martes, 27 de diciembre de 2016

Resumen del 2016. Cine y TV.

Vamos ahora con otro de los platos que forman parte de mi menú cultural: el cine. Y por utilizar una boutade más gastada que algo muy gastado, diré que el mejor cine que he disfrutado en 2016 ha sido gracias a la cadena televisiva HBO y su formidable “Breaking Bad”. Nada de lo que he visto en la gran pantalla en el año que se agota (entre otros, pesos pesados como “Café Society”, la última de Woody Allen, “La juventud”, de Paolo Sorrentino o “Los odiosos ocho” de Tarantino; también vi “¡Bruja, más que bruja!”, una marcianada de Fernán-Gómez que bien pudiera ser el “Rocky Horror Picture Show” español) puede compararse con la serie firmada por Vince Gilligan, en la que un atribulado profesor de química (apabullante Bryan Cranston) muta en despiadado barón de la droga, arrastrando a su familia a una espiral de destrucción y muerte que podría haber firmado (no soy muy original al decirlo) el propio Shakespeare. Siete temporadas repletas de hallazgos, de las que solo quiero destacar un momento que podría ser utilizado por todos los talleres de escritura del mundo como ejemplo del lenguaje de los objetos: en la sala de espera de un hospital, la familia de Walter White espera noticias sobre su cuñado, que se debate entre la vida y la muerte. El abatimiento es general, el dolor se refleja en cada gesto, el ominoso silencio no hace más que aumentar el desgarro. De repente, Walter nota que la mesita en la que se acumulan las revistas cojea ligeramente. Y, en una secuencia verdaderamente extraordinaria, dedica varios minutos (rodados sin interrupciones), ante la atónita mirada de su familia (y, por ende, de los espectadores), a arreglar la pata que cojea, concentrándose en su trabajo con una intensidad que al principio puede parecer anecdótica, pero que dice más del personaje que todas las frases y subrayados que pongamos en su boca. Una persona que, en circunstancias tan dramáticas, se entrega con tal determinación para arreglar una irrelevante mesita es alguien que hace las cosas concienzudamente, y eso (que en otro contexto podría ser una virtud), en la historia que está viviendo Walter va a convertirle en la mayor amenaza para la Agencia Antidrogas. Eso es un guión, sí señor. Me la alquilé en el videoclub y, a razón de tres y cuatro episodios diarios, no la solté hasta el desolador final, en el que la canción de Badfinger “My baby blue” ejerce de apropiadísimo réquiem (so long, Mr. White!). Y por no abandonar el imperio de las 625 líneas (forma cursi de nombrar la televisión), reconozco que las mayores (y casi únicas) carcajadas del año me las han provocado los frikies de “The Big Bang Theory” (sí, ya sé que llevan en antena una burrada de tiempo, pero yo lo descubro todo tarde): humor no ya inteligente, sino superdotado.

Hum, repaso algo de lo escrito más arriba (o ut supra, como decimos los jurisconsultos), y noto la desagradable sensación de no ser del todo justo. ¿De verdad te ha parecido tan tediosa la temporada cinematográfica, o es otra vez tu bien cebado esnobismo el que habla por tu boca? Es verdad que este año he ido poco al cine, pero tengo mis razones: cada vez es mayor el espacio que, en la cartelera, ocupan las películas de superhéroes (¿películas en las que el protagonista va en leggins, como si fuera un tuno? Ni de coña). En todo caso, me gustaría destacar dos películas que he visto casi en los últimos días del año y que, por razones dispares, han subido la nota global. “Rogue one: una historia de Star Wars”: qué le vamos a hacer, con las películas de la saga se utilizan criterios distintos que con el resto, ventajas de estar nimbado por el mito. Pero creo que esta (a la cual no sé si calificar como parte del proyecto, hija putativa o pariente lejano del mismo) levanta el tono respecto de la anterior, tiene algo más. Destinada obviamente a hacer caja, “Rogue One” cuenta, desde la génesis misma del primer boceto del guión, con ciertos imponderables: la protagonista es una mujer, los rebeldes pertenecen todos a minorías raciales o sexuales (latinos, negros, homosexuales), mientras que el Imperio se nutre exclusivamente de varones blancos y presumiblemente heterosexuales (y no me extrañaría que fueran, perdonadme la crudeza… ¡socialdemócratas!). Pero menos previsible es ese ramalazo de turbiedad que aporta el personaje de Diego Luna, y que nos descubre que incluso los inmaculados miembros de la Rebelión pueden tener una pulsión maquiavélica. Las escenas de lucha están bien rodadas, y el diseño de producción es tan apabullante como siempre. En fin, que disfruté de la peli, y eso es lo que cuenta.


Más adulta es “La llegada”, una película de ciencia-ficción seca, de ribetes filosóficos, sin alardes ni efectos especiales. Es evidente que Abbott y Costello no reemplazarán a ET como nuestro alienígena favorito, pero se agradece que aún haya directores que traten al espectador como adulto y no meramente como comedor de palomitas y comprador de merchandising. Amy Adams está soberbia en su papel de traductora-heroína (hum, otra protagonista femenina en una película no estrictamente romántica: ¿llegará un momento en el que los actores se manifestarán pidiendo papeles de acción también para ellos?), y la tensión está sabiamente dosificada. Un colofón más que digno para un año en el que (me repito más que el ajo) no acudí lo suficiente a las salas, contribuyendo a la decadencia del séptimo arte: para compensar, me comprometo a tragarme la próxima sesión de los Goya sin rechistar. Mayor sacrificio, imposible.   

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