sábado, 19 de noviembre de 2016

Diatriba del nefelibata

            No envidiéis mi trabajo. Los poetas (¡qué daño no habrán hecho! ¡qué realidades no habrán distorsionado!) forjaron una imagen de nosotros, los diseñadores de nubes, que nos ha marcado para siempre, exiliados en un limbo de ensoñación y fantasía. Ese tópico que nos atribuye una vida ensimismada y vagorosa fue (he de reconocerlo) el que me condujo por una senda que, era tarde cuando me di cuenta, no tiene marcha atrás. Moriré, pues, ideando estratos y cúmulos, poblando cielos infinitos con estas promesas de lluvia que tan necesarias son tanto para la fertilidad de los campos como para la imaginación de los hombres.

            Yo nací como uno más de vosotros, jugué a vuestros mismos juegos, sufrí engañado por los mismos o muy parecidos amores. Entonces yo levantaba la cabeza (quién no lo ha hecho alguna vez, puede que ahora mismo lo estéis haciendo muchos de vosotros) y sentía que estaba protegido por aquella bóveda azul, cruce afortunado entre un escudo y una metáfora. Los fenómenos meteorológicos (deliciosos unos, vengativos otros, aleatorios todos) se me antojaban un capricho más de la naturaleza, y rara vez me planteé siquiera pensar en sus motivos últimos, en las razones por las cuales la nieve acude a su cita invernal, o el viento ansía comprobar la solidez de las cosas. Aquella comprensión habría necesitado una mayor capacidad de entendimiento, si aun yo me hubiera planteado sacar una lógica al pedrisco, a la lluvia, a los tornados.
            A las nubes. Sí, porque fue en los amenes de mi adolescencia (a mediados de abril, justo el día en el que los cielos de repente abren el telón, y dejan en mitad de ese fabuloso escenario una nube solitaria) cuando la curiosidad me hizo ver aquel espectáculo de una forma distinta. Los transeúntes que me rodeaban, desconocidos y conocidos, no daban muestra de reparar en aquella deslumbrante aparición que, como una epifanía, parecía dirigirse personalmente a mí. Y no lo hacía con la compacta arrogancia que desprenden las nubes de los cuadros barrocos, sino con la sencillez de las palabras medio susurradas, de las verdades apenas intuidas, palabras y verdades que se abrieron paso en mis pensamientos y me hicieron reflexionar: no hay dos nubes iguales.
            El primer amor, el primer zarpazo de la enfermedad (esa embajadora de la muerte): os ofrezco dos ejemplos para que entendáis el devastador impacto que tuvo en mí aquel descubrimiento no sé si atroz o providencial, quizás ambas cosas. A partir de ese momento, y rechazando obligaciones y placeres, dediqué mis días a cerciorarme de mi primer pálpito, y descubrí tan extasiado como contrito que sí, que no había dos nubes iguales. A pesar de la simplicidad de su materia, de la escasa paleta de sus colores, de los imperativos de la aerodinámica, de la tiranía de las condiciones atmosféricas: no existían dos nubes iguales. De ahí a admitir un concepto tan agotador como el infinito no había más que un paso, que no tardé en franquear, para caer en brazos de la fiebre, luego me dijeron que también del delirio.
Durante unos días interminables, encerrado en la habitación de un hospital en la que no había ventanas, mis pensamientos (que no mi mirada) frecuentaron los cielos, intentando refutar la aplastante evidencia. Y sólo cuando tomé la determinación que habría de marcar mi vida volví a abrir los ojos, para comunicar a mi atribulada familia, que me rodeaba en angustiosa vigilia, que iba a diseñar nubes.
            Las cosas son si pueden ser, y para poder ser han de tener un nombre: el silogismo no es mío, pero lo suscribo sin ambages. En el diccionario dormía la preciosa palabra nefelibata: dícese del soñador, del que anda por las nubes, y al descubrirla supe que el primer obstáculo hacia mi nueva vida estaba derruido: yo ya sabía lo que era, y el conocimiento de uno mismo es la esencia de la felicidad. Más inopinado, mucho menos evidente fue el descubrimiento de que los nefelibatas no frecuentaban las muy tecnológicas agencias de meteorología, sino las oscuras garitas donde malviven los filósofos. Tras arduas pesquisas, fue un hegeliano alto y barbudo, con evidentes signos de vivir en perpetua embriaguez, el que me dio la pista definitiva. Busca una academia que no existe, y encontrarás a unas personas que nunca fueron, me dijo, y los siete angustiosos años que dediqué a resolver tan enrevesado enigma bien valieron la pena cuando (amanecía, este viaje sólo podía hacerse en una hora tan simbólica) golpeé muy delicadamente una puerta situada en un lugar que he jurado no revelar, y una anciana muy pulcra me recibió con una sonrisa. Te estábamos esperando, me susurró, y mucho tuve que contenerme para no llorar.

            Una veintena larga de personas se afanaban en una sala ni pequeña ni grande, y cuya principal peculiaridad es que sus paredes y techo eran de cristal. Dos o tres de los presentes se volvieron hacia mí y me dieron la mano, incluso un señor perfectamente trajeado me palmeó la espalda. Así que tú eres el que viene a sustituir a Agnes, y yo asentí sin saber muy bien si eso era verdad (luego resulto que sí era verdad). Tras los protocolarios saludos se me asignó una mesa de dibujo, unos lápices muy usados, y se me dijo que tenía que diseñar una autocumulus caballa para dentro de dos horas, la anciana (a la que acertadamente identifiqué con Agnes) no me dejó que abriera la boca, hoy vamos fatal, ponte manos a la obra.
            Os ahorraré las peripecias del aprendizaje, tan áspero como el de cualquier otra disciplina. Bastará con que sepáis que mis dieciocho primeros proyectos acabaron en la papelera, inmisericordemente rechazados por una Agnes a la no me costó odiar. Mi ego, órgano del que hasta entonces yo creí carecer, sufrió un acoso en toda regla, especialmente cuando se me echó en cara que el nimbostratus que acababa de pergeñar era demasiado evanescente. Pero llegó una mañana de finales de noviembre (la luz entraba a empujones por las ventanas, una luz mortecina y fugaz) en que Agnes cogió mi proyecto (era el número diecinueve, cualquier persona versada en la cábala comprenderá lo poco que el azar tuvo que ver en lo que a continuación aconteció), lo levantó ante sus ojos, y simplemente me dijo que ya se podía ir tranquila. Sus compañeros aplaudieron, algunos incluso parecieron llorar, bebimos con apresuramiento un champagne tibio que alguien había traído y despedimos a Agnes hasta siempre, nadie me contó porqué se iba.
            Pasaban los años, las estaciones. Bastará con que sepáis que mi pericia creció, y que a los pocos meses de mi llegada hasta se me permitió diseñar cirrus Kevin-Helmholtz. También creció mi curiosidad, pero todas mis pesquisas por saber quién me ingresa cada mes un salario ni escaso ni abundante se han encontrado con el (un punto) condescendiente silencio de mis compañeros. Sólo en una ocasión, y gracias quizás al alcohol con el que festejábamos la inminente Nochebuena, a Diana se le escapó algo sobre el Primer Diseñador, aquel que descubrió el secreto de las nubes. No digas a nadie lo que te acabo de contar, me apremió, con una mueca que oscilaba entre la embriaguez y el temor, para a continuación apresurarse a besarme, menos impelida por el amor que por el deseo de emborronar sus palabras, que al día siguiente negaría haber pronunciado.
Tengo mis vacaciones pagadas (un mes, tiempo que normalmente empleo en viajar a países sin nubes, de perpetuos cielos azules), Félix mencionó en cierta ocasión (no sé si en broma) que incluso tenemos un convenio colectivo, no me consta que alguna vez se haya hecho huelga. Ignoro quién lleva a cabo, cómo se llevan a cabo (no me atrevo a decir se construyen: se me antoja un verbo demasiado funcionarial) las nubes que nosotros diseñamos. Se han ido compañeros, han llegado sustitutos, a mis sucesivas novias les conté que trabajo en algo relacionado con el clima, una cosa así como medio científica: mi actual mujer, de letras puras, dejó de indagar tras una explicación en que abundaban términos como troposfera o hidrocarburos. No tuve la sensación de estar engañándola, y de hecho no era así.

            Sin embargo, no me gustaría que sacaseis conclusiones apresuradas. Los poetas (¡qué impunidad les concede su estatus! ¡qué arrogancia, cuando no estupidez, hay en sus ensoñaciones!) gustan de pensar una vida idílica para el que se dedica a mirar las nubes. Nada más lejos de la realidad, cuando tienes que llenar unas cielos bulímicos sin la posibilidad de utilizar los bocetos ya usados. Cada día hay que empezar de nuevo, cada mañana supone un reto que ha exprimido los nervios de más de uno, yo mismo estuve de baja varios meses: una niebla grumosa ocupó mi cabeza, y no creí conveniente rectificar al medico que me diagnosticó una vulgar depresión.
            Pero eso no es nada en comparación con el mayor de nuestros males, con nuestra herida secreta, con esa ominosa certidumbre que ha de asediar mis últimos días, cada vez más cercanos Vosotros (y nunca sabréis cómo os envidio por ello) os podéis refugiar en la cómoda fe de un cielo que se os dará como premio si sois buenos. Nosotros (y nunca sabréis cómo se sufre por ello) somos dolorosamente conscientes de que allí no hay nada, apenas las nubes que con tanto trabajo diseñamos. 

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