A
finales de los setenta, en cualquier concierto de rock que tuviera lugar entre
Nueva York y Los Angeles, el ritual se cumplía con la precisión de un reloj
suizo. En un descuido del servicio de seguridad, algún melenudo particularmente
ágil saltaba al escenario y arrancaba la ovación de la noche exhibiendo una
pancarta en la que se leía: “Disco Sucks”.
¿Cómo pudo un estilo musical tan frívolo e intrascendente concitar el odio de
toda la comunidad rockera? ¿Tanto les ofendían los ritmos cuadriculados, el
vuelo rasante de los violines, el brillo de las lentejuelas? ¿No sería que aquellos
fieles adoradores de la sacrosanta guitarra eléctrica, secretamente hartos de
punteos inacabables y de cantantes con garganta de titanio, contemplaban con disimulada
envidia el hedonismo y la diversión que se cocía en las discotecas?
Sincronicemos
nuestros relojes: hoy hace cuarenta años que salió “Saturday Night Fever”, el
doble LP que lo cambió todo. No
fueron pocos los hitos musicales de aquel lejano 1977: surgió el punk (con el
debut discográfico de The Clash y Sex Pistols), vieron la luz cumbres del rock
adulto como “Hotel California” y “Rumours”, un gafoso Elvis Costello empezó a
dar la murga con “My Aim is True”, David Bowie publicó su última gran obra
(“Heroes”), descubrimos el pop sinfónico gracias a un tipo de alto tonelaje que
respondía al muy apropiado alias de Meat Loaf… Pero ninguno de estos
acontecimientos trepó a las alturas sociológicas de “Fiebre del sábado noche”,
banda sonora de una película perfectamente olvidable, pero que supuso el
surgimiento de una cultura de baile y evasión que convirtió a las discotecas en
el centro de la vida juvenil, en su ágora y su parlamento, en su trinchera y su
Sodoma. Si bien su aparición es muy anterior (en España lo hicieron bajo la
enternecedora denominación de Boîtes),
las discotecas eran un sitio para reunirse, para beber (y fumar esto y aquello,
ya me entendéis), para ligar e incluso para escuchar música enrollada. Pero desde que la gran
pantalla descubrió las contorsiones de aquel desgalichado Tony Manero, las
discotecas aumentaron drásticamente su repertorio de funciones: en ellas sobre
todo se iba a bailar.
Buena
culpa de ese cambio cultural la tienen tres hermanos ingleses y paliduchos (valga
la redundancia), emigrados a Australia en su juventud, donde aprendieron a
hacer canciones y adoptaron el nombre de Bee Gees. A su vuelta a Gran Bretaña
alcanzan el éxito como compositores e intérpretes de pop melódico, hasta que la
inevitables peleas fraternas (ni siquiera en esto son originales los hermanos
Gallagher) deshicieron el grupo. Pasaron los años, y ciertas necesidades
monetarias borraron las antiguas querellas, por lo que los hermanos Gibb se
volvieron a reunir. Tras trasladarse a Florida (por consejo de Eric Clapton),
olfatearon lo que hoy llamamos un “nicho de mercado”: aunque había una parte
del público blanco que, ahítos de caras ocultas de la luna y de escaleras al
cielo, quería mover el esqueleto, el funk se les antojaba demasiado salvaje,
demasiado tórrido, demasiado (digámoslo todo) negro. Nadie mejor que los sonrosados hermanos Gibb para quitarle
color al asunto. Tras algunas tentativas, la fórmula empieza a cuajar: letras
escapistas (nada de la turbia sexualidad de, por ejemplo, “Lady Marmalade”),
falsetes celestiales (cortesía de Barry, el mayor de los hermanos), violines
rampantes, producciones satinadas… Con “Jive Talkin’” consiguen, en 1975,
llegar al número 1, y durante un par de años largos no habrá quien les baje de
allí.
Por
entonces, su productor Robert Stigwood estaba trabajando en una película de
bajo coste, cuya peculiaridad consistía en adentrarse en un submundo
relativamente desconocido: el de los jóvenes que dedicaban el ocio de sus fines
de semana a bailar en las discotecas, como alivio a su alienante vida laboral.
Aunque parezca imposible, el proyecto tenía un embrionario contenido social,
pues pretendía reflejar esa Nueva York deprimente y áspera que no solía salir
en las grandes producciones. Asumiendo que la banda sonora debía ocupar un
papel primordial, Stigwood contactó al principio con artistas como Stevie
Wonder y Boz Scaggs, suministradores de soul bailable de calidad. Pero, por un
tema de derechos (y con la icónica escena del baile de Travolta ya filmada), se
hubo de renunciar al soundtrack ya utilizado y buscar uno nuevo. Y allí
estaban, con su sonrisa Profiden y sus camisas con cuello de gaviota, los tres
hermanos Gibb, que aportaron seis canciones y se encargaron de reclutar un
puñado de músicos solventes (David Shire, KC & The Sunshine Band, Kool
& The Gang, The Trammps…) para completar el lote.
El
resto es historia. Cuarenta millones de copias vendidas, cinco premios Grammy,
altísima consideración en las listas de los mejores álbums de todos los
tiempos… Es verdad que, como casi siempre ocurre, lo peor fueron los epígonos,
esos músicos de medio pelo que se subieron sin pudor al carro (¡hasta Mick
Jagger lo intentó, con cierta gracia en “Miss You”, sin puta gracia en
“Emotional Rescue”!) y que llenaron las ondas de estribillos machacones y
melaza sonora (mención especial para ese estomagante invento llamado EuroDisco,
del que aún nos estamos reponiendo). Los propios hermanos Gibb no tardaron en
repetirse una y otra vez, hasta que fueron discretamente apartados un par de
años después de las lista de éxitos, colonizadas por lo que se llamó New Wave.
Acabó el siglo, vino el nuevo milenio, murió Maurice, murió Robin, solo Barry
sigue arrastrando por los escenarios su imponente pelucón. Los millenials (¡qué plaga!) ya hace mucho
que han desertado de las discotecas: según me confesó una veinteañera “nosotros
ya salimos ligados de casa”, ellos se lo pierden. Sin embargo, en la República
del Karaoke, en el Reino Unificado de las Despedidas de Soltero / Soltera, en
la Confederación de las Reuniones de ExAlumnos, la ceremonia de izado de
bandera coincide siempre con “Stayin’ Alive”, ese momento fundacional en el que
todos, sin excepción, hacemos el ridículo señalando con el índice una
imaginaria bola de espejos.
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