(8 – mayo – 2017) Desde casi cualquier
parte de Liverpool (una ciudad lisa y compacta) se divisa, a lo lejos, el
remate vanguardista de la “Metropolitan Cathedral of Christ the King”, la
Catedral Católica de la ciudad. Aunque supongo que el culto predominante aquí
es el anglicano, desconozco si la fe papista (o romana) es abundante o
meramente testimonial. En todo caso, me encamino hacia allá, sorprendido por
llevar casi cuatro días en este umbrío rincón de la Inglaterra profunda y no
haber visto aún ni una sola gota de lluvia (para que luego digan). Tras subir
la ligera pendiente quedo maravillado: me encanta, no puedo decirlo de otra
forma. Al menos por fuera es Pop a más no poder, un perfecto reflejo de
aquellos años en los que la Corporación Mejor Gestionada de la Historia vio
cómo flojeaba su cuenta de resultados y decidió abrirse a los tiempos (el tan famoso
como efímero aggiornamiento, que con
tanta energía borró el ultra Juan Pablo II). Me alucina el diseño del edificio,
que parece sacado de una película de Antonioni o de Goddard, no me sorprendería
que la patrona de la iglesia fuera Santa Barbarella de la Ardiente Lascivia.
Tiene una forma que oscila entre silo nuclear y exprimidor galáctico, con
evidentes concomitancias con otros edificios de la época (me viene a la memoria
la corona de espinas de Madrid