lunes, 16 de noviembre de 2015

Río abajo

 
     Mañana espléndida de otoño, de esas que te echan de casa, venga, a la calle. Como lo primero es lo primero, me meto en un bar: desde hace veintipico años largos no he desayunado en casa ni una sola vez, qué triste se me antoja eso de calentarte la tostada y remover lánguidamente el café mientras escuchas las noticias de la cadena SER como si fueras un Subsecretario o un Diputado Autonómico, quita, quita. En un bar es otra cosa, hay otra alegría, el sonido de la máquina tragaperras ejerciendo de eficaz banda sonora, te lees el periódico mientras prestas atención a las conversaciones a tu alrededor, especialmente a las chicas que tienen toda la pinta de no haberse pasado por casa (…y va el tío y me dice sin cortarse un pelo…), todo es mucho más ciudadano, más convivial, dónde va a parar. Dejo el bar, ya hace calorcito, enfilo hacia Plaza de España, bajo por la Cuesta de San Vicente, llego al Manzanares, el sol me está esperando como un perrito fiel (es una imagen metida un poco con calzador, eh, que a mí los perros ni fu ni fa). En mi nada modesta opinión, el soterramiento del ramal oeste de la M-30 y el consiguiente aprovechamiento del terreno ganado para crear un parque urbano de más de 120 hectáreas (lo que se llama “Madrid Río”) ha sido la operación urbanística más importante y exitosa emprendida por los sucesivos ayuntamientos de Madrid en las últimas tres décadas, el periodo del que yo puedo dar testimonio directo. Aún recuerdo cómo era este corredor hace diez o doce años: un pasillo oscuro y sucio de tráfico infernal, una ronda de circunvalación permanentemente atascada que parecía salida de alguna película postapocalíptica de serie B, una cloaca urbana trufada de coches que apenas dejaba sitio para un atribulado Manzanares. Sé que es muy poco posmoderno alabar algo que ha sido concebido y llevado a cabo por ayuntamientos del PP (¡herejía! ¡anatema!), pero como no tengo ninguna necesidad de ser aclamado como el más progre del barrio no me cuesta admitir que, si bien en otras muchas actuaciones municipales la derecha ha metido la pata hasta el fondo, Madrid Río es un completo acierto. Eso sí, no discuto que el monto financiero de la operación ha sido, como mínimo, bastante abultado (410 millones de euros, según Alberto Ruiz Gallardón, el alcalde que lo inauguró), y mis magros conocimientos no dan para saber si eso ha sido o no excesivamente caro. Sin embargo, y no hace falta ser un experto, la comparación con otra obra atribuible al PP como es la Caja Mágica (que costó más de 300 millones y apenas se utiliza un par de fines de semana al año) demuestra que nada es barato ni caro per se, todo depende de la utilización que se haga de tal infraestructura. Y la afluencia de peatones, ciclistas, corredores, jubilados, mediopensionistas, madrileños y extranjeros, niños y niñas, monstruos y monstruas, demuestra que Madrid Río es un éxito, y bien que me alegro de ello mientras sigo caminando a la vera del escuchimizado Manzanares, que apenas bisbisea su presencia.
       
    Me paro en la Ermita de la Virgen del Puerto, uno de los edificios más Exin Castillos que haya visto nunca, con sus chapiteles y sus campanarios, está recién restaurado, luce impoluto como regalo que se entrega, me asomo a su interior, están en plena misa, una mujer con frenillo está rezando en voz alta ante una veintena de sofronizados feligreses (media de edad: 87 años), prefiero no entrar, desde la puerta ya me hago una idea. A mi lado dos runners lo contemplan todo con unción, sus ajustadas mallas color fosforito marcan hasta la más irrelevante de sus bultosidades, no sé si es el sitio ideal para tales exhibiciones, entiendo que alguien que dedica sus horas libres a correr sin motivo necesita encontrar sentido a su vida y quizás la religión le ayude y por eso se sientan en la última bancada mientras comentan entre susurros las más novedosas tendencias en zapatillas pronadoras, yo es que soy muy maniático, pero no termino de entender esta moda de estar todo el día corriendo echando el bofe embutido en unas mallas tipo superhéroe, por muchos kilómetros que hagas tu escasa autoestima te va a acompañar en la carrera, en fin, que me salgo de la ermita, sigo caminando, hace una mañana realmente espectacular, el calorcito me obliga a quitarme la chaqueta, me la cuelgo a la espalda como hacía Raphael, comprendo que no es normal esta temperatura en pleno mes de noviembre, supuestamente es una consecuencia más del cambio climático, por su culpa ahora mismo se está extinguiendo la salamandra rayada del amazonas (pongamos por caso), pero da tanto gustito caminar así, dejarse masajear por el sol, avanzar por esta radiante vibración en mitad del fúnebre noviembre, cogiendo colorcito, al final te vienes arriba y exclamas: oye, pues que le den a la puta salamandra, ya me gustaría ser más ecosolidario pero yo soy así, qué le vamos a hacer. 

      Sigo mi camino (yo soy muy de seguir mi camino), me asomo al río, hay pájaros escarbando en su lecho (juraría que son garcetas blancas, hay un libro de Derek Walcott dedicado a ellas, qué raros son los poetas, dedicar un libro a un bicho), se ve algún que otro pez, atravieso el Puente de Segovia y me encuentro con la sala La Riviera, aquí he visto, entre otros a Stevie Windwood (¡qué conciertazo!: toneladas de electricidad bien aliñada de soul y rock, lo que disfruté bailando como un loco, aprovecho para darle las gracias a Rafa, que me regaló la entrada) y a James Taylor, hoy hay una cola de adolescentes que están esperando a sacar entradas, supongo que para algún ídolo de los suyos, prefiero no preguntar quién es no vaya a ser que me descojone, qué mala suerte haber crecido en una época sin referencias musicales de interés (llamadme dogmático, bien que lo admito), yo todavía me emociono al escuchar el “London Calling” o “Escuela de calor”, siento que esas (y otras) canciones retratan a un Muñoz que se asomaba al mundo y quería comérselo (luego no lo hizo, pero éste no es el sitio para explicar porqué no), me pregunto qué canciones emocionarán a estos chavales y chavalas dentro de veinte años, qué canciones les harán recordar que un día quisieron comerse el mundo (¿David Bisbal? ¿el Reggaeton?: no me jodas), las canciones de la adolescencia son el verdadero himno de tu vida, las que te dan el tono, tu diapasón existencial, si careces de ellas acabas por entregarte al patriotismo o a la filatelia (¡o al running!), a esos hobbies ridículos que no sirven para nada. Cierro el paréntesis introspectivo-musical, deseo buena suerte mentalmente a los chavales que esperan, sigo andando. 
     
    Contorneo con alegre despreocupación el Centro de Estudios Hidrográficos, me satisface comprobar que los paisajistas que diseñaron Madrid Río fueron lo bastante viejunos como para poner miles y miles de árboles, otro más modernete hubiera preferido plazas duras o acero corten, de ese que parece permanentemente oxidado como si le hubieran meado todos los perros del mundo, pero aquí se ve que era gente sensata, más atenta a las necesidades del ciudadano que a cultivar su reputación transgresora, hay alguna inevitable concesión al postureo (los bosques de palos secos, el puente de Perrault) pero por lo general el tono es jovialmente arbóreo, es un paseo que te permite pensar que estás, al mismo tiempo, en un bosque de Guadarrama y en la plaza mayor de algún pueblo manchego, ya me sobra hasta la camiseta, la euforia de la mañana va subiendo, crece la secreta delectación de la existencia, cuando creía que ya no podía sentirme más a gusto me doy cuenta de que estoy frente al Vicente Calderón, el estadio del Atlético de Madrid, el club al que llevo animando (y padeciendo) desde que a mediados de los años setenta me entró la afición por el fútbol, mi lealtad no ha decaído con sus abundantes tropezones ni con sus esporádicos triunfos, como tengo previsto dedicarle un monográfico no me extenderé mucho al respecto, ya habrá tiempo, me limito a hacerme el inevitable selfie, además empiezo a necesitar una cerveza, el agradable calorcito de hace una hora se está convirtiendo en una aplastante sensación de sofoco.

       La abundancia de hipsters paseando mientras empujan el carrito de sus niños empieza a agobiarme, hay tramos en los que puedo contar doce o trece barbas de explorador victoriano, a su lado siempre hay una mujer con camiseta de tirantes gracias a la cual se adivinan sus arborescentes tatuajes, no quiero ni pensar cómo les va a salir el niño, en lugar de hacer la primera comunión en los escolapios la va a hacer en Malasaña, en fin, no puedo evitar maliciarme que si en lugar de estar todo el día pendientes de su aspecto hubieran cuidado un poco más el tema de la contracepción hoy no estarían empujando esos carritos de bebé, ya lo decían The Specials (“Too much, too young”), le reprochaban a un tipo no haber usado condones y por eso estaba cambiando pañales en lugar de seguir bailando ska, eran otros tiempos y yo me he quedado muy desfasado (¡ahora por lo visto tener niños es cool! ¡lo que hay que ver!), para despejarme me tomo una Mahou que me sabe a gloria bendita. Saco mi cuaderno y apunto mis reflexiones mientras me refugio del sol, las señoras a mi alrededor se hacen lenguas con las últimas propuestas de Podemos, alguna insinúa propósitos definitivamente venéreos respecto de Iñigo Errejón (se ve que el look repelente niño Vicente también tiene su público), ¿cuánto es y por qué tanto?, le espeto al camarero, recordando un antiguo chiste de Localia que, naturalmente, el camarero no entiende y ni falta que hace. 
         
    Me levanto, paso debajo del puente de Toledo, sobre el césped tres chicas extranjeras con una pinta de Erasmus que tira para atrás están jugando a los naipes, con una segunda cerveza quizás me hubiera atrevido a proponer un mus, quizás a la vuelta, me noto cada vez más espídico, es como cuando estás escuchando una canción que te encanta y adivinas el inminente estribillo, ¡arriba esas palmas!, llego junto al Puente Sacacorchos (yo le llamo así, para el resto del mundo es el Puente Monumental de Arganzuela, diseñado por Dominique Perrault, uno de esos arquitectos estrella que están llenando el mundo de pisapapeles carísimos), tuerzo el morro, me parece que no está en la misma dirección del resto de Madrid Río, supongo que habrá costado un pastizal y tarde o temprano se descubrirá que alguno de los tentáculos de la Gürtel ronda por sus alambicadas estructuras, en fin, como estoy de buenas lo dejo pasar sin hacer excesivo escarnio, sigo por la orilla, hay columpios, una exposición dedicada a “Star Wars”, cada vez hay más hipsters empujando carritos, qué plaga, cruzo de orilla (por fin Madrid tiene su rive droite y su rive gauche, como si estuviésemos en Paris). 
  
       Llego hasta el último de los puentes, en este caso son dos puentes gemelos como canoas invertidas, ambos con bóvedas decoradas por Daniel Canogar, me gustan mucho más que el anterior, tienen un punto de recogimiento casi románico, yo me entiendo, al fondo se distingue el Matadero, el sitio que ahora mismo más me gusta en el mundo, las viejas instalaciones industriales en las que se sacrificaban vacas y cerdos han sido recuperadas como gigantesco contenedor cultural de estética brutista, allí voy a dar fin a la excursión de hoy, ya son las dos y tengo un hambre importante, al pasar veo el cartel que publicita una exposición que tiene una pinta buenísima (se anuncia como “Esta permitida la insumisión a la clasificación” y está organizada por un colectivo feminista: hum, me digo, esto no me lo pierdo yo por nada del mundo), hay un bar en el que sirven Mahou bien fresquita y unas hamburguesas de buey que te suben el colesterol hasta límites sencillamente deliciosos, me siento en la primera mesa que veo y le digo al camarero que la mía muy hecha, apunto apresuradamente mis últimas impresiones del paseo en mi cuaderno, lo cierro cuando depositan la hamburguesa frente a mí, allá que te vamos.    

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