¿Pilates a
alta temperatura? ¿La dieta Dukan? ¿Sexo tántrico? Ya os lo digo yo: chorradas.
Mi secreto para llegar a los cien años es estar siempre leyendo. Un hipotético
Dios todopoderoso puede fulminarte en pleno coito, o cuando estás a punto de
descubrir la vacuna del cáncer, incluso mientras recibes el Premio Nobel, todos
conocemos su retorcido sentido del humor. Pero ni siquiera el más desagradable
de los bromistas se atrevería a quitarte la vida cuando estás a mitad de una
novela y aún no sabes el nombre del asesino, o porqué Meursault mató precisamente a ese árabe, o si al final
esa loca adorable de Emma Bovary colmatará sus fantasías románticas o hará como
todas y se limitará a apuntarse a una ONG. No, vamos, hasta ahí podríamos
llegar: un libro a medio acabar es un valladar inexpugnable ante la Parca. Eso
sí, en cuanto leas la palabra fin coges
otro, no hay que dar tregua. No hablo por hablar, tengo pruebas: Borges exhaló
su último suspiro el día en que (no podemos ni imaginar el horror que se
apoderaría de él al ser consciente de ello) descubrió que ya se había leído no
solo todos los libros de su nutrida biblioteca, sino todos los libros del mundo. Mucho menos erudito, infinitamente
menos sistemático que el maestro bonaerense, a mí me quedan la tira en las
estanterías, y en ese empeño devorador he consumido muchas horas del año que
ahora acaba, y del que procedo a hacer resumen.
Empecemos con
una de esas frases provocadoras que tanto me gustan: cuando una mujer escribe
un libro y le sale mal, eso es literatura femenina; cuando una mujer escribe un
libro y le sale bien, eso es simplemente literatura. Pues bien: las dos novelas
que más me han gustado de las que he leído este año son dos grandes
obras de literatura (a secas, sin adjetivos condescendientes) y han sido
escritas por sendas mujeres. Cuando vi la versión cinematográfica de “La edad de la inocencia”, hace ya
muchos años (¿hacia 1991, 92?) recuerdo que pensé: “¿qué puñetas hace Scorsese
filmando vajillas de porcelana y guantes de cabritilla?”. Ni siquiera la
abrasadora belleza de Michelle Pfeiffer logró reconciliarme con una película
que no terminé de entender, ese rollo James Ivory no le pegaba al anfetamínico
padre de “Toro salvaje” o “Uno de los nuestros”. Pero hete aquí que decidí
dedicar este año 2016 (una vez que hube tomado la determinación de pasar mis
vacaciones en Nueva York) a profundizar en algunas vetas de la literatura
norteamericana que no conocía con profundidad, y eso me llevó a leer la novela
de Edith Wharton. La historia no me sorprendió, ya me la sabía por la película.
Pero no estaba preparado para la ferocidad que, bajo un manto de terciopelo,
manejaba la escritora neoyorquina a la hora de diseccionar las costumbres de
sus coterráneos. Sin elevar la voz, sin truculencias, sin innecesarios
subrayados: todo en la novela es una quiet
storm, ese concepto que utilizan los cantantes de soul para describir esas
baladas sedosas que, bajo su capa de melaza, nos recuerdan los aspectos más
desgarradores de las relaciones humanas. Ni literatura femenina ni hostias: “La
edad de la inocencia” (como “Cumbres borrascosas”, como “La señora Dalloway”, como
“Nada”, como otras muchas) es gran literatura tout court.
“Same same…
but different”: este es el slogan burlesco que llevan algunas camisetas
vendidas en la India. Lo mismo, pero diferente: eso cabe también decir de “Ejercicios respiratorios”, de Anne
Tyler, un libro que comparte con el de Wharton ciertos estilemas que (sí, lo
admito) podrían pertenecer a la mal llamada literatura femenina (aversión a la
grandilocuencia, preferencia de lo íntimo frente a lo épico, entronización de
la familia como núcleo de la sociedad, idealización de la pareja), pero que las
maneja con una gracia y donaire que queda a años luz de la boba literatura postmenstrual
que tanto éxito tiene en los clubs de lectura de mujeres. La Tyler (de la que
yo no había leído nada) es capaz de narrarnos algo tan low-key como un día de una pareja ya madura (viajan a ver a su
hija, y después se desplazan a la casa de unos amigos) y convertirlo en una
odisea fascinante. Ira y Maggie Moran son una de esas parejas en las que él (o
ella) empieza una frase y el otro la acaba (todos conocemos gente así). Los
Moran se gruñen, se aburren, están sólidamente moldeados a los hábitos del
otro… y sin embargo mantienen el fuego sagrado de su matrimonio sin necesidad
de apuntarse a un maratón de sadomasoquismo o de irse a vivir a Namibia. Quema
tus libros de inteligencia emocional, manda a la mierda al ratón que te ha
robado el puto queso, pégale tres tiros al caballero de la armadura oxidada…
Anne Tyler y “Ejercicios respiratorios” (gran literatura, repito por enésima
vez) sabe más de todo esto (esto: la vida) que Paulo Coelho y Jorge Bucay
juntos, ese par de sacamuelas.
Sin salir de
la literatura norteamericana, el Phillip Roth que leí este año (“Pastoral americana”) me gustó, claro
que sí, pero está un escalón por debajo de “El teatro de Sabbath” o de “Sale el
espectro”. “Trampa 22”, todo un
clásico de los tiempos modernos, me encantó, aunque le sobra la mitad de la
novela, que se repite una y otra vez (quizás esa era la intención de Joseph
Heller, hacernos sentir la sensación de circularidad y retorno que se vive en
un manicomio, que es donde se desarrolla la trama). También cayeron dos
clásicos de la literatura antibelicista (“Adiós
a las armas”, de Hemingway y “La
roja insignia del valor”, de Stephen Crane). Ah, y Don DeLillo (“Mao II”) engrosó la lista de esos
escritores que te deslumbran al descubrir su primer libro (a mí me pasó con
“Ruido de fondo”, que me dejó boquiabierto), pero que todo lo que lees después
te parece una patata.
¿Se parece o no se parece? |
Sí, también
leí otras literaturas, pero (no sé porqué) este año raramente saltó la chispa.
Me sorprendió el rigor y la insobornable apuesta por no halagar al lector de
Gonzalo Hidalgo Bayal (“Conversación”),
y leyendo a Héctor Bianciotti (“El amor
no es amado”) revisé mi concepto de plagio: qué más da si se imita
descaradamente el estilo y fraseo de Borges, hay cuentos que podrían estar en
“Ficciones” y (casi) no desmerecer. Reforzaré mi imagen de costumbrista (así me
dicen en los talleres literarios que frecuento: ¡costumbrista, adicto al
argumento!, y cosas peores) afirmando que disfruté mucho con “El rapto de las sabinas”, del
injustamente olvidado Francisco García Pavón, un señor cuyo defecto más imperdonable
es que se parecía como una gota de agua a otra gota de agua a José María Ruiz-Mateos.
Literatura latinoamericana: frecuenté a autores menos conocidos, como Uslar
Pietri (“Las lanzas coloradas”) o
Ciro Alegría (“Los perros hambrientos”):
a pesar de haber sido excluidos del famoso boom, conservan un vigor
expresivo que no se resiente por el paso de los años.
Por
lo que respecta al ensayo, me intrigó sobremanera (al parecer no he sido el
único: ha sido casi un best-seller) “La
España vacía”, el libro que Sergio del Molino ha dedicado a esa inmensa
parte de nuestro país que no sale nunca en las noticias, y cuando sale es en la
sección de asesinatos por quítame allá esas lindes. Un libro que enlaza la
pervivencia del Carlismo con los jerseys que utilizaba el locutor Joaquín Luqui
es, cuando menos, original. “El
desmoronamiento”, de George Packer, es una de esas filípicas que escriben
los norteamericanos para reafirmarse en la convicción de que todo va mal en la
primera potencia mundial (y eso que aún no había ganado Trump). Mi cita anual
con Christopher Hitchens se saldó con un relativo fracaso: su “Cartas a un disidente” me pareció
flojo, manido: hay que tener mucho cuajo para utilizar el concepto de disidencia
en nuestros días (hablo de Occidente), donde cualquier amago de rebeldía se
suprime a golpe de subvención.
Quizás sea más
revelador el censo de mis relecturas: uno puede caer por casualidad en una
insospechada obra maestra, pero nos retratamos al elegir leer de nuevo (¡con el
poco tiempo que hay!) algo que nos deslumbró cinco o veinte años atrás. Así, he
desempolvado “Un episodio distante”,
de Paul Bowles (¡qué fijación tengo con alguien cuyos libros han sido
eclipsados por el personaje que los escribió!), “Rimas” de Bécquer (lo tenían en la casa rural que alquilamos en
Asturias, y a nadie le amarga un dulce), “Viaje
a la Alcarria”, de Cela (me sigue pareciendo su mejor libro), “Nueve cuentos” y “El guardián entre el centeno”, de Salinger (¿Será el “Guardián”
uno de mis diez libros favoritos? Si no lo es, está muy cerca), “Ficciones”, de Borges (un año sin releer
a Borges es un año perdido) y “Las armas
secretas” de Cortázar (ídem). Dejó a los críticos la labor de encontrar el
mínimo común denominador de estas relecturas.
¿Novedades?
Sí, también, qué remedio, hay que estar al corriente de
lo que se está haciendo. Pero me da la impresión que no se puede ser objetivo
(por lo menos yo) con algo tan reciente, falta perspectiva, ecuanimidad, faltan
esos dos o tres años que permiten a los textos coger aplomo. “Farándula”, de Marta Sanz, tiene
momentos de brío, pero no me terminó de convencer, su denuncia social no me la
creo, le falta rabia para ser considerada la heredera (como dicen algunos
críticos) de Rafael Chirbes. “Piel de
mail”, de Iñaki
Túrnez, tiene un punto de valentía que me gustó, aunque el tema de las
relaciones por internet se me hace demasiado explotado. “Cicatriz”, de Sara Mesa, me intrigó, lo leí casi de un tirón, pero
el final me pareció cobarde, demasiado elusivo. Seré piadoso y no me extenderé
demasiado en tres libros de cuentos (“Solitario
empeño”, de Christian Crusat, “Manual
de jardinería (para gente sin jardín)”, de Daniel Monedero y “La acústica de los iglús”, de Almudena
Sánchez) que no me gustaron: demasiado ombliguista el uno, demasiado lírico la
otra, simplemente irrelevante el de Monedero. En fin, que no se preocupe nadie,
ya me encargaré yo de llevar la literatura española a una nueva edad dorada, en
cuanto acabe unas movidas que tengo me pongo a ello.
Para acabar el
repaso de mi dieta literaria del 2016, vamos a inaugurar la sección “Los
fiascos del año” (elegí ese título después de rechazar “Libros que no sirven ni
para limpiarte el culo”, pues deduje que podía espantar a mis patrocinadores),
no todo va a ser pasar la mano por el lomo y esparcir incienso. Dos libros me
han provocado intensos encogimientos de hombros, cuando no decididos rictus de
perplejidad: “La niña del pelo raro”, de
David Foster Wallace (¿qué puedes
esperar de un escritor que sale en las fotos promocionales luciendo un pañuelo
bandana?) y “Las gomas” (durante
años ansié leer el libro con el que Alain Robbe-Grillet, según decían, había
pilotado la renovación de las letras francesas tras el chapapote
existencialista; pues bien, lo dejé en la página 100, harto de las idas y
venidas de un detective sin interés en una ciudad sin relieve: a otro perro con
ese hueso).
En fin, que ya
empiezo a hacerme planes lectores para el año que asoma su párvula jeta por el
horizonte. ¿Qué libros, qué arrebatadas lecturas habrán de venir, qué
decepciones, qué inesperados descubrimientos? La celebración del cincuentenario
de “Cien años de soledad” puede ser una pista, y llevo mucho tiempo deseando
hincar el diente a “Guerra y Paz”. ¿Sacaré tiempo para lanzarme de cabeza a la
obra maestra de Tolstoi? ¿Preferiré, por el contrario, “Moby Dick”? ¿Me
atreveré con “Paradiso”, que ya me ha hecho la cobra en dos ocasiones? La
respuesta, como dijo alguna vez un Premio Nobel de Literatura de cuyo nombre no
quiero acordarme, está en el viento…
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