No
envidiéis mi trabajo. Los poetas (¡qué daño no habrán hecho! ¡qué realidades no
habrán distorsionado!) forjaron una imagen de nosotros, los diseñadores de
nubes, que nos ha marcado para siempre, exiliados en un limbo de ensoñación y
fantasía. Ese tópico que nos atribuye una vida ensimismada y vagorosa fue (he
de reconocerlo) el que me condujo por una senda que, era tarde cuando me di
cuenta, no tiene marcha atrás. Moriré, pues, ideando estratos y cúmulos,
poblando cielos infinitos con estas promesas de lluvia que tan necesarias son
tanto para la fertilidad de los campos como para la imaginación de los hombres.
Yo nací como uno más de vosotros,
jugué a vuestros mismos juegos, sufrí engañado por los mismos o muy parecidos
amores. Entonces yo levantaba la cabeza (quién no lo ha hecho alguna vez, puede
que ahora mismo lo estéis haciendo muchos de vosotros) y sentía que estaba
protegido por aquella bóveda azul, cruce afortunado entre un escudo y una
metáfora. Los fenómenos meteorológicos (deliciosos unos, vengativos otros,
aleatorios todos) se me antojaban un capricho más de la naturaleza, y rara vez
me planteé siquiera pensar en sus motivos últimos, en las razones por las
cuales la nieve acude a su cita invernal, o el viento ansía comprobar la
solidez de las cosas. Aquella comprensión habría necesitado una mayor capacidad
de entendimiento, si aun yo me hubiera planteado sacar una lógica al pedrisco,
a la lluvia, a los tornados.
A las nubes. Sí, porque fue en los amenes de
mi adolescencia (a mediados de abril, justo el día en el que los cielos de
repente abren el telón, y dejan en mitad de ese fabuloso escenario una nube
solitaria) cuando la curiosidad me hizo ver aquel espectáculo de una forma
distinta. Los transeúntes que me rodeaban, desconocidos y conocidos, no daban
muestra de reparar en aquella deslumbrante aparición que, como una epifanía,
parecía dirigirse personalmente a mí. Y no lo hacía con la compacta arrogancia
que desprenden las nubes de los cuadros barrocos, sino con la sencillez de las
palabras medio susurradas, de las verdades apenas intuidas, palabras y verdades
que se abrieron paso en mis pensamientos y me hicieron reflexionar: no hay dos
nubes iguales.
El primer amor, el primer zarpazo de
la enfermedad (esa embajadora de la muerte): os ofrezco dos ejemplos para que
entendáis el devastador impacto que tuvo en mí aquel descubrimiento no sé si
atroz o providencial, quizás ambas cosas. A partir de ese momento, y rechazando
obligaciones y placeres, dediqué mis días a cerciorarme de mi primer pálpito, y
descubrí tan extasiado como contrito que sí, que no había dos nubes iguales. A
pesar de la simplicidad de su materia, de la escasa paleta de sus colores, de
los imperativos de la aerodinámica, de la tiranía de las condiciones atmosféricas:
no existían dos nubes iguales. De ahí a admitir un concepto tan agotador como
el infinito no había más que un paso, que no tardé en franquear, para caer en
brazos de la fiebre, luego me dijeron que también del delirio.
Durante unos días interminables, encerrado en la habitación de un
hospital en la que no había ventanas, mis pensamientos (que no mi mirada)
frecuentaron los cielos, intentando refutar la aplastante evidencia. Y sólo
cuando tomé la determinación que habría de marcar mi vida volví a abrir los
ojos, para comunicar a mi atribulada familia, que me rodeaba en angustiosa
vigilia, que iba a diseñar nubes.
Las cosas son si pueden ser, y para
poder ser han de tener un nombre: el silogismo no es mío, pero lo suscribo sin
ambages. En el diccionario dormía la preciosa palabra nefelibata: dícese
del soñador, del que anda por las nubes, y al descubrirla supe que el primer
obstáculo hacia mi nueva vida estaba derruido: yo ya sabía lo que era, y el
conocimiento de uno mismo es la esencia de la felicidad. Más inopinado, mucho
menos evidente fue el descubrimiento de que los nefelibatas no frecuentaban las
muy tecnológicas agencias de meteorología, sino las oscuras garitas donde
malviven los filósofos. Tras arduas pesquisas, fue un hegeliano alto y barbudo,
con evidentes signos de vivir en perpetua embriaguez, el que me dio la pista
definitiva. Busca una academia que no existe, y encontrarás a unas personas que
nunca fueron, me dijo, y los siete angustiosos años que dediqué a resolver tan
enrevesado enigma bien valieron la pena cuando (amanecía, este viaje sólo podía
hacerse en una hora tan simbólica) golpeé muy delicadamente una puerta situada
en un lugar que he jurado no revelar, y una anciana muy pulcra me recibió con
una sonrisa. Te estábamos esperando, me susurró, y mucho tuve que contenerme
para no llorar.
Una veintena larga de personas se
afanaban en una sala ni pequeña ni grande, y cuya principal peculiaridad es que
sus paredes y techo eran de cristal. Dos o tres de los presentes se volvieron
hacia mí y me dieron la mano, incluso un señor perfectamente trajeado me palmeó
la espalda. Así que tú eres el que viene a sustituir a Agnes, y yo asentí sin
saber muy bien si eso era verdad (luego resulto que sí era verdad). Tras los
protocolarios saludos se me asignó una mesa de dibujo, unos lápices muy usados,
y se me dijo que tenía que diseñar una autocumulus caballa para dentro de dos
horas, la anciana (a la que acertadamente identifiqué con Agnes) no me dejó que
abriera la boca, hoy vamos fatal, ponte manos a la obra.
Os ahorraré las peripecias del
aprendizaje, tan áspero como el de cualquier otra disciplina. Bastará con que
sepáis que mis dieciocho primeros proyectos acabaron en la papelera,
inmisericordemente rechazados por una Agnes a la no me costó odiar. Mi ego,
órgano del que hasta entonces yo creí carecer, sufrió un acoso en toda regla,
especialmente cuando se me echó en cara que el nimbostratus que acababa de
pergeñar era demasiado evanescente. Pero llegó una mañana de finales de
noviembre (la luz entraba a empujones por las ventanas, una luz mortecina y
fugaz) en que Agnes cogió mi proyecto (era el número diecinueve, cualquier
persona versada en la cábala comprenderá lo poco que el azar tuvo que ver en lo
que a continuación aconteció), lo levantó ante sus ojos, y simplemente me dijo
que ya se podía ir tranquila. Sus compañeros aplaudieron, algunos incluso
parecieron llorar, bebimos con apresuramiento un champagne tibio que alguien
había traído y despedimos a Agnes hasta siempre, nadie me contó porqué se iba.
Pasaban los años, las estaciones.
Bastará con que sepáis que mi pericia creció, y que a los pocos meses de mi
llegada hasta se me permitió diseñar cirrus Kevin-Helmholtz. También creció mi
curiosidad, pero todas mis pesquisas por saber quién me ingresa cada mes un
salario ni escaso ni abundante se han encontrado con el (un punto)
condescendiente silencio de mis compañeros. Sólo en una ocasión, y gracias
quizás al alcohol con el que festejábamos la inminente Nochebuena, a Diana se
le escapó algo sobre el Primer Diseñador, aquel que descubrió el secreto de las
nubes. No digas a nadie lo que te acabo de contar, me apremió, con una mueca
que oscilaba entre la embriaguez y el temor, para a continuación apresurarse a
besarme, menos impelida por el amor que por el deseo de emborronar sus
palabras, que al día siguiente negaría haber pronunciado.
Tengo mis vacaciones pagadas (un mes, tiempo que normalmente empleo en
viajar a países sin nubes, de perpetuos cielos azules), Félix mencionó en
cierta ocasión (no sé si en broma) que incluso tenemos un convenio colectivo,
no me consta que alguna vez se haya hecho huelga. Ignoro quién lleva a cabo,
cómo se llevan a cabo (no me atrevo a decir se construyen: se me antoja
un verbo demasiado funcionarial) las nubes que nosotros diseñamos. Se han ido
compañeros, han llegado sustitutos, a mis sucesivas novias les conté que
trabajo en algo relacionado con el clima, una cosa así como medio científica:
mi actual mujer, de letras puras, dejó de indagar tras una explicación en que
abundaban términos como troposfera o hidrocarburos. No tuve la
sensación de estar engañándola, y de hecho no era así.
Sin embargo, no me gustaría que
sacaseis conclusiones apresuradas. Los poetas (¡qué impunidad les concede su
estatus! ¡qué arrogancia, cuando no estupidez, hay en sus ensoñaciones!) gustan
de pensar una vida idílica para el que se dedica a mirar las nubes. Nada más
lejos de la realidad, cuando tienes que llenar unas cielos bulímicos sin la
posibilidad de utilizar los bocetos ya usados. Cada día hay que empezar de
nuevo, cada mañana supone un reto que ha exprimido los nervios de más de uno,
yo mismo estuve de baja varios meses: una niebla grumosa ocupó mi cabeza, y no
creí conveniente rectificar al medico que me diagnosticó una vulgar depresión.
Pero eso no es nada en comparación
con el mayor de nuestros males, con nuestra herida secreta, con esa ominosa
certidumbre que ha de asediar mis últimos días, cada vez más cercanos Vosotros
(y nunca sabréis cómo os envidio por ello) os podéis refugiar en la cómoda fe
de un cielo que se os dará como premio si sois buenos. Nosotros (y nunca
sabréis cómo se sufre por ello) somos dolorosamente conscientes de que allí no
hay nada, apenas las nubes que con tanto trabajo diseñamos.
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