lunes, 12 de diciembre de 2016

Lo que esconde la piel


            Ahora ya nadie lo hace (ahora ya nadie hace nada), pero acordaos de unos años atrás, quince o veinte, cuando por la televisión ponían las imágenes de un chalado (no creo que quepa calificarle de otro modo) que saltaba completamente desnudo a un campo de fútbol y correteaba entre los afanosos bobbies (casi siempre era en Inglaterra, algo en los genes les obliga a ejercer de excéntricos: conducen por el otro lado, comen cosas raras, beben la cerveza caliente, los ejemplos se amontonan), torpes en su intención de atrapar al impúdico sujeto que estaba haciendo streaking (así lo llamaban, presumiblemente del verbo to streak along, correr como un rayo, qué pudorosos a la vez que libertinos los ingleses, capaces de saltar en pelotas a un campo de deportes pero tan delicados como para fijarse, a la hora de designar tal tropelía, en la velocidad de la ejecución más que en la desnudez de la performance: prodigios de la semántica). El streaker, grácil metáfora de polimórficos significados, atravesaba el césped sin trampa ni cartón, sin el débil refugio que nos proporciona una indumentaria, abierto (aquí estoy y no me escondo) a las especulaciones de todos los espectadores sobre su motivación (o la falta de ella), prístino, en una palabra, como se siente Enrique inmediatamente después de haber comunicado a Elena su propuesta de vivir juntos, qué tal si nos lo tomamos más en serio y te vienes a vivir a mi casa, el streaker cuenta (o contaba, que ya no los hay, ya no hay de casi nada, perdonad que sea tan pesado) con la ventaja de que su acto no le acarreará más que una reprimenda, a lo sumo un coscorrón si el alcohol retrasara su pacífica entrega, Enrique siente que sus palabras no le han dejado menos desnudo, pero que la mirada de Elena (una mirada inescrutable, cómodamente protegida por incontables capas de ropajes, de prendas de todas las texturas, batas, mandiles, hasta obsoletos miriñaques) puede ir mucho más lejos, o quedarse aquí mismo, convertirse en una mirada doméstica, qué difícil es interpretar las miradas (especialmente cuando uno está desnudo).

            Antes había streakers, hicieron furor cuando aquí arrasaban las películas de destape, no sé si habrá alguna relación entre ambos fenómenos (todo está relacionado: todo está en todo, que decían los alquimistas). ¿Por qué ya no hay streakers? ¿Por qué ya no hay alquimistas? Dejemos de momento los alquimistas y concentrémonos en los streakers: ¿por qué ya no hay streakers? La pregunta es nuestra, pero bien podría adoptarla Enrique como punto de referencia, ¿nos hemos acostumbrado a ver gente desnuda, hemos mejorado los sistemas de vigilancia en los espectáculos públicos, la protesta (o el simple gamberrismo) han adoptado otros modos más eficaces, más persuasivos?, no estaría de más que Enrique calibrara todos estos considerandos en su justa medida, Elena está a punto de pronunciarse (para Enrique se ha pronunciado ya, el titubeo a la hora de empezar a hablar es para él toda una declaración de principios, pero quizás no sea así, el mismo Enrique se contradice, se rearma interiormente, ¿no estaré poniendo la venda antes de la herida?), y nuestro streaker acelera, cruza como un gamo, como una liebre una extensión verde e infinita, jaleado (o él quiere creer que jaleado) por un público que sabe valorar en lo que merece un gesto que puede quedarse sin recompensa (Elena un mes atrás: ya me han roto el corazón más de una vez, no conviene precipitarse; Elena hace apenas tres días: todo tiene su tiempo, y no por mucho madrugar amanece más temprano; Elena meramente al salir del coche: hace un día de perros, mejor me había quedado en casa, éste último testimonio no es tan concluyente, parece un poco metido de rondón): corre, Enrique, corre.
            Todo tiene una historia, uno no se hace streaker de repente, uno no renuncia a toda defensa, a todo artificio para exponerse, piel, músculos, tendones, para mostrar urbi et orbe esa desnudez que siglos de represión han anatemizado, uno no se lanza a este tipo de cosas porque sí, Enrique se lo ha pensado, se lo ha pensado mucho, la vida, esa sensación caliente y viscosa, le ha llevado de la mano a dar este paso, a saltar (alehop) por encima de la escasa valla de seguridad y atravesar a paso ligero el atónito solar por el que ahora se desliza. Los streakers no improvisan, ya antes de llegar al estadio saben a quién van a dejar en depósito sus pantalones, su camisa, hasta la un poco embarazosa ropa interior (no puedes confiar en manos de un desconocido tu ropa interior: yo, por lo menos, no lo haría), su cartera (los streakers nadan y guardan la ropa, por lo menos los streakers ingleses, si los hubiera españoles sería otra cosa, estoy seguro, aquí somos de otro modo), son como kamikazes ordenancistas, preparan el salto como preparó Enrique la frase (vente a vivir a mi casa), evitó con astucia el cásate conmigo y se decidió por una perspectiva más de logística: Elena vive de alquiler, él es (aunque hipotecado) propietario, incluso un resabio de inmemorial machismo subyace tras la lógica (para Enrique, habrá quien no la comparta) que dicta que sea la mujer la que vaya a vivir a casa del hombre, su barrio (magro argumento) es mejor que el de Elena, está justo al lado de un parque (sutil indirecta sobre la perpetuación de la especie), con columpios (por si la indirecta ha sido demasiado sutil), ya llevamos saliendo casi un año (aquí el streaker acelera, acelera, sortea sin problemas a bobbies gordos y sin cintura, sus pies apenas rozan la húmeda hierba, el streaking como una de las bellas artes: escucha cómo ruge el estadio, Enrique, escúchalo).

Pero tarde o temprano la carrera acaba (lo atestiguan las fotos, que suelen preferir el momento de la captura, el momento en que el orden establecido se impone sobre la poesía, los pesados brazos de los bobbies cubriendo con furia al streaker, desmintiendo su condición de tal), tarde o temprano el campo mengua, se acaba, la vida del streaker (mariposa efímera) tiene un sentido mientras mantiene la sorpresa, pero no cuando se convierte en monótona exhibición de mal gusto (imaginaos un streaker full time, un streaker de nueve a cinco de lunes a viernes, con apenas media hora para el bocadillo). Elena está a punto (ya lo estaba antes, da la impresión de que siempre ha estado a punto) de confirmar o desmentir, de cerrar el párrafo, de cubrir pudorosamente con ropas lujosas o ásperas al agotado streaker, que aún así zigzaguea apelando a sus últimas fuerzas, a su pundonorosa profesionalidad, a su orgullo de clase (de las, pongamos, cien mil  personas reunidas allí, él es el único que se ha lanzado, y no podía ser de otra forma, nada más extemporáneo que un segundo streaker: ¿y si yo fuera un segundo, un tercer streaker?, es pensarlo y a Enrique se le eriza la piel), pero todo este aparataje teórico no termina de convencerle, incluso comienza a sentir frío (ah, amigo, en eso no habíamos pensado: la ropa no sólo tapa las vergüenzas, también nos protege de la arisca meteorología), su piel de gallina piensa por él, el último regate al bobbie ha sido torpe, sus piernas han perdido gracia, el más ágil de los policías (siempre hay un policía más ágil que los otros, estimulado por la certidumbre de que será su cara la que salga en la foto, de que podrá apropiarse de la anécdota) ya lanza su garra sobre él, Elena se aclara la voz (gesto un poco impostado, un poco teatral, pero acuérdate que dijo que el día era de perros, quizás sí que esté acatarrada), respira hondo, y Enrique se deja atrapar por el más competente de los bobbies, no tardan en apiñarse los demás, uno gordo no puede dejar escapar un bofetón algo gratuito, mira, Enrique, yo también lo he pensado muchas veces, pero, no necesitas escuchar más, y tu súplica nos enternece a todos, nos lo pides con los ojos porque no te hacen falta palabras, dejas de correr justo en el momento en el que nos imploras: ponedme un casco ahí, y la grada deja escapar un silencio definitivo, un silencio elocuente y desnudo.

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