El
primer aniversario de la muerte de Leonard Cohen me ha obligado (¡bendita
obligación!) a revisitar el cancionero del bardo canadiense. No he
experimentado grandes sorpresas: lo frecuento a menudo, algunas de sus
canciones siguen escuchándose sin interrupción, no parece que su fallecimiento
haya menguado su prestigio como chansonnier
postmoderno. De todo su repertorio siempre he preferido el atípico “I’m your
man”, pues se me antoja irresistible esa mezcla de poesía y cinismo,
interpretada al compás de un teclado Casio de baratillo. Muchos de sus versos
(¡marchando una ración de confesiones impúdicas!) han servido para dar lustre a
mis tartamudeantes intentos de cortejar a una dama, y no siempre sin resultado.
Y en más de una ocasión he toreado las destempladas recriminaciones de mis
parejas soltando como al desgaire:
“ (…) So you can stick
your little pins in that voodoo doll.
I'm very sorry, baby,
doesn't look like me at all (…)”
“Puedes pinchar tus alfileres en ese muñequito de vudú / Lo siento mucho,
baby, pero no se parece nada a mí” (“Tower of song”). ¡Qué tío! ¡No me extraña
que tantas mujeres se volvieran locas por él! Si Woody Allen dijo que le
gustaría reencarnarse en los dedos de Warren Beatty (prototipo de seductor
hollywoodense), supongo que no somos pocos a los que nos encantaría poseer el
pausado carisma y la voz acariciante del señor Cohen, elegante tanto con las
mujeres como con sus sucesivas bancarrotas.
Pero la escucha de sus discos y, en especial, el disfrute de sus letras me
han provocado otra reflexión, algo más abstracta pero quizás interesante. Tras
años de seguir su carrera musical, en 2011 me decidí a leer algo de su
producción poética, y en un viaje a Asturias aproveché para adentrarme en
“Flores para Hitler”. Seamos justos: se trata de un texto de esos que la
crítica etiqueta rápidamente como “de búsqueda de su propia voz”. En sus poemas
(y en “El nuevo paso”, una especie de pequeña obra de teatro pomposamente
subtitulada “Un Ballet-Drama de un
acto”) se adivinaban los temas que con posterioridad (el poemario es de 1964,
tres años antes de que sacara su primer disco) abundarían en sus canciones: el
amor, el pesimismo inteligente, el desamor, el ansía de inmortalidad, el amor,
la desazón ante la espiritualidad, el desamor… Sin embargo (quizás estaba yo
revenido por entonces, quién sabe) aquellos recitados tan cohenianos se me
hacían espesos, innecesariamente enfáticos, demasiado largos y farragosos. De
repente lo comprendí, la frase que encabeza este texto se me apareció diáfana,
resolutiva: “Libertad, cuántos malos poemas se han perpetrado en tu nombre”.
Voluptuosamente ajeno a cualquier límite, el joven Leonard se dejaba llevar sin
freno por su musa, incapaz de ponerle coto, recreándose en su propia facilidad expresiva:
es el mismo reproche que puedo hacer a buena parte de la poesía contemporánea,
que confunde la falta de reglas con el “todo vale”, gracias a lo cual
cualquiera se puede creer vanguardista simplemente por llevar al papel (sin
necesidad de filtro alguno) lo primero que se le viene a la cabeza. ¡Qué harto
estoy de todo ese surrealismo de garrafón al que tan aficionados son los
jurados de poesía, y que con tanto ardor premian: “no entiendo lo que dice,
pero intuyo que hay algo muy intenso en esos versos”! ¡A otro perro con ese
hueso!
Pero volvamos con nuestro héroe: años después, ese mismo Cohen incapaz de
ajustarse a la esencia de las cosas (como dicen los contables: el papel lo
aguanta todo) se tiene que enfrentar a las imposiciones de la composición
musical, a la frontera no escrita pero infranqueable de los cuatro minutos, y
el milagro se produce: costreñido por una métrica y unos ritmos, sus poemas
ganan en concisión, en profundidad, en economía narrativa. El magma de “Flores
para Hitler” se embrida sin perder sustancia, se hace preciso, quirúrgico. ¡Qué
lástima que su colega Dylan no siguiera su ejemplo, y continuara con sus
interminables y a menudo incomprensibles jeremiadas!
Vuelvo a “I’m your man”, me dejó mecer por su minimalismo sonoro, por el
laconismo casi zen de sus letras. La imagen es poderosa: un señor bien
trajeado, con su inseparable Fedora en la cabeza, transita por un mundo de
fugaz melancolía. De repente, un recuerdo trepa por mi memoria, se abre paso a
codazos: ¿cómo se llamaba (¿Marta? ¿María? Tenía el pelo alborotado y la
sonrisa no se le caía de la boca, de eso sí que me acuerdo…) aquella chica a la
que abordé con estos versos?:
I don't need to be forgiven for loving you so much
It's written in the scriptures
It's written there in blood
I even heard the angels declare it from above
There ain't no cure, There ain't no cure for love”
It's written in the scriptures
It's written there in blood
I even heard the angels declare it from above
There ain't no cure, There ain't no cure for love”
(“No necesito ser
perdonado por amarte tanto / Está escrito en los Evangelios / Allí está escrito
con sangre / Incluso he escuchado ángeles declarándolo desde allá arriba / No
hay remedio para el amor”)
El trovador de Montreal se fue hace un año sin hacer ruido. Y desde
entonces ruego por no cruzarme por la calle con Marta (o María): no sabría qué
decir.
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