miércoles, 15 de noviembre de 2017

¡Bailad, bailad, malditos!


A finales de los setenta, en cualquier concierto de rock que tuviera lugar entre Nueva York y Los Angeles, el ritual se cumplía con la precisión de un reloj suizo. En un descuido del servicio de seguridad, algún melenudo particularmente ágil saltaba al escenario y arrancaba la ovación de la noche exhibiendo una pancarta en la que se leía: “Disco Sucks”. ¿Cómo pudo un estilo musical tan frívolo e intrascendente concitar el odio de toda la comunidad rockera? ¿Tanto les ofendían los ritmos cuadriculados, el vuelo rasante de los violines, el brillo de las lentejuelas? ¿No sería que aquellos fieles adoradores de la sacrosanta guitarra eléctrica, secretamente hartos de punteos inacabables y de cantantes con garganta de titanio, contemplaban con disimulada envidia el hedonismo y la diversión que se cocía en las discotecas?

Sincronicemos nuestros relojes: hoy hace cuarenta años que salió “Saturday Night Fever”, el doble LP que lo cambió todo. No fueron pocos los hitos musicales de aquel lejano 1977: surgió el punk (con el debut discográfico de The Clash y Sex Pistols), vieron la luz cumbres del rock adulto como “Hotel California” y “Rumours”, un gafoso Elvis Costello empezó a dar la murga con “My Aim is True”, David Bowie publicó su última gran obra (“Heroes”), descubrimos el pop sinfónico gracias a un tipo de alto tonelaje que respondía al muy apropiado alias de Meat Loaf… Pero ninguno de estos acontecimientos trepó a las alturas sociológicas de “Fiebre del sábado noche”, banda sonora de una película perfectamente olvidable, pero que supuso el surgimiento de una cultura de baile y evasión que convirtió a las discotecas en el centro de la vida juvenil, en su ágora y su parlamento, en su trinchera y su Sodoma. Si bien su aparición es muy anterior (en España lo hicieron bajo la enternecedora denominación de Boîtes), las discotecas eran un sitio para reunirse, para beber (y fumar esto y aquello, ya me entendéis), para ligar e incluso para escuchar música enrollada. Pero desde que la gran pantalla descubrió las contorsiones de aquel desgalichado Tony Manero, las discotecas aumentaron drásticamente su repertorio de funciones: en ellas sobre todo se iba a bailar.

Buena culpa de ese cambio cultural la tienen tres hermanos ingleses y paliduchos (valga la redundancia), emigrados a Australia en su juventud, donde aprendieron a hacer canciones y adoptaron el nombre de Bee Gees. A su vuelta a Gran Bretaña alcanzan el éxito como compositores e intérpretes de pop melódico, hasta que la inevitables peleas fraternas (ni siquiera en esto son originales los hermanos Gallagher) deshicieron el grupo. Pasaron los años, y ciertas necesidades monetarias borraron las antiguas querellas, por lo que los hermanos Gibb se volvieron a reunir. Tras trasladarse a Florida (por consejo de Eric Clapton), olfatearon lo que hoy llamamos un “nicho de mercado”: aunque había una parte del público blanco que, ahítos de caras ocultas de la luna y de escaleras al cielo, quería mover el esqueleto, el funk se les antojaba demasiado salvaje, demasiado tórrido, demasiado (digámoslo todo) negro. Nadie mejor que los sonrosados hermanos Gibb para quitarle color al asunto. Tras algunas tentativas, la fórmula empieza a cuajar: letras escapistas (nada de la turbia sexualidad de, por ejemplo, “Lady Marmalade”), falsetes celestiales (cortesía de Barry, el mayor de los hermanos), violines rampantes, producciones satinadas… Con “Jive Talkin’” consiguen, en 1975, llegar al número 1, y durante un par de años largos no habrá quien les baje de allí.

Por entonces, su productor Robert Stigwood estaba trabajando en una película de bajo coste, cuya peculiaridad consistía en adentrarse en un submundo relativamente desconocido: el de los jóvenes que dedicaban el ocio de sus fines de semana a bailar en las discotecas, como alivio a su alienante vida laboral. Aunque parezca imposible, el proyecto tenía un embrionario contenido social, pues pretendía reflejar esa Nueva York deprimente y áspera que no solía salir en las grandes producciones. Asumiendo que la banda sonora debía ocupar un papel primordial, Stigwood contactó al principio con artistas como Stevie Wonder y Boz Scaggs, suministradores de soul bailable de calidad. Pero, por un tema de derechos (y con la icónica escena del baile de Travolta ya filmada), se hubo de renunciar al soundtrack ya utilizado y buscar uno nuevo. Y allí estaban, con su sonrisa Profiden y sus camisas con cuello de gaviota, los tres hermanos Gibb, que aportaron seis canciones y se encargaron de reclutar un puñado de músicos solventes (David Shire, KC & The Sunshine Band, Kool & The Gang, The Trammps…) para completar el lote.


El resto es historia. Cuarenta millones de copias vendidas, cinco premios Grammy, altísima consideración en las listas de los mejores álbums de todos los tiempos… Es verdad que, como casi siempre ocurre, lo peor fueron los epígonos, esos músicos de medio pelo que se subieron sin pudor al carro (¡hasta Mick Jagger lo intentó, con cierta gracia en “Miss You”, sin puta gracia en “Emotional Rescue”!) y que llenaron las ondas de estribillos machacones y melaza sonora (mención especial para ese estomagante invento llamado EuroDisco, del que aún nos estamos reponiendo). Los propios hermanos Gibb no tardaron en repetirse una y otra vez, hasta que fueron discretamente apartados un par de años después de las lista de éxitos, colonizadas por lo que se llamó New Wave. Acabó el siglo, vino el nuevo milenio, murió Maurice, murió Robin, solo Barry sigue arrastrando por los escenarios su imponente pelucón. Los millenials (¡qué plaga!) ya hace mucho que han desertado de las discotecas: según me confesó una veinteañera “nosotros ya salimos ligados de casa”, ellos se lo pierden. Sin embargo, en la República del Karaoke, en el Reino Unificado de las Despedidas de Soltero / Soltera, en la Confederación de las Reuniones de ExAlumnos, la ceremonia de izado de bandera coincide siempre con “Stayin’ Alive”, ese momento fundacional en el que todos, sin excepción, hacemos el ridículo señalando con el índice una imaginaria bola de espejos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario