domingo, 22 de noviembre de 2015

Humo y más humo


            El rostro de aquella anciana que dormitaba completamente borracha en un sofá me resultó familiar. Le di varias vueltas en la cabeza: ¿uno de esos parientes con los que solo coincides en las bodas? ¿Quizás una tía lejana? No, mis tías no son tan extravagantes, no me las imagino vestidas con una minifalda psicodélica y tocadas con una peluca estilo Cleopatra, menudas son. De repente caí: sí, era una actriz de segunda fila, solía hacer de novia de José Sacristán en aquellas películas infectas de finales del franquismo, o de amiga ye-yé de la protagonista. El anfitrión se acercó acarreando una caja de cervezas, y al ver mi gesto de intriga me dijo su nombre.

            - Vive en el piso de arriba –añadió-, siempre que damos una fiesta se apunta.

            A decir verdad, tampoco sabía cómo se llamaba el anfitrión: Marta, la becaria de producción que me había invitado, me lo había presentado simplemente como su novio. Está preparando su primer largo, me confesó orgullosa mientras nos saludábamos, va un poco en la onda Wong Kan-Wai, ya sabes, y asentí apreciativamente, a pesar de que no tengo ni idea de quién es el chino ese, hace ya mucho que no voy al cine. En realidad, no sabía nada ni del chino ni de las treinta o cuarenta personas que me rodeaban, y empecé a creer que Marta me había invitado por compromiso: llevaba muy poco en el programa y nuestros horarios apenas coincidían. Por lo tanto, y aunque parezca una tontería, me reconfortó comprobar que al menos aquella anciana incongruentemente vestida que agarraba un vaso vacío estaba tan desubicada como yo. Me esforcé por recordar alguna de sus películas: tenía una voz ronca, y estaba siempre cabreada. Comprobé que la memoria no me fallaba cuando abrió los ojos de golpe.

            - ¿Y tú quién coño eres?  

            Me reí, ¿qué iba a hacer si no? Me presenté, le dije que era un gran admirador de su trabajo (no me costaba nada tal concesión), y le comenté que trabajaba con Marta, una chica estupenda que llegaría muy lejos. Me dejó hablar mirándome fijamente, me preguntó quién coño era Marta, y antes de que pudiera responder me pidió un cigarrillo. No fumo, me excusé. La juventud de hoy sois todos unos flojos, se rió entre dientes, y a continuación me ordenó que fuera buen chico y que le consiguiera un paquete de Marlboro Light, luego te lo pago. Sí, claro, repuse: para mi sorpresa, no me encontraba demasiado incómodo por la situación, se ve que con los años me estoy volviendo tolerante. Ya iba a salir a buscarlo cuando me agarró por el brazo y me suplicó que me sentara a su lado. Lo hice. Tenía una mirada chisporroteante, volcánica.

            - Yo era muy contestataria, por eso no me dieron papeles protagonistas. Si hubiera sido más dócil, si hubiera dicho sí a todo como otras, y no voy a decir nombres, otro gallo me habría cantado. Pero la nena es mucha nena, y te juro que no me arrepiento. Ahora tráeme el Marlboro, cielo. Pero que sea light, no te olvides.

            Me soltó y se dejó caer sobre el sofá, cerrando los ojos como un telón que bajan o un árbol al que abaten. No sé si se durmió o fingió dormirse para librarse de mí, pero me levanté sin hacer ruido y busqué la puerta de salida. Tuve que preguntar, la casa era muy grande, pero al final la encontré. Bajé a la calle, no se veía mucha gente. Era una de estas noches de julio en Madrid en las que el termómetro no se apea de los treinta grados, un horror. Sabía que un poco más allá había un VIPS, supuse que tendrían tabaco, y hacia allí me dirigí. No sé porqué (esas ideas te asaltan sin explicación posible), pero mientras caminaba comprobé que mi ciudad estaba llena de grandes coches, de esos con tracción a las cuatro ruedas, la publicidad te bombardea constantemente para que te compres uno, al parecer denotan libertad, fortaleza y seguridad, todas las virtudes posibles, también solidez. Muchos de ellos estaban aparcados a ambos lados de la calle, como tanques descansando tras la batalla, mientras que otros pasaban a cada rato, retumbando con sus motores de miles de centímetros cúbicos. No me imaginé a ninguno de sus conductores tumbado en un sofá, borracho, con un hilito de baba cayéndole por las comisuras de la boca, no parece lógico, es otro mundo con otros valores (libertad y fortaleza, repito, y muchas cosas más). Cuando te compras uno de esos chismes (cuestan un riñón, y no puedes olvidar el mantenimiento y todo lo que acarrean, como una plaza de garaje), también compras una especie de tela metálica que te protege de acabar así, pidiendo a un desconocido que te compre un paquete de Marlboro Light. No hablo con conocimiento de causa, que conste, nunca he tenido un coche de esos, y además no sé qué relación puede haber entre los hábitos de sus conductores y una pobre actriz olvidada que abusa del alcohol y que provoca un repentino acceso de ternura en alguien como yo, que ni siquiera es muy cinéfilo. En fin, que compré el paquete, volví a la fiesta pensando en otra cosa completamente distinta (tengo mis propios problemas, que no vienen al caso) y al llegar me comunicaron que la actriz se había marchado sin despedirse. Estaría cansada, dije yo, intentando esconder un conato de decepción, y aproveché para confesar que yo también estaba hecho polvo, ¿no te apetece una raya?, di dos besos a Marta y me fui, no soy muy de drogas.

            Al bajar a la calle me acordé del paquete de Marlboro Light que tenía en el bolsillo, y no supe qué hacer con él, de repente me estorbaba muchísimo. Ya iba a tirarlo en una papelera cuando vi que, a su lado, estaba aparcado uno de esos cochazos, quizás el más pintón de la camada: parecía un rinoceronte al que hubieran blindado la piel con planchas de metal, un monstruo pavoroso y desafiante. No me lo pensé: rompí uno a uno los cigarros, y espolvoreé aquel confeti parduzco sobre la impoluta carrocería. Cuando al día siguiente llegara su propietario no entendería nada, pero en aquel momento intuí que ese gesto lo llenaba todo de coherencia. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario