Ahora ya nadie lo hace (ahora ya
nadie hace nada), pero acordaos de unos años atrás, quince o veinte, cuando por
la televisión ponían las imágenes de un chalado (no creo que quepa calificarle
de otro modo) que saltaba completamente desnudo a un campo de fútbol y
correteaba entre los afanosos bobbies (casi siempre era en Inglaterra, algo en
los genes les obliga a ejercer de excéntricos: conducen por el otro lado, comen
cosas raras, beben la cerveza caliente, los ejemplos se amontonan), torpes en
su intención de atrapar al impúdico sujeto que estaba haciendo streaking (así
lo llamaban, presumiblemente del verbo to streak along, correr como un
rayo, qué pudorosos a la vez que libertinos los ingleses, capaces de saltar en
pelotas a un campo de deportes pero tan delicados como para fijarse, a la hora
de designar tal tropelía, en la velocidad de la ejecución más que en la
desnudez de la performance: prodigios de la semántica). El streaker, grácil
metáfora de polimórficos significados, atravesaba el césped sin trampa ni
cartón, sin el débil refugio que nos proporciona una indumentaria, abierto
(aquí estoy y no me escondo) a las especulaciones de todos los espectadores
sobre su motivación (o la falta de ella), prístino, en una palabra, como se
siente Enrique inmediatamente después de haber comunicado a Elena su propuesta
de vivir juntos, qué tal si nos lo tomamos más en serio y te vienes a vivir a
mi casa, el streaker cuenta (o contaba, que ya no los hay, ya no hay de casi
nada, perdonad que sea tan pesado) con la ventaja de que su acto no le
acarreará más que una reprimenda, a lo sumo un coscorrón si el alcohol
retrasara su pacífica entrega, Enrique siente que sus palabras no le han dejado
menos desnudo, pero que la mirada de Elena (una mirada inescrutable,
cómodamente protegida por incontables capas de ropajes, de prendas de todas las
texturas, batas, mandiles, hasta obsoletos miriñaques) puede ir mucho más
lejos, o quedarse aquí mismo, convertirse en una mirada doméstica, qué difícil
es interpretar las miradas (especialmente cuando uno está desnudo).
Antes había streakers, hicieron
furor cuando aquí arrasaban las películas de destape, no sé si habrá alguna
relación entre ambos fenómenos (todo está relacionado: todo está en todo, que
decían los alquimistas). ¿Por qué ya no hay streakers? ¿Por qué ya no hay
alquimistas? Dejemos de momento los alquimistas y concentrémonos en los
streakers: ¿por qué ya no hay streakers? La pregunta es nuestra, pero bien
podría adoptarla Enrique como punto de referencia, ¿nos hemos acostumbrado a
ver gente desnuda, hemos mejorado los sistemas de vigilancia en los
espectáculos públicos, la protesta (o el simple gamberrismo) han adoptado otros
modos más eficaces, más persuasivos?, no estaría de más que Enrique calibrara
todos estos considerandos en su justa medida, Elena está a punto de
pronunciarse (para Enrique se ha pronunciado ya, el titubeo a la hora de
empezar a hablar es para él toda una declaración de principios, pero quizás no
sea así, el mismo Enrique se contradice, se rearma interiormente, ¿no estaré
poniendo la venda antes de la herida?), y nuestro streaker acelera, cruza como
un gamo, como una liebre una extensión verde e infinita, jaleado (o él quiere
creer que jaleado) por un público que sabe valorar en lo que merece un gesto
que puede quedarse sin recompensa (Elena un mes atrás: ya me han roto el
corazón más de una vez, no conviene precipitarse; Elena hace apenas tres días:
todo tiene su tiempo, y no por mucho madrugar amanece más temprano; Elena
meramente al salir del coche: hace un día de perros, mejor me había quedado en
casa, éste último testimonio no es tan concluyente, parece un poco metido de
rondón): corre, Enrique, corre.
