueno, me dice que lo voy a superar, pidió un segundo Gin-Tonic, que bebió a hachazos, como quien derriba un árbol dañino o absurdo, ¿te acuerdas cuando te pedía que vigilases a Álex?, para que veas, le repliqué, es el único que ha llegado lejos. Tú también llegarás, serás un abogado de primera, me revolvió el pelo, haciéndome sentir incómodo, este sitio me ha gustado mucho, me dan ganas de volver a pintar, es lo que tienes que hacer, ¿te he dicho que nos divorciamos?, sí, ya me lo has dicho. El concierto acabó sin gritos ni aplausos, la Décima Víctima era un grupo de fans sigilosos, ¿tú también cortaste con aquella chica, cómo se llamaba?, Marga, repliqué, quizás con cierta aspereza. Son cosas que pasan, me respondió, lo mejor va a ser que vayamos saliendo, luego se forman unos jaleos enormes en el guardarropa, claro, admitió, claro. La quise acompañar al coche, pero me dijo que había venido en autobús, me di un castañazo hace unos meses, y me han retirado el carnet, apúntate a un gimnasio o algo, le sugerí cuando se iba, no sé muy bien porqué. Al despedirnos me besó en la boca, pero creo que fue por casualidad, estaba muy cocida.
 
Fabienne: ¿el Museo de Prado?, eso es de turistas, mon cher, yo lo que quiero es que me presentes a tu amigo Almodóvar. Qué coño iba a ser mi amigo, simplemente habíamos coincidido en algún concierto y en una exposición de Pérez Villalta, pero cuando estás delante de una francesita con ese flequillo y esas piernas kilométricas uno promete lo que sea. Con chicas menos decididas no hay problema, a los dos minutos se les ha olvidado todo, pero se ve que en Francia comen mucho fósforo (¿no era de allí Louis de Funes, el memorioso?), pues vamos a ese Grockola que tú dices y allí me lo presentas. Dejamos a medias la ración de bravas y nos plantamos a la sombra nocturna de Torres Blancas, saludé con desparpajo a un portero que no conocía, respiré aliviado al ver que tocaban Los Elegantes, pop demasiado recio para los gustos demasiado transmanchegos del gran Pedro, con suerte en un rato estaríamos en casa poniendo en práctica todas esas marranadas que los franceses tuvieron el detalle de bautizar y repertoriar, cuando no directamente de inventar. ¡Mira, está ahí!, la cabellera escarolada (hasta mis adjetivos se estaban almodovarizando: lo que hace el carisma) destacaba poderosamente junto a la barra, rodeada de su habitual cohorte de rocinantes y bucéfalos. ¡Preséntame, dile que soy actriz!, ¿pero no eras estudiante de Filología Hispánica?, parpadeó como si quisiera apagar o avivar un fuego con las pestañas, todas las chicas francesas somos actrices, connard, luego vamos, primero Los Elegantes, esta canción es una versión de otra que. Fabienne abrió las contraventanas de su escote, se lubricó los labios de un lengüetazo que me provocó una erección instantánea, y se enzarzó a empujones contra la multitud, siendo absorbida por la troupe del director. Me tiré media hora cagándome en la movida y en su puta madre para después volver junto al escenario, me puse a corear “La calle del ritmo”, Los Elegantes no estuvieron mal, pero no era ese el plan que yo tenía para aquella noche, la última en la que vi a Fabianne, porque nunca estuve muy seguro de que esa chica con gafas de sol y peluca afro que se cruza (sin frase) con Carmen Maura en una de las últimas escenas de “La ley del deseo” fuera ella.

Teresa / Tessa: estaba conmigo cuando cerraron Rockola, allí nos habíamos conocido apenas un mes antes, presentados por la prima de un amigo, ¿Teresa?, yo te llamaré Tessa, como la cantante de los Zombies, no le andaba a la zaga en hermosura, el pelo negro y corto, los ojos profundos, el cuerpo ligero e intenso de un haiku (sus manos se me aparecieron como delicados pentagramas, ¿tocas el piano, o sabes solfeo?, no, ¿por?, nada, cosas mías). Desde hacía meses un clima intangible de amenaza flotaba en la sala como una niebla o un prejuicio: peleas continuas, redadas, malos rollos, quizás los años que, como en el anuncio, empezaban a pesarme, a pesarnos, Tessa me lo hizo ver en nuestra primera conversación, es como si estuviéramos en vísperas de algo, de algo malo, estudiaba Políticas, solo me he dejado caer por aquí para ver de qué va esto, lo suyo era más sociológico, más denso. En realidad escuchaba a gente del estilo de Pablo Milanés o Silvio Rodríguez, no te lo tomes a mal, pero creo que sois todos una panda de pijos frívolos y hedonistas, no solo no me lo tomé a mal, sino que esperé a que acabara su implacable dictamen para poner mi mirada más crápula y declararme como un gorrioncillo (¡y la cosa funcionó!). No sé cómo hice, pero la convencí para que volviera a aquel averno de escapismo, cosa que hizo una semana después, hasta bailó un poco (¡jódete, Silvio Milanés!, pensé, en un rapto de frivolidad y hedonismo, ¡vete a abrir la muralla esa de los cojones!). Ella me compró unas gafas negras, yo le regalé unos pendientes: era todo lo que llevábamos puesto cuando escuchamos por la radio que cerraban Rockola. Llegamos a tiempo para ver cómo la Policía precintaba la puerta: habían matado a un chico en una pelea unos días antes, a nuestro alrededor se agrupaba una cincuentena de incondicionales: el chico de la cazadora de indio, el del corte de pelo asimétrico, la chica que follaba en los servicios, Juanma El Terrible (a la luz del día no era tan terrible, hasta parecía simpático), incluso me pareció divisar a Cristina, rigurosamente vestida de duelo. Como nosotros, habían venido a evitar lo inevitable, se gritaron los insultos de rigor, alguien empezó a tararear “Chica de ayer”, un policía ordenó sin énfasis que nos fuéramos, aquí no hay nada que ver. Tessa apretó mi mano, recordé que también lo hizo Marga cuando mataron a John Lennon, vámonos de aquí, le rogué, ¡vámonos!




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