viernes, 23 de diciembre de 2016

Resumen del 2016. Literatura

¿Pilates a alta temperatura? ¿La dieta Dukan? ¿Sexo tántrico? Ya os lo digo yo: chorradas. Mi secreto para llegar a los cien años es estar siempre leyendo. Un hipotético Dios todopoderoso puede fulminarte en pleno coito, o cuando estás a punto de descubrir la vacuna del cáncer, incluso mientras recibes el Premio Nobel, todos conocemos su retorcido sentido del humor. Pero ni siquiera el más desagradable de los bromistas se atrevería a quitarte la vida cuando estás a mitad de una novela y aún no sabes el nombre del asesino, o porqué Meursault mató precisamente a ese árabe, o si al final esa loca adorable de Emma Bovary colmatará sus fantasías románticas o hará como todas y se limitará a apuntarse a una ONG. No, vamos, hasta ahí podríamos llegar: un libro a medio acabar es un valladar inexpugnable ante la Parca. Eso sí, en cuanto leas la palabra fin coges otro, no hay que dar tregua. No hablo por hablar, tengo pruebas: Borges exhaló su último suspiro el día en que (no podemos ni imaginar el horror que se apoderaría de él al ser consciente de ello) descubrió que ya se había leído no solo todos los libros de su nutrida biblioteca, sino todos los libros del mundo. Mucho menos erudito, infinitamente menos sistemático que el maestro bonaerense, a mí me quedan la tira en las estanterías, y en ese empeño devorador he consumido muchas horas del año que ahora acaba, y del que procedo a hacer resumen.

Empecemos con una de esas frases provocadoras que tanto me gustan: cuando una mujer escribe un libro y le sale mal, eso es literatura femenina; cuando una mujer escribe un libro y le sale bien, eso es simplemente literatura. Pues bien: las dos novelas que más me han gustado de las que he leído este año son dos grandes obras de literatura (a secas, sin adjetivos condescendientes) y han sido escritas por sendas mujeres. Cuando vi la versión cinematográfica de “La edad de la inocencia”, hace ya muchos años (¿hacia 1991, 92?) recuerdo que pensé: “¿qué puñetas hace Scorsese filmando vajillas de porcelana y guantes de cabritilla?”. Ni siquiera la abrasadora belleza de Michelle Pfeiffer logró reconciliarme con una película que no terminé de entender, ese rollo James Ivory no le pegaba al anfetamínico padre de “Toro salvaje” o “Uno de los nuestros”. Pero hete aquí que decidí dedicar este año 2016 (una vez que hube tomado la determinación de pasar mis vacaciones en Nueva York) a profundizar en algunas vetas de la literatura norteamericana que no conocía con profundidad, y eso me llevó a leer la novela de Edith Wharton. La historia no me sorprendió, ya me la sabía por la película. Pero no estaba preparado para la ferocidad que, bajo un manto de terciopelo, manejaba la escritora neoyorquina a la hora de diseccionar las costumbres de sus coterráneos. Sin elevar la voz, sin truculencias, sin innecesarios subrayados: todo en la novela es una quiet storm, ese concepto que utilizan los cantantes de soul para describir esas baladas sedosas que, bajo su capa de melaza, nos recuerdan los aspectos más desgarradores de las relaciones humanas. Ni literatura femenina ni hostias: “La edad de la inocencia” (como “Cumbres borrascosas”, como “La señora Dalloway”, como “Nada”, como otras muchas) es gran literatura tout court.

“Same same… but different”: este es el slogan burlesco que llevan algunas camisetas vendidas en la India. Lo mismo, pero diferente: eso cabe también decir de “Ejercicios respiratorios”, de Anne Tyler, un libro que comparte con el de Wharton ciertos estilemas que (sí, lo admito) podrían pertenecer a la mal llamada literatura femenina (aversión a la grandilocuencia, preferencia de lo íntimo frente a lo épico, entronización de la familia como núcleo de la sociedad, idealización de la pareja), pero que las maneja con una gracia y donaire que queda a años luz de la boba literatura postmenstrual que tanto éxito tiene en los clubs de lectura de mujeres. La Tyler (de la que yo no había leído nada) es capaz de narrarnos algo tan low-key como un día de una pareja ya madura (viajan a ver a su hija, y después se desplazan a la casa de unos amigos) y convertirlo en una odisea fascinante. Ira y Maggie Moran son una de esas parejas en las que él (o ella) empieza una frase y el otro la acaba (todos conocemos gente así). Los Moran se gruñen, se aburren, están sólidamente moldeados a los hábitos del otro… y sin embargo mantienen el fuego sagrado de su matrimonio sin necesidad de apuntarse a un maratón de sadomasoquismo o de irse a vivir a Namibia. Quema tus libros de inteligencia emocional, manda a la mierda al ratón que te ha robado el puto queso, pégale tres tiros al caballero de la armadura oxidada… Anne Tyler y “Ejercicios respiratorios” (gran literatura, repito por enésima vez) sabe más de todo esto (esto: la vida) que Paulo Coelho y Jorge Bucay juntos, ese par de sacamuelas.

Sin salir de la literatura norteamericana, el Phillip Roth que leí este año (“Pastoral americana”) me gustó, claro que sí, pero está un escalón por debajo de “El teatro de Sabbath” o de “Sale el espectro”. “Trampa 22”, todo un clásico de los tiempos modernos, me encantó, aunque le sobra la mitad de la novela, que se repite una y otra vez (quizás esa era la intención de Joseph Heller, hacernos sentir la sensación de circularidad y retorno que se vive en un manicomio, que es donde se desarrolla la trama). También cayeron dos clásicos de la literatura antibelicista (“Adiós a las armas”, de Hemingway y “La roja insignia del valor”, de Stephen Crane). Ah, y Don DeLillo (“Mao II”) engrosó la lista de esos escritores que te deslumbran al descubrir su primer libro (a mí me pasó con “Ruido de fondo”, que me dejó boquiabierto), pero que todo lo que lees después te parece una patata.

¿Se parece o no se parece?
Sí, también leí otras literaturas, pero (no sé porqué) este año raramente saltó la chispa. Me sorprendió el rigor y la insobornable apuesta por no halagar al lector de Gonzalo Hidalgo Bayal (“Conversación”), y leyendo a Héctor Bianciotti (“El amor no es amado”) revisé mi concepto de plagio: qué más da si se imita descaradamente el estilo y fraseo de Borges, hay cuentos que podrían estar en “Ficciones” y (casi) no desmerecer. Reforzaré mi imagen de costumbrista (así me dicen en los talleres literarios que frecuento: ¡costumbrista, adicto al argumento!, y cosas peores) afirmando que disfruté mucho con “El rapto de las sabinas”, del injustamente olvidado Francisco García Pavón, un señor cuyo defecto más imperdonable es que se parecía como una gota de agua a otra gota de agua a José María Ruiz-Mateos. Literatura latinoamericana: frecuenté a autores menos conocidos, como Uslar Pietri (“Las lanzas coloradas”) o Ciro Alegría (“Los perros hambrientos”): a pesar de haber sido excluidos del famoso boom, conservan un vigor expresivo que no se resiente por el paso de los años.

 Por lo que respecta al ensayo, me intrigó sobremanera (al parecer no he sido el único: ha sido casi un best-seller) “La España vacía”, el libro que Sergio del Molino ha dedicado a esa inmensa parte de nuestro país que no sale nunca en las noticias, y cuando sale es en la sección de asesinatos por quítame allá esas lindes. Un libro que enlaza la pervivencia del Carlismo con los jerseys que utilizaba el locutor Joaquín Luqui es, cuando menos, original. “El desmoronamiento”, de George Packer, es una de esas filípicas que escriben los norteamericanos para reafirmarse en la convicción de que todo va mal en la primera potencia mundial (y eso que aún no había ganado Trump). Mi cita anual con Christopher Hitchens se saldó con un relativo fracaso: su “Cartas a un disidente” me pareció flojo, manido: hay que tener mucho cuajo para utilizar el concepto de disidencia en nuestros días (hablo de Occidente), donde cualquier amago de rebeldía se suprime a golpe de subvención.

Quizás sea más revelador el censo de mis relecturas: uno puede caer por casualidad en una insospechada obra maestra, pero nos retratamos al elegir leer de nuevo (¡con el poco tiempo que hay!) algo que nos deslumbró cinco o veinte años atrás. Así, he desempolvado “Un episodio distante”, de Paul Bowles (¡qué fijación tengo con alguien cuyos libros han sido eclipsados por el personaje que los escribió!), “Rimas” de Bécquer (lo tenían en la casa rural que alquilamos en Asturias, y a nadie le amarga un dulce), “Viaje a la Alcarria”, de Cela (me sigue pareciendo su mejor libro), “Nueve cuentos” y “El guardián entre el centeno”, de Salinger (¿Será el “Guardián” uno de mis diez libros favoritos? Si no lo es, está muy cerca), “Ficciones”, de Borges (un año sin releer a Borges es un año perdido) y “Las armas secretas” de Cortázar (ídem). Dejó a los críticos la labor de encontrar el mínimo común denominador de estas relecturas.

¿Novedades? Sí, también, qué remedio, hay que estar al corriente de lo que se está haciendo. Pero me da la impresión que no se puede ser objetivo (por lo menos yo) con algo tan reciente, falta perspectiva, ecuanimidad, faltan esos dos o tres años que permiten a los textos coger aplomo. “Farándula”, de Marta Sanz, tiene momentos de brío, pero no me terminó de convencer, su denuncia social no me la creo, le falta rabia para ser considerada la heredera (como dicen algunos críticos) de Rafael Chirbes. “Piel de mail”, de Iñaki Túrnez, tiene un punto de valentía que me gustó, aunque el tema de las relaciones por internet se me hace demasiado explotado. “Cicatriz”, de Sara Mesa, me intrigó, lo leí casi de un tirón, pero el final me pareció cobarde, demasiado elusivo. Seré piadoso y no me extenderé demasiado en tres libros de cuentos (“Solitario empeño”, de Christian Crusat, “Manual de jardinería (para gente sin jardín)”, de Daniel Monedero y “La acústica de los iglús”, de Almudena Sánchez) que no me gustaron: demasiado ombliguista el uno, demasiado lírico la otra, simplemente irrelevante el de Monedero. En fin, que no se preocupe nadie, ya me encargaré yo de llevar la literatura española a una nueva edad dorada, en cuanto acabe unas movidas que tengo me pongo a ello.

Para acabar el repaso de mi dieta literaria del 2016, vamos a inaugurar la sección “Los fiascos del año” (elegí ese título después de rechazar “Libros que no sirven ni para limpiarte el culo”, pues deduje que podía espantar a mis patrocinadores), no todo va a ser pasar la mano por el lomo y esparcir incienso. Dos libros me han provocado intensos encogimientos de hombros, cuando no decididos rictus de perplejidad: “La niña del pelo raro”, de David Foster Wallace (¿qué puedes esperar de un escritor que sale en las fotos promocionales luciendo un pañuelo bandana?) y “Las gomas” (durante años ansié leer el libro con el que Alain Robbe-Grillet, según decían, había pilotado la renovación de las letras francesas tras el chapapote existencialista; pues bien, lo dejé en la página 100, harto de las idas y venidas de un detective sin interés en una ciudad sin relieve: a otro perro con ese hueso).


En fin, que ya empiezo a hacerme planes lectores para el año que asoma su párvula jeta por el horizonte. ¿Qué libros, qué arrebatadas lecturas habrán de venir, qué decepciones, qué inesperados descubrimientos? La celebración del cincuentenario de “Cien años de soledad” puede ser una pista, y llevo mucho tiempo deseando hincar el diente a “Guerra y Paz”. ¿Sacaré tiempo para lanzarme de cabeza a la obra maestra de Tolstoi? ¿Preferiré, por el contrario, “Moby Dick”? ¿Me atreveré con “Paradiso”, que ya me ha hecho la cobra en dos ocasiones? La respuesta, como dijo alguna vez un Premio Nobel de Literatura de cuyo nombre no quiero acordarme, está en el viento…  

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