martes, 17 de noviembre de 2015

Pedro el Americano

Llego con el tiempo justo al auditorio del Conde Duque, y la chica de las entradas me sonríe: “Tienes suerte, solo queda una entrada”. Vaya (me sorprendo), al parecer hay más personas que, como yo, han tenido la peregrina idea de desplazarse un lunes a las ocho de la noche a escuchar a Pedro Ruy-Blas, uno de los escasos cantantes supervivientes de aquella primera generación que trajo los ritmos norteamericanos a nuestro país, y cuyo nombre nada dirá a todos aquellos que creen que la música pop española nació con la Movida. Me apresuro a entrar, y veo que un numeroso gentío se agolpa en la puerta: hombres y mujeres en la sesentena y más allá, de la quinta del cantante. Elegantemente vestidos, desprenden ese aire de burguesía bohemia que caracteriza a los personajes de Woody Allen. La acomodadora me indica: fila 1, asiento 3, y al sentarme compruebo que estoy a dos metros escasos del escenario. Me froto las manos, va a ser como una especie de concierto privado. La platea está a rebosar, y a mi lado se sienta un clon de Allen Ginsberg de dos metros largos de altura (espero que no se ponga a recitar “Aullido”, no tengo yo el cuerpo para excesos beatniks).
Pedro Ample (lo de Ruy-Blas es un homenaje a Victor Hugo) lleva cincuenta años sobre los escenarios, a pesar de lo cual es únicamente recordado por su éxito “A los que hirió el amor”, la canción con la que consiguió un incuestionable número uno allá por 1970, veinte años o así antes de Internet (no tardaremos en retirar el antes o después de Jesucristo como punto de inflexión de la Historia para poner a la red de redes como el momento en que todo cambió). Y para festejar tan longeva carrera, ha sacado un disco llamado “Pedro el Americano” en el que versiona una selección de standars del jazz. No creo que llegue a lo más alto de las listas (Miley Cyrus y Beyoncé pueden respirar tranquilas), pero unos cuantos melómanos sabrán apreciar la gran voz que aún conserva un cantante que empezó sustituyendo a Teddy Bautista en “Los Canarios” y que, tras hartarse de hacer musicales, sobrevive como puede a la absoluta indiferencia en la que se han visto relegados pioneros como Bruno Lomas, Miguel Ríos, Fernando Arbex, Juan Pardo, Pepe Robles, o incluso los hoy muy desprestigiados Dúo Dinámico, todos injustamente postergados por un país con tanta memoria histórica como alzheimer musical.    
Pero ya son las ocho y cinco, y aquí aparece nuestro hombre, sobriamente vestido con una camisa de ferretero que apenas disimula su oronda figura. Tras explicar la génesis del disco, no tarda en calentar el ambiente con su versión de “Sixteen tons”, aquella canción que tantas veces escuché en el Chrysler de mi padre (solo tenía dos cassettes que íbamos alternando: los grandes éxitos de The Platters y una cinta con poemas de Antonio Machado, así he salido yo). El vozarrón de Ruy-Blas no parece resentirse por el paso de los años, y es de agradecer que su inglés sea más que notable, no como el de los grupos indies. Respaldando al cantante madrileño está su grupo (piano, contrabajo y batería), y empiezan a desgranar un repertorio que, no por manido, deja de tener su encanto. Eso sí, la temperatura empieza de verdad a caldearse con “A whiter shade of pale”, la inmortal balada de Procol Harum, pasada por la túrmix del jazz más sensual. A continuación viene una reinvención del “Take five” (con un alarde de scat marca de la casa que arranca vítores del auditorio), y un “Black is black” customizada al swing, con dedicatoria a Alain Milhaud, el productor de Los Bravos, que al parecer está entre el público (aunque no se decide a corresponder a los aplausos que para él ha pedido Pedro Ruy-Blas, quizás es que sea muy tímido, a saber). El saber estar del cantante es más que evidente: solo por la forma en la que coge el micrófono intuyes que ha pateado muchos escenarios. Su voz se retuerce, gime, retumba como un trueno en el desierto, saca chispas a canciones cuyos arreglos de estatuilla de Lladró las convierten a veces en ornamentales. Con el público ya entregado viene el inevitable solo de batería (desde “Whiplash” los bateristas andan muy crecidos, y cualquiera les niega sus diez minutos de fama), el más sorprendente solo de bajo (de esos que te dan ganas de tomarte un whiskito con un par de piedras en un garito de mala muerte, como si fueras un detective de serie B), y el relamido solo de piano (el que menos me gusta). El auditorio se viene arriba, Ruy-Blas también, empiezo a creer que esa voz tiene matices que la aproximan más al soul que al jazz, en cuanto acabo de pensarlo va y ataca “Try a Little tenderness”, la sublime balada de Otis Redding: es como si quisiera darme la razón. Nos partimos las manos a aplaudir (Allen Ginsberg no para de berrear bravos y más bravos, qué entregado), y el bis, solo piano y voz,  no es otro que aquel remoto “A los que hirió el amor”, un lametón de nostalgia para acabar el concierto.

A la salida hace un frío importante: qué raro, es difícil asociar el jazz con temperaturas tan bajas. Aún así, me voy a casa con ese solo de contrabajo latiendo aún en la boca de mi estómago, y ferreamente convencido de que los viejos jazzmen nunca mueren. Es un juego de palabras muy facilón, lo reconozco, pero si me quedo mucho tiempo a la intemperie pensándome otro mejor lo mismo me congelo.   

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