Vamos ahora
con otro de los platos que forman parte de mi menú cultural: el cine. Y por
utilizar una boutade más gastada que algo muy gastado, diré que el mejor cine
que he disfrutado en 2016 ha sido gracias a la cadena televisiva HBO y su
formidable “Breaking Bad”. Nada de
lo que he visto en la gran pantalla en el año que se agota (entre otros, pesos
pesados como “Café Society”, la
última de Woody Allen, “La juventud”, de
Paolo Sorrentino o “Los odiosos ocho” de
Tarantino; también vi “¡Bruja, más que bruja!”,
una marcianada de Fernán-Gómez que bien pudiera ser el “Rocky Horror Picture
Show” español) puede compararse con la serie firmada por Vince Gilligan, en la
que un atribulado profesor de química (apabullante Bryan Cranston) muta en
despiadado barón de la droga, arrastrando a su familia a una espiral de
destrucción y muerte que podría haber firmado (no soy muy original al decirlo)
el propio Shakespeare. Siete temporadas repletas de hallazgos, de las que solo
quiero destacar un momento que podría ser utilizado por todos los talleres de
escritura del mundo como ejemplo del lenguaje de los objetos: en la sala de
espera de un hospital, la familia de Walter White espera noticias sobre su
cuñado, que se debate entre la vida y la muerte. El abatimiento es general, el
dolor se refleja en cada gesto, el ominoso silencio no hace más que aumentar el
desgarro. De repente, Walter nota que la mesita en la que se acumulan las
revistas cojea ligeramente. Y, en una secuencia verdaderamente extraordinaria,
dedica varios minutos (rodados sin interrupciones), ante la atónita mirada de
su familia (y, por ende, de los espectadores), a arreglar la pata que cojea,
concentrándose en su trabajo con una intensidad que al principio puede parecer
anecdótica, pero que dice más del personaje que todas las frases y subrayados
que pongamos en su boca. Una persona que, en circunstancias tan dramáticas, se
entrega con tal determinación para arreglar una irrelevante mesita es alguien
que hace las cosas concienzudamente, y eso (que en otro contexto podría ser una
virtud), en la historia que está viviendo Walter va a convertirle en la mayor
amenaza para la Agencia Antidrogas. Eso es un guión, sí señor. Me la alquilé en
el videoclub y, a razón de tres y cuatro episodios diarios, no la solté hasta
el desolador final, en el que la canción de Badfinger “My baby blue” ejerce de
apropiadísimo réquiem (so long, Mr. White!). Y por no
abandonar el imperio de las 625 líneas (forma cursi de nombrar la televisión),
reconozco que las mayores (y casi únicas) carcajadas del año me las han
provocado los frikies de “The Big Bang
Theory” (sí, ya sé que llevan en antena una burrada de tiempo, pero yo lo
descubro todo tarde): humor no ya inteligente, sino superdotado.
Hum, repaso
algo de lo escrito más arriba (o ut supra,
como decimos los jurisconsultos), y noto la desagradable sensación de no ser
del todo justo. ¿De verdad te ha parecido tan tediosa la temporada
cinematográfica, o es otra vez tu bien cebado esnobismo el que habla por tu
boca? Es verdad que este año he ido poco al cine, pero tengo mis razones: cada
vez es mayor el espacio que, en la cartelera, ocupan las películas de
superhéroes (¿películas en las que el protagonista va en leggins, como si fuera
un tuno? Ni de coña). En todo caso, me gustaría destacar dos películas que he
visto casi en los últimos días del año y que, por razones dispares, han subido
la nota global. “Rogue one: una historia
de Star Wars”: qué le vamos a hacer, con las películas de la saga se
utilizan criterios distintos que con el resto, ventajas de estar nimbado por el
mito. Pero creo que esta (a la cual no sé si calificar como parte del proyecto,
hija putativa o pariente lejano del mismo) levanta el tono respecto de la
anterior, tiene algo más. Destinada obviamente a hacer caja, “Rogue One”
cuenta, desde la génesis misma del primer boceto del guión, con ciertos
imponderables: la protagonista es una mujer, los rebeldes pertenecen todos a
minorías raciales o sexuales (latinos, negros, homosexuales), mientras que el
Imperio se nutre exclusivamente de varones blancos y presumiblemente
heterosexuales (y no me extrañaría que fueran, perdonadme la crudeza…
¡socialdemócratas!). Pero menos previsible es ese ramalazo de turbiedad que
aporta el personaje de Diego Luna, y que nos descubre que incluso los
inmaculados miembros de la Rebelión pueden tener una pulsión maquiavélica. Las
escenas de lucha están bien rodadas, y el diseño de producción es tan
apabullante como siempre. En fin, que disfruté de la peli, y eso es lo que
cuenta.
Más adulta es “La llegada”, una película de
ciencia-ficción seca, de ribetes filosóficos, sin alardes ni efectos
especiales. Es evidente que Abbott y Costello no reemplazarán a ET como nuestro
alienígena favorito, pero se agradece que aún haya directores que traten al
espectador como adulto y no meramente como comedor de palomitas y comprador de
merchandising. Amy Adams está soberbia en su papel de traductora-heroína (hum,
otra protagonista femenina en una película no estrictamente romántica: ¿llegará
un momento en el que los actores se manifestarán pidiendo papeles de acción
también para ellos?), y la tensión está sabiamente dosificada. Un colofón más que
digno para un año en el que (me repito más que el ajo) no acudí lo suficiente a
las salas, contribuyendo a la decadencia del séptimo arte: para compensar, me
comprometo a tragarme la próxima sesión de los Goya sin rechistar. Mayor
sacrificio, imposible.
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