Todo tiene una historia, uno no se
hace streaker de repente, uno no renuncia a toda defensa, a todo artificio para
exponerse, piel, músculos, tendones, para mostrar urbi et orbe esa desnudez que
siglos de represión han anatemizado, uno no se lanza a este tipo de cosas
porque sí, Enrique se lo ha pensado, se lo ha pensado mucho, la vida, esa
sensación caliente y viscosa, le ha llevado de la mano a dar este paso, a
saltar (alehop) por encima de la escasa valla de seguridad y atravesar a paso
ligero el atónito solar por el que ahora se desliza. Los streakers no
improvisan, ya antes de llegar al estadio saben a quién van a dejar en depósito
sus pantalones, su camisa, hasta la un poco embarazosa ropa interior (no puedes
confiar en manos de un desconocido tu ropa interior: yo, por lo menos, no lo
haría), su cartera (los streakers nadan y guardan la ropa, por lo menos los
streakers ingleses, si los hubiera españoles sería otra cosa, estoy seguro,
aquí somos de otro modo), son como kamikazes ordenancistas, preparan el salto
como preparó Enrique la frase (vente a vivir a mi casa), evitó con astucia el
cásate conmigo y se decidió por una perspectiva más de logística: Elena vive de
alquiler, él es (aunque hipotecado) propietario, incluso un resabio de
inmemorial machismo subyace tras la lógica (para Enrique, habrá quien no la
comparta) que dicta que sea la mujer la que vaya a vivir a casa del hombre, su
barrio (magro argumento) es mejor que el de Elena, está justo al lado de un
parque (sutil indirecta sobre la perpetuación de la especie), con columpios
(por si la indirecta ha sido demasiado sutil), ya llevamos saliendo casi un año
(aquí el streaker acelera, acelera, sortea sin problemas a bobbies gordos y sin
cintura, sus pies apenas rozan la húmeda hierba, el streaking como una de las
bellas artes: escucha cómo ruge el estadio, Enrique, escúchalo).
Pero tarde o temprano la carrera acaba (lo atestiguan las fotos, que
suelen preferir el momento de la captura, el momento en que el orden
establecido se impone sobre la poesía, los pesados brazos de los bobbies
cubriendo con furia al streaker, desmintiendo su condición de tal), tarde o
temprano el campo mengua, se acaba, la vida del streaker (mariposa efímera)
tiene un sentido mientras mantiene la sorpresa, pero no cuando se convierte en
monótona exhibición de mal gusto (imaginaos un streaker full time, un streaker de nueve a cinco de lunes a viernes, con
apenas media hora para el bocadillo). Elena está a punto (ya lo estaba antes,
da la impresión de que siempre ha estado a punto) de confirmar o desmentir, de
cerrar el párrafo, de cubrir pudorosamente con ropas lujosas o ásperas al
agotado streaker, que aún así zigzaguea apelando a sus últimas fuerzas, a su
pundonorosa profesionalidad, a su orgullo de clase (de las, pongamos, cien
mil personas reunidas allí, él es el
único que se ha lanzado, y no podía ser de otra forma, nada más extemporáneo
que un segundo streaker: ¿y si yo fuera un segundo, un tercer streaker?, es
pensarlo y a Enrique se le eriza la piel), pero todo este aparataje teórico no
termina de convencerle, incluso comienza a sentir frío (ah, amigo, en eso no
habíamos pensado: la ropa no sólo tapa las vergüenzas, también nos protege de
la arisca meteorología), su piel de gallina piensa por él, el último regate al
bobbie ha sido torpe, sus piernas han perdido gracia, el más ágil de los
policías (siempre hay un policía más ágil que los otros, estimulado por la
certidumbre de que será su cara la que salga en la foto, de que podrá
apropiarse de la anécdota) ya lanza su garra sobre él, Elena se aclara la voz
(gesto un poco impostado, un poco teatral, pero acuérdate que dijo que el día
era de perros, quizás sí que esté acatarrada), respira hondo, y Enrique se deja
atrapar por el más competente de los bobbies, no tardan en apiñarse los demás,
uno gordo no puede dejar escapar un bofetón algo gratuito, mira, Enrique, yo
también lo he pensado muchas veces, pero, no necesitas escuchar más, y tu
súplica nos enternece a todos, nos lo pides con los ojos porque no te hacen
falta palabras, dejas de correr justo en el momento en el que nos imploras: ponedme
un casco ahí, y la grada deja escapar un silencio definitivo, un silencio
elocuente y desnudo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario