Sigo
haciéndome propósitos de año nuevo. Eso sí: todos me pillan dentro de la zona
de confort, que fuera se está muy mal, muy a trasmano (¡por algo se la llama de confort!). De momento he puesto en
práctica uno que me ronda desde hace tiempo: si un libro no me engancha a las
cien páginas, cada cual por su camino y aquí paz y después gloria. Eso no
quiere decir que sea malo, simplemente que no está hecho para mí. Quedamos como
amigos (al menos eso nos decimos), y punto. Reconozco que desde siempre me ha
costado mucho dejarlos a medias: mi sustrato pequeñoburgués me impelía a seguir
leyendo, a agradecer al autor con mi esfuerzo las muchas horas que había
dedicado, los innúmeros ratos de soledad que le había costado finiquitar su
obra, la cantidad de programas de televisión que se había perdido por su
empecinamiento. Pero llega un momento en el que (refutando el celebérrimo poema
de Mallarmé) te das cuenta que hay muchísimos libros esperando a que les des
una oportunidad, y que perder el tiempo con uno que no te está gustando es un
error de libro (nunca mejor dicho).
Si
hago memoria, apenas habrá sido una docena los libros que, a lo largo de mi
vida, han vuelto a la estantería sin haberme desvelado su final. Recuerdo que
comencé a leer “El valle de los avasallados” con gran interés (no en vano es la
novela que inspiró a Jean-Claude Lauzon ese desasosegante poema fílmico que es
“Léolo”), pero su diatriba adolescente (“todos los adultos sois malos y
tontos”) se me hizo enormemente repetitiva y panfletaria (además, el abuso de
los signos de admiración me puso de los nervios). Otra majadería ortográfica
(casi todas las frases acaban con puntos suspensivos) me llevó a aparcar
“Muerte a crédito”, del ahora muy mentado Louis-Ferdinand Céline, a pesar de
que su “Viaje al final de la noche” se me aparece como una de las grandes
novelas del siglo (apunte mental: me gustaría releerla). “Las gomas”, de Alain
Robbe-Grillet: todo lo nouveau roman que
se quiera, pero un coñazo de mucho cuidado, le di boleto a la enésima vez en
que me perdí (¿pero quién es este nuevo personaje? ¿y por qué hace lo que hace?).
“La chica del pelo raro” es una recopilación de cuentos de David Foster
Wallace, y su manierismo impostado (era como ver a esos jugadores de fútbol que
se regatean a sí mismos) me llevó a decirle: hasta luego, Lucas. Un poco
diferentes fueron las razones por las que cerré abrumado “Paradiso”: joder, me
dije, no soy lo suficientemente culto como para entender una mierda. Quizás
cuando completé cuatro o cinco carreras más (arte, filologías variadas,
literatura comparada y santería) me atreva a volver con el opus magnum de Lezama Lima.
Pero
de todos los libros que me han derrotado (sí, admitámoslo: es una derrota), el
que más me duele haber abandonado fueron los diarios de Kafka. No me andaré con
chiquitas: he leído prácticamente toda la obra del checo (hum, más bien del
praguense), y estoy convencido de que es el escritor más importante del siglo XX,
por lo menos para mí. Sin embargo (y lo he intentado dos veces), sus memorias
se me han atragantado, no he sido capaz de integrarlas en mi fascinación por el
autor de “El Proceso”. Sus numerosísimas alusiones a la vida y espiritualidad
judías (que al principio se hacen hasta graciosas) van llenando el texto de
grumos, y llega un momento en el que la ciénaga de términos yiddish (que el traductor ha considerado
oportuno mantener en su lengua original) te impide avanzar, convierte todo en
una especie de parodia a lo Woody Allen (“Anoche vi al rabino, y me dijo que
llevaba mal puesto mi dhobbik. Yo le
respondí que era porque había comido hubmishka,
y él me respondió que bromeaba como un trumllinkerk,
y ambos acabamos con un rymllush de
mucho cuidado”). En fin, espero que, cuando acceda a la circuncisión y me haga
sionista, sea capaz de entender qué coño es un hubmishka (y cuántas calorías tiene).
A
esta lista de amores frustrados acabo de añadir otra supuesta obra maestra: “La
región más trasparente”, de Carlos Fuentes. Ya venía advertido: hace años leí
su “Cambio de piel”, y me pareció un tostón pretendidamente vanguardista, que
acabé con las mismas energías con las que un gregario alcanza, con más de una
hora de retraso respecto del maillot amarillo, la cima del Tourmalet. A pesar
de todo, empecé con bríos “La región…” (que casi comparte título con otro de
los ochomiles de la literatura epatante-que-te-cagas, a cargo del señoritingo
Juan Benet), y por unas páginas creí que me iba a quitar el mal sabor de boca
que me dejo “Cambio de piel” (la escena de la huida de los prófugos no está
mal). Pero poco a poco todo fue derivando hacia esa melaza intelectualoide tan
propia de finales de los cincuenta del siglo XX, y cada cucharada que me iba tragando
se me hacía más y más insufrible. En resumen: que le di carpetazo sin
remordimientos. La vida es corta, y hay muchos libros que leer, me recordé. Y
en esas ando.
Caramba, qué superproducción la suya! Se depista una un momento y tiene que comentar tropecientos posts! (Seguramente es muy pronto para romper mis promesas, pero, me perdonará usted si alguna vez no lo hago, verdad?)
ResponderEliminarVeamos, que un libro no le enganche no quiere decir en absoluto que no sea para usted. simplemente no es para usted "en ese momento de su vida". Cuántos libros, que en su momento se convirtieron para nosotros en Biblias, releídos al cabo de un tiempo nos parecen un verdadero tostón? y al contrario, obras que no fuimos capaces de afrontar con cierta edad, pasado un tiempo nos atrapan por su excelencia.
De la lista que usted enumera decirle que alguno de ellos a mí me parecieron una delicia, como Paradiso o Los diario de Kafka. Supongo que yo sí estaba en el momento adecuado para leerlos. Con los demás, conocedora como soy de mis limitaciones, ni siquiera lo intenté, aunque algunos esperan en mi librería el momento en que se apodere de mí la valentía suficiente para hacerlo.
Respecto a su propósito de año nuevo, no seré yo quien se lo quite de la cabeza. Hay tantísimo para leer!