Confieso que cuando oí la manida
cantinela de que es mejor pedir que robar y que mi único delito es no encontrar
trabajo, bajé los ojos hacia la puntera de mis Martinelli. Estaba maldiciendo
en secreto la lentitud del idioma castellano en inventar una palabra (como han
hecho los americanos con Homeless o
los franceses con eso tan delicioso de Sans
Domicile Fixe) que burocratice esas presencias molestas y, por tanto, nos
despoje del desasosiego que nos causan, cuando algo me hizo enderezarme y
prestar atención. Cada una de las calamidades que conformaban su particular
recuento se abría con un Otrosí digo
que, en labios de un esquimal, no hubiera sonado más extraño. Ese perfil de
denario, esa mirada de fuego a la que la miseria apenas ha arrebatado lustre,
esas manos... Sobre todo esas manos:
no serían muy diferentes las que le indicaban a Adán que su contrato de
arrendamiento quedaba inmediatamente cancelado y le señalaban la puta calle. No
tardé más de unos segundos en darme cuenta de que aquel tipo que pedía para
poder pagarse una pensión era el más celoso de los vigilantes de la justicia
que se hubieran conocido, el peor enemigo de corruptos y demás ralea, el azote
del mal y sus secuaces. Aquel tipo era el Juez Sanabria.
Misterios del insondable ser humano:
lo primero que sentí al identificar al Juez Sanabria (bueno, para ser
estrictos, al ex-Juez Sanabria) fue
un súbito ramalazo de melancolía. Quizá porque el comienzo de su fulgurante
carrera me pilló preparando selectividad, y no me lo pensé, papá, quiero hacer
Derecho y ser como el Juez Sanabria. A mi padre no le caía muy bien aquel tipo
tan refitolero por el que (con muy poco disimulo) suspiraba mi madre, ese sí
que es un hombre, luchando a brazo partido contra el mal y no haciendo pólizas
de seguro como tú, que eres como el ángel de la muerte. Las reticencias de mi
padre se desmoronaron cuando se enteró de que el dichoso juez de mierda
(contraviniendo el tópico de que los perdedores son generosos y humanos, mi
padre siempre ha gastado una mala leche que tumba) tenía un rollo con Vanessa
Rickenbacker, una modelo de piernas kilométricas que declaraba haber encontrado
junto al Juez su verdadera vocación, a partir de ahora mi único desfile será
por la Justicia. Sea como fuere, mi padre accedió a que estudiara Derecho, con
lo que un día partí hacia la facultad, resonándome aún en los oídos sus
palabras de despedida (¿he dicho ya que tenía muy mala leche?), suerte, hijo
mío, y no te preocupes si no triunfas como Juez o Fiscal, ser abogado tampoco es
tan deshonroso.
Aquel primer año de carrera
coincidió con los grandes éxitos del Juez Sanabria. De encarcelar
narcotraficantes pasó a enchironar políticos, concitando los rugidos de
satisfacción de periodistas y tertulianos, que aplaudieron a rabiar tal medida
hasta que se lo impidieron las esposas. Ya por entonces yo no me atrevía a
salir de casa sin haberme embadurnado a conciencia de Habeas Corpus, el perfume que comercializaba el Juez y cuyas
ganancias destinaba (por supuesto) a media docena de ONG's. Tampoco me perdía
ninguno de sus programas de televisión, Dura
Lex, Sed Lex o El peso de la Toga, incluso
llegué a aprender algo de francés con su curso interactivo Causes Celèbres. En fin, aquel hombre incorruptible, al que no
afectaban ni las maledicencias de sus enemigos ni los halagos de sus
seguidores, era mí ídolo, y conforme aumentaba la audacia de sus
incriminaciones (llegó a descabezar medio sistema financiero con una sola
sentencia, o a pedir la extradición de
los descendientes del General Custer por
manifiesto desprecio de minoría racial) mi admiración rozaba la idolatría,
lo que me trajo no pocos problemas con Marta, mi novia de entonces, que veía en
aquel paladín de la ética y la moral un obstáculo para su pretensión de que yo
montara, al acabar la carrera, algo tan alejado de esos principios como una
Inmobiliaria, sí, sí, mucho rollo con la Justicia, pero ¿cómo vamos a sacar
dinero para comprarnos el pisito?.
Fue cortar con Marta, y, casi
simultáneamente, la estrella del Juez Sanabria empezó a oscurecerse. Su
incontestable liderazgo moral estomagaba a más de uno, y la desafortunada
sentencia en la que tronaba contra los que no pedían las facturas con el IVA
generó el primer distanciamiento con sus acólitos, que decían que una cosa es
una cosa, pero que otra cosa es otra cosa. A tal desliz siguió el affaire Tizziani, en el que la conocida
actriz confesó llorosa que el Juez apenas prestaba atención a sus indudables
encantos por estar más preocupado en perseguir criminales, y por eso había
intentado suicidarse, no sin antes avisar a todas las televisiones. El público
se distanció de él con la misma rapidez con que lo habían adoptado como gurú, y
cuando el Juez se autoinculpó ante el Supremo por haberse saltado un paso de
cebra, los buitres de la prensa y los pocos políticos que aún quedaban en la
calle se aprestaron a hacer leña del árbol (¿o tendría que decir del ángel?) caído.
Una amargura sin límites me trepó al
recordar aquel proceso infame: el Juez
Sanabria se empeñó en hacer de su propio Fiscal, y se acusó públicamente
de conducta temeraria indigna de un probo ciudadano. En una sesión espeluznante
convenció a todos los miembros de la Sala de que era un peligro público, y que
el mejor ejemplo que podía dar a las nuevas generaciones era purgando su culpa
en el más cruel de los presidios. Los jueces, conteniendo las lágrimas, se
limitaron a desposeerle de su condición de Letrado, y no aceptaron su recurso
de apelación, en el que impugnaba la sentencia por ser demasiado benévola.
Desde su salida del Tribunal, nadie había
vuelto a saber nada de él. Y ahora yo lo tenía frente a mí, con la palma de la
mano extendida en posición de súplica. El tren había llegado a mi estación, y
aproveché para rebuscar apresuradamente en los bolsillos. Cuando por fin di con
una moneda la deposité con respeto sobre aquella mano que con tanta firmeza había
empuñado el mazo de la justicia. El juez pareció sopesarla durante unos instantes,
y sin sonreír me miró fijamente: circule, joven, me dijo con aspereza, está
infringiendo el artículo 123, apartado 2º B, en el que se insta a los pasajeros
a no bloquear la entrada al vagón so pena de multa. Qué tío, recuerdo que pensé
admirado mientras salía a toda leche del vagón, no ha perdido el swing.
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