Voy a tomar el
metro en la Plaza de San Bernardo cuando veo el cartel. Lo examino con
atención, puede que sea un truco publicitario (pero ¿destinado a quién? ¿Los
millenials saben qué puñetas fue el Rock Ola?). El pasado: qué pegajoso es, qué
contumaz. ¿Tan faltos estamos de nuevas ideas como para tener que exhumar aquel
trademark más o menos momificado (han pasado treinta y
pico años desde su cierre) para bautizar una sala de conciertos? No sé qué
decir: aún sigo perplejo tanto por la resurrección de los vinilos como por la
cada vez más preocupante profusión de los grupos de tributo (hoy mismo, en El
País, se anuncian conciertos de homenaje a los Beatles, los Stones y hasta
Supertramp, el grupo que inventó el veganismo sonoro). Sé que va a quedar muy
abuelo Cebolleta, pero empiezo a creer que el rock and roll (y todo aquello que
significaba) ha pasado a la historia, como la revolución industrial o el gótico
flamígero. Ya sé que siguen editándose discos, y que greñudos supervivientes de
la época dorada no han parado de enchufar sus guitarras en giras cada vez más
geriátricas, pero el rock ya hace mucho tiempo que ha descendido a las
catacumbas mediáticas, y su memoria ha sido usurpada por taxidermistas y
falsificadores. Solo estos arreones de nostalgia nos lo traen, deshuesado y
pálido cual Lázaro redivivo, a la primera línea de actualidad como una pieza
vintage más. ¡El pasado está aquí para quedarse! Ya solo nos falta que, en el
próximo congreso federal del PSOE, los militantes elijan como líder a esa joven
promesa que responde al nombre de… Felipe González.
PS. En fin, para instruir a
quienes no estuvieron allí he sacado de mis archivos un cuento que escribí hace
años sobre mis andanzas en el auténtico Rock Ola . Como todos los textos que
trabajan con la memoria, la mayoría de lo que se narra en él no sucedió nunca. Encomiendo a
la perspicacia del lector descubrir los escasos grumos de verdad.
Noches de Rock Ola
Gemma: auuuuuuuuu, grité al entrar por
la puerta del Rockola por primera vez, de la mano de aquella chica a la que
apenas conocía desde una semana antes, desde que coincidimos en un bar de
Aurrerá y fuimos presentados por amigos comunes. Auuuuuuuuuu, berreé de nuevo,
al divisar a Polanski y el Ardor sobre el escenario, ¿te gusta, eh? Auuuuuuuuu,
respondí, loco de alegría por estar en el Templo de la Movida, como se decía
pomposamente en los atribulados artículos de prensa que se atrevían a tratar el
tema. Auuuuuuu, al verme rodeado de gente rara, de crestas desplegadas, de
vestidos violentamente encarnados, de mujeres ambiguas como ciervos y de
hombres equívocos y fluorescentes. Auuuuuuuu, la música atronaba, hacía vibrar
los descoloridos posters, cada latido del bajo se te aposentaba en el estómago,
cada estacazo de la batería era respondido por un rugiente coro de feligreses.
Auuuuuuuuuu, Gemma seguía mirándome con curiosidad, pareces un niño con zapatos
nuevos (qué coño zapatos nuevos: todo era nuevo, empezando por ese maremoto
socialista que sacaba lustre a España, fregoteando en todas esas esquinas
atoradas por la mugre inmemorial, y yo habría de contarlo en mis futuras
novelas: yo, ese tipo que saltaba entre el gentío y gritaba auuuuuuuuu). A la
cuarta canción descubrí que estaba sudando, extático, integrado, pleno,
mundano, solar, expandido, giróvago, era capaz de abarcar todos los adjetivos
imaginables, epicúreo, dionisíaco, coyuntural, estructural, yo soy multitudes,
whitmaniano, yo soy muchedumbres, nijinskiniano, bailongo, pletórico, sinuoso.
Auuuuuuuuuu, aplaudí hasta desfallecer, gracias, otra, otra, otra (y eso que
los Polanski no eran de mis grupos favoritos), tuvieron que dar las luces y empezar
a barrer para que descubriera que Gemma se había ido, la verdad es que no le
había hecho mucho caso, también se había ido el resto de la audiencia, y hasta
el grupo, solo quedábamos un camarero con una escoba y yo, ahuecando, chaval,
que se acabó lo que se daba. Auuuuuuuuu, susurré mientras me iba.
Cristina: parecía vivir en Rockola,
cada vez que yo iba, ella estaba allí, saltando, riendo, hablando con todo el
mundo, en el centro de una espiral de energía que ella misma generaba. Una
noche decidí abordarla, me había puesto mi gabardina mod y me sentía jaranero,
oye, ¿tú vienes aquí todos los días o qué? Era hermosa, de piel transparente y
grandes ojos azules, con ese brillo especial que da la marihuana, a pesar de la
bronca que estaban montando los Brighton 64 su carcajada me llegó nítida y
fresca, pues lo mismo que tú, porque yo también te veo aquí a todas horas. Le
di mi nombre, y ella me dio el suyo, tuvimos que bracear con energía entre la
muchedumbre para encontrar un rincón donde poder besarnos. Me gusta la noche,
me gusta la música, me gusta el alcohol, me gustáis los chicos, Rockola, para
mí, es el paraíso, aquí nadie es feo, aquí todo el mundo parece a punto de
inventar algo: fue dicho de carrerilla, pero si lo hubieran labrado en mármol y
exhibido en la entrada no pocos lo hubiésemos suscrito como manifiesto, ¡aleluya,
hermana!, grité, y ambos reímos (y luego nos besamos, con el eco de las
carcajadas aún en nuestras bocas). Cristina despedía buenas vibraciones, era de
esas chicas a las que no te importaría acompañar al cine para ver un rollazo de
amor, o ir a unos grandes almacenes a comprar ropa (nunca lo hice, es una forma
de hablar), sabías que, en todo caso, ibas a divertirte con ella. Me gustas,
chaval, hueles a pirata, o a monje, qué sé yo, reconozco mi debilidad por
ellas, por las chicas que saben reírse, y Cristina reía como si no hubiera
hecho otra cosa en su vida, ni siquiera paró de reír cuando le pedí acompañarla
a casa, no, nuestra casa es el Rockola, aquí nos veremos siempre, atravesó la
puerta y se fundió en la oscuridad de la noche. Dos días después la vi
morreando con otro tío junto a la salida de emergencia, me guiñó un ojo y me
mandó un beso, no pude evitar sonreír, la verdad es que la muy cabrona me
gustaba, te gustan más las chicas que no consigues (la frase suena un poco
sentenciosa, pero es así).
Maruchi: siempre iba pasadísima, y
aquella noche no iba a ser la excepción, parecía importarle una mierda quién
tocara, o si tocaban o no. Aunque ya se había tomado un par de tripis, se bebió
de un trago su cubata y la mitad del mío, controla un poco, joder, que la noche
es larga, me miró con el cardado medio caído, vete a tomar por culo. No sé por
qué estaba saliendo con ella, no era guapa, vivía muy lejos de mi casa, y no
hacía más que amargarme con sus historias, estoy en paro y todo es una mierda,
ya, relativicé, como el veinte por ciento de los españoles, no es para tanto.
Se sorbió los mocos con estrépito, universitario de mierda, intenté acercarla
al escenario para ver al grupo de mi amigo Álex, que por fin debutaban en
Rockola como teloneros de Sindicato Malone, déjame en paz, ve tú solo, yo me
quedo aquí, estaba medio espatarrada sobre un taburete, y se le veían las
bragas, me asaltó una mezcla de rabia y vergüenza, quién iba a contratar a una
drogata como ella, pero no me decidía a enfadarme, quizás me gustara más de lo
que pensaba. Venga Maruchi, joder, que es mi colega, el que te presenté el otro
día, nos pasamos la vida suplicando cosas que nunca obtenemos, y cuando las
obtenemos no nos gustan: tuve que currármelo mucho para poder salir con ella,
y, en aquel momento, a mis pies, completamente colocada y babeando carmín, me
asaltó la impresión de que nada merecía verdaderamente la pena, ve tú solo y
déjame en paz. Llegué a tiempo para ver cómo salía Álex, apenas habría media
entrada, pero para mí aquello era histórico, se cumplían (por persona
interpuesta, eso sí) mis sueños frustrados, ¡dale, Álex! Solo cuando acabaron
me acordé de Maruchi, y volví la cabeza para buscarla, seguía medio tirada en
el suelo. ¿Has visto?, ¿a que lo hace de puta madre?, me miró desenfocada, no me
des más el coñazo con el amiguito ese tuyo de los cojones, me espetó, todos los
tíos sois medio maricas, el camarero me ayudó a sacarla de la sala y la metí en
un taxi, oye, yo es que he quedado con los del grupo para celebrarlo, cabeceó
como diciendo que le importaba una mierda lo que yo hiciera o dejara de hacer,
ya te llamo, no la llamé.
