Hasta que mi
cerebro (machacado por décadas y décadas de bollería industrial y sexo
tumultuoso) se convierta en una papilla con la consistencia del cartón mojado,
2016 permanecerá en mis recuerdos como el año en el que por fin pude ver en
directo a algunos de los héroes de mi cada vez más lejana adolescencia. Paul McCartney se dejó la piel en el
Calderón (o, por lo menos, eso nos pareció ver en las pantallas de video, pues
Macca estaba a tomar por culo), mientras que los dos Who supervivientes (Pete & Roger) regaron de electricidad y
decibelios el Mad Cool Festival. Y allí estaba yo, extático y bailarín, con el
sombrero de fieltro que me compré en Amsterdam, aullando a la luna de mayo
“Golden Slumbers”, aullando a la luna de junio “Won’t get fooled again”, un
poco a lo loco, olvidando la presciencia de la muerte.
Pero dejando
aparte los conciertos, el año en el que nos dejaron Bowie, Prince y Leonard
Cohen ha tenido un goloso menú musical. Gracias a la inagotable sabiduría
de Diego Manrique descubrí a She &
Him, un dúo de folk-rock cuyas gozosas canciones me han alegrado más de un
día. La trabajosa lectura (¡en inglés!) de la biografía de Lou Reed me llevo a profundizar en el legado del más conspicuo de
los animales que nos ha dado el rock’n’roll. Para acabar, los azares de Spotify
me condujeron a revisitar los grandes éxitos de Mitch Ryder & The Detroit Wheels, gasolina de muchísimos
octanos, ideal para combatir unos tiempos tan dietéticos como los que
padecemos.
Pero sin duda,
el acontecimiento musical del año fue un deslumbrante re-descubrimiento,
coincidiendo con el cincuentenario de su publicación ¡Por supuesto que había
escuchado, y no pocas veces, el “Pet Sounds” de los Beach Boys! Y aun apreciándolo mucho, no terminaba de entender su
fama, su reputación de ser uno de los escasísimos discos que podía disputar a
alguno de los Beatles su condición de mejor disco de la historia del Pop.
Frente a la exuberancia del “Pepper’s” o al desenfrenado barroquismo de “Abbey
Road”, el sonido casi gregoriano y el minimalismo instrumental que proponían
Brian Wilson y su gente se me quedaba corto, desfasado, excesivamente vintage. Y hasta en un detalle menor
como en el diseño de la portada, la diferencia era insalvable. Compara el
monumento Pop que creó Peter Blake para el “Pepper’s” o el icónico paso de
cebra de “Abbey Road” con la rutinaria foto que sirve como introducción al “Pet
Sounds”: ni Disney lo hubiera hecho peor. En resumen: que sí, que era un gran
disco (un grandísimo disco), que lo escuchaba con agrado (con muchísimo agrado),
pero no, le faltaba algo, esa chispa (ese knack)
que los Beatles exudaban por toneladas, o esa trascendencia que asociamos con
Dylan. Si hasta el título lo decía bien clarito: Sonidos mascotas, amaestrados,
pulidos hasta la extenuación, tan brillantes como efímeros.
Pero la vida
da muchas vueltas, y no todas a peor. Quizás el Muñoz que escuchó “Pet Sounds”
hace años ha desaparecido, ha cambiado, ha mutado, su composición química es
otra, ni mejor ni peor: otra. Y la epifanía surgió al leer “Yeah, yeah, yeah!”,
el fabuloso ensayo sobre la historia del rock escrito por Bob Stanley, alguien
que sabe de lo que habla, ya que fue cocinero antes que fraile (es decir, fue
músico antes de cambiar la guitarra por el ordenador). Aunque discrepo
rotundamente del deslumbramiento (un tanto snob) con el que ensalza estilos que
a mí me parecen muy circunstanciales (el Hip Hop o las nuevas elucubraciones
electrónicas: puaaaaag), sus páginas sobre los Beach Boys se me ofrecieron
luminosas, especialmente por reorientar mi antena a la hora de sintonizar el LP
más conocido de los californianos. En afortunada imagen, Stanley afirma que la
obra cumbre de Brian Wilson ha de escucharse como la banda sonora de “Peanuts”,
los conocidísimos dibujos de Charlie Schultz (aquí adaptados bajo el título de
“Charlie Brown” o “Carlitos & Snoopy”) que quintaesencian esa Norteamérica
mítica que nació de la Segunda Guerra Mundial y que murió en Vietnam. Hum,
musité, aquí hay algo, un rastro a seguir, una pista. Recuerdo haber leído a
“Carlitos” durante mi adolescencia, y, en aquellos años en los que todo tu afán
es mostrarte resuelto y adulto, me encantaba la ternura socarrona que
desprendían aquellas tiras de diseño tan básico, la vulnerabilidad de su
protagonista (nada que ver que la insoportable Mafalda, cuya sombra de
sabihondo dogmatismo está detrás de la muchachada podemita), su ingenuidad
esencial, su cándida visión del mundo. Fantaseando, no tardé en especular:
Charlie Brown, al correr de los años, abandona su bate de béisbol, se compra
una guitarra eléctrica y se convierte en… ¡Brian Wilson! ¡Eso es! ¡Todo encaja!
Me precipité al ordenador, pinché el “Pet Sounds”, y el milagro sucedió, mi
mente se expandió como dicen que lo hacen aquellos cerebros sometidos a una
sistemática ingesta de sustancias alucinatorias. Desde “Wouldn’t be so nice?” a
“Caroline, no” lo estuve escuchando una, dos, tres, muchas veces, cada vez más
asombrado, más levitante, más estupefacto. Esa instrumentación mínima, que
antes se me hubo antojado insuficiente, ahora me parecía maravillosa, sensual
en su parquedad, en su contención. La ausencia de manierismo rockeros (no hay
guitarras estruendosas, ni solos apabullantes, ni estribillos pegajosos) y su
sustitución por sonidos casi infantiles (melódicas, xilófonos, marimbas), unida
a esos coros celestiales, derribaron todas mis objeciones. Tras numerosas
escuchas me atrevía modificar (ligeramente) el preclaro dictamen de Bob
Stanley: sí, es verdad que se trata de música que encaja perfectamente en el
universo de Carlitos y sus amigos, pero yo elevaría un poco el espectro, y
diría que es el zumbido esencial que llevamos dentro en el momento de acabar la
selectividad y hasta que entras en la Universidad, esa banda sonora del último
verano de tu libertad, cuando te preparas para ser abducido por un sistema del
que solo en contadas ocasiones podrás escapar. Vendrán años más intensos,
descubrirás el amor y el sexo, también sus siniestros reversos, aprenderás a
apreciar ofertas sonoras más sofisticadas (¡los aterradores Pink Floyd! ¡El
hosco heavy metal! ¡La insoportable ópera!). Pero lo que nunca olvidarás es
que, en mitad de aquel verano luminoso, justo mientras escuchabas los gloriosos
coros de “God Only Knows” (la mejor canción de la Historia según Paul
McCartney, y creo que ese señor entiende un poco del tema) dejaste la
adolescencia para siempre y te convertiste en un adulto, en un viaje que puedes
revertir cada vez que escuchas “Pet Sounds”. (¡Ah! Y para rematar la jugada,
también este año descubrí un LP en solitario de Brian Wilson (“That Lucky Old
Sun”, de 2008), que escuché con pasión durante todo el verano, y que me
acompañó durante la mágica mañana que pasé en Coney Island, emborrachado de sol
y arena.)
Pero no solo de California me llegaron sorpresas sonoras: también la Francia de principios de los sesenta quiso regalarme los oídos gracias a un recopilatorio que compré casi por casualidad antes de irme a Asturias, y que he escuchado desde entonces hasta la extenuación: “Nouvelle Vague” recoge
canciones y génériques de las
películas de Truffaut, Godard, Jacques Tati (¡cómo le gustaba Tati a mi
hermana!) que me han hecho sentirme Belmondo o Gainsbourg mientras las
tarareaba. Jazz europeo, rock primitivo, bossa de guateque de soltero y hasta
chanson forman la estructura de unas canciones que evocan aquella Europa
optimista y hermosa que hoy ha degenerado en un balneario repleto de
vejestorios acojonados (¡Cuidado con los emigrantes!¡Con la recesión!¡Con los
populismos!¡Con el colesterol!). Ahora ya solo falta que el destino arroje
sobre mi camino a la versión actual de Françoise Hardy, o de Miou Miou, y el círculo se habrá
cerrado, con la esperanza de que 2017 (el año en el que cumple
medio siglo “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band”) sea, al menos tan intenso como ha sido este 2016 al que
despido con esa musgosa melancolía que nos provoca el recuerdo de aquellos
amigos que nos han visto llorar: hasta siempre, y gracias.
Espero que todos estén bien, tengo algunas noticias para compartir hoy... La próxima semana me mudaré a NOLA y espero que este nuevo viaje me devuelva a la actitud de que el cambio es bueno. Tanto que hacer y poco tiempo para hacerlo. Estoy muy agradecido por todas las personas maravillosas en mi vida (incluido Pedro Jerome), un prestamista que me apoya en todo momento. Estoy emocionado y también preocupado. Mi vida ha sido tan una decepción durante tanto tiempo que ha sido difícil salir de ella, pero realmente siento que este cambio será lo mejor que necesito en este momento, y tengo la esperanza de que todas las cosas buenas lleguen a aquellos que esperan. Estoy agradeciendo a un prestamista que me ayudó con un préstamo de 1 millón de dólares para impulsar mi negocio una vez más a una tasa de rendimiento anual del 2%, lo cual es maravilloso, y me gustaría que cualquier persona atrapada en una situación financiera se comunique con Pedro, el prestamista de préstamos en pedroloanss@gmail.com WhatsApp: +18632310632. Para una asistencia de préstamo. Así que por favor manténganme en sus pensamientos, y gracias a este blog puedo al menos mantenerme en contacto con todos ustedes.
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