Carmela: con ella salí solo un día, ni
siquiera eso, apenas cinco o seis horas, el tiempo en que tardé en pasar a
buscarla, cenar algo (que no sea carne, porfa, estamos en Cuaresma: se me
pusieron los ojos como platos) e ir al Rockola. ¿Crees que voy vestida
adecuadamente para ir a un concierto?, claro que sí, vas muy guapa y muy
elegante, sus grandes ojos quizás oscuros, su pelo más o menos largo, sus
pendientes ni muy discretos ni muy escandalosos, todo en Carmela parecía
difuso, tan propio para ir a ver a Derribos Arias como para comparecer en un
entierro o en una jura de bandera, ¿no sería mejor que me quitase la cola de
caballo?, no, tonta, si vas bien. Ya para entonces yo habría estado en Rockola
una cincuentena larga de ocasiones, pero fue Carmela la primera persona que me
hizo notar que el color de las paredes era horrible, no pega para nada con el resto de la decoración,
para nada, eso es verdad, y que el escenario era ridículamente pequeño, y que
al vocalista no se le entendía ni una palabra, y que el whisky era de garrafón,
yo no es que sea muy experta, pero huele, acerqué la nariz a su vaso y le di la
razón. Para ser alguien tan evanescente, Carmela tenía la virtud de detectar
las anomalías en cuestión de segundos, mientras Poch atacaba “Branquias bajo el agua” empecé a darme
cuenta de que aquel era un lugar extraño, en el que no permeaba lo que estaba
sucediendo fuera (todavía recordaba la mirada de suficiencia que me dedicaron algunos
de los habituales cuando intenté sondear qué pensaban de la historia esa de los
GAL: aquí no se habla de política, me escupieron). Sí, había tenido que venir
Carmela (una enfermera en ciernes: quizás fuera por eso) para descubrir ciertas
singularidades que se le habían escapado a un flamante estudiante de Derecho
(con dos cursos aprobados ya, y con buena nota), vaya un instinto qué tienes,
me deprimí. Al acabar el concierto me volví hacia ella, sonreía, me imaginé que
en un futuro utilizaría ese mohín para comunicar a sus pacientes que lo suyo
era mortal, cuestión de días, si no de horas, ¿ya nos podemos ir?, tengo que
estar en casa a la una. Fuera llovía, su cara se contrajo en un gesto de frío,
hice ademán de quitarme mi cazadora de cuero para ponérsela por los hombros
pero ella no quiso, ni hablar, puedes coger un resfriado, tienes razón, asentí,
siempre tenía razón.
Lola: Me llamó para que nos viéramos en
el sitio ese tan de moda donde había triunfado su hijo Álex, él no quiere
llevarme y lo entiendo, no va a ir allí con su madre como si fuera una
folkórica, imagínate. Por teléfono parecía animada y bulliciosa, ya tengo unos
añitos, me soltó, no creas que me voy a asustar así como así, pero por si acaso
esperé a que actuaran los muy pavisosos de la Décima Víctima para invitarla, no
quería que pensara que aquello era una madriguera de degenerados. ¿Cómo te va?,
bien, ¿y tú?, bien también, tardamos en romper a hablar, ella ya no era aquella
señora fascinante y pulposa que protagonizó los sueños húmedos de mi remota
adolescencia, se había separado un par de años atrás. Fuimos los primeros en
presentar el divorcio en Alcalá, ya ves tú qué honor, se reía a medio gas,
mientras miraba sin curiosidad el local, qué sitio más raro, se había vuelto a
dejar el pelo largo y había abandonado aquel chirriante tinte rubio, su
lánguida melena no desentonaba en absoluto con la fauna que ramoneaba aquella noche
y que bailaba sin estridencias. Estoy yendo a un psiquiatra muy bueno, me dice
que lo voy a superar, pidió un segundo Gin-Tonic, que bebió a hachazos, como
quien derriba un árbol dañino o absurdo, ¿te acuerdas cuando te pedía que
vigilases a Álex?, para que veas, le repliqué, es el único que ha llegado
lejos. Tú también llegarás, serás un abogado de primera, me revolvió el pelo,
haciéndome sentir incómodo, este sitio me ha gustado mucho, me dan ganas de
volver a pintar, es lo que tienes que hacer, ¿te he dicho que nos divorciamos?,
sí, ya me lo has dicho. El concierto acabó sin gritos ni aplausos, la Décima
Víctima era un grupo de fans sigilosos, ¿tú también cortaste con aquella chica,
cómo se llamaba?, Marga, repliqué, quizás con cierta aspereza. Son cosas que
pasan, me respondió, lo mejor va a ser que vayamos saliendo, luego se forman
unos jaleos enormes en el guardarropa, claro, admitió, claro. La quise
acompañar al coche, pero me dijo que había venido en autobús, me di un
castañazo hace unos meses, y me han retirado el carnet, apúntate a un gimnasio
o algo, le sugerí cuando se iba, no sé muy bien porqué. Al despedirnos me besó
en la boca, pero creo que fue por casualidad, estaba muy cocida.
Fabienne: ¿el Museo de Prado?, eso es
de turistas, mon cher, yo lo que
quiero es que me presentes a tu amigo Almodóvar. Qué coño iba a ser mi amigo,
simplemente habíamos coincidido en algún concierto y en una exposición de Pérez
Villalta, pero cuando estás delante de una francesita con ese flequillo y esas
piernas kilométricas uno promete lo que sea. Con chicas menos decididas no hay
problema, a los dos minutos se les ha olvidado todo, pero se ve que en Francia
comen mucho fósforo (¿no era de allí Louis de Funes, el memorioso?), pues vamos
a ese Grockola que tú dices y allí me lo presentas. Dejamos a medias la ración
de bravas y nos plantamos a la sombra nocturna de Torres Blancas, saludé con
desparpajo a un portero que no conocía, respiré aliviado al ver que tocaban Los
Elegantes, pop demasiado recio para los gustos demasiado transmanchegos del
gran Pedro, con suerte en un rato estaríamos en casa poniendo en práctica todas
esas marranadas que los franceses tuvieron el detalle de bautizar y
repertoriar, cuando no directamente de inventar. ¡Mira, está ahí!, la cabellera
escarolada (hasta mis adjetivos se estaban almodovarizando: lo que hace el
carisma) destacaba poderosamente junto a la barra, rodeada de su habitual
cohorte de rocinantes y bucéfalos. ¡Preséntame, dile que soy actriz!, ¿pero no
eras estudiante de Filología Hispánica?, parpadeó como si quisiera apagar o
avivar un fuego con las pestañas, todas las chicas francesas somos actrices, connard, luego vamos, primero Los
Elegantes, esta canción es una versión de otra que. Fabienne abrió las
contraventanas de su escote, se lubricó los labios de un lengüetazo que me
provocó una erección instantánea, y se enzarzó a empujones contra la multitud,
siendo absorbida por la troupe del director. Me tiré media hora cagándome en la
movida y en su puta madre para después volver junto al escenario, me puse a
corear “La calle del ritmo”, Los
Elegantes no estuvieron mal, pero no era ese el plan que yo tenía para aquella
noche, la última en la que vi a Fabianne, porque nunca estuve muy seguro de que
esa chica con gafas de sol y peluca afro que se cruza (sin frase) con Carmen
Maura en una de las últimas escenas de “La
ley del deseo” fuera ella.
Teresa / Tessa: estaba conmigo cuando
cerraron Rockola, allí nos habíamos conocido apenas un mes antes, presentados
por la prima de un amigo, ¿Teresa?, yo te llamaré Tessa, como la cantante de
los Zombies, no le andaba a la zaga en hermosura, el pelo negro y corto, los
ojos profundos, el cuerpo ligero e intenso de un haiku (sus manos se me
aparecieron como delicados pentagramas, ¿tocas el piano, o sabes solfeo?, no,
¿por?, nada, cosas mías). Desde hacía meses un clima intangible de amenaza
flotaba en la sala como una niebla o un prejuicio: peleas continuas, redadas,
malos rollos, quizás los años que, como en el anuncio, empezaban a pesarme, a
pesarnos, Tessa me lo hizo ver en nuestra primera conversación, es como si
estuviéramos en vísperas de algo, de algo malo, estudiaba Políticas, solo me he
dejado caer por aquí para ver de qué va esto, lo suyo era más sociológico, más
denso. En realidad escuchaba a gente del estilo de Pablo Milanés o Silvio
Rodríguez, no te lo tomes a mal, pero creo que sois todos una panda de pijos
frívolos y hedonistas, no solo no me lo tomé a mal, sino que esperé a que
acabara su implacable dictamen para poner mi mirada más crápula y declararme
como un gorrioncillo (¡y la cosa funcionó!). No sé cómo hice, pero la convencí
para que volviera a aquel averno de escapismo, cosa que hizo una semana
después, hasta bailó un poco (¡jódete, Silvio Milanés!, pensé, en un rapto de
frivolidad y hedonismo, ¡vete a abrir la muralla esa de los cojones!). Ella me
compró unas gafas negras, yo le regalé unos pendientes: era todo lo que
llevábamos puesto cuando escuchamos por la radio que cerraban Rockola. Llegamos
a tiempo para ver cómo la Policía precintaba la puerta: habían matado a un
chico en una pelea unos días antes, a nuestro alrededor se agrupaba una
cincuentena de incondicionales: el chico de la cazadora de indio, el del corte
de pelo asimétrico, la chica que follaba en los servicios, Juanma El Terrible (a la luz del día no era tan
terrible, hasta parecía simpático), incluso
me pareció divisar a Cristina, rigurosamente vestida de duelo. Como nosotros,
habían venido a evitar lo inevitable, se gritaron los insultos de rigor,
alguien empezó a tararear “Chica de
ayer”, un policía ordenó sin énfasis que nos fuéramos, aquí no hay nada que
ver. Tessa apretó mi mano, recordé que también lo hizo Marga cuando mataron a
John Lennon, vámonos de aquí, le rogué, ¡vámonos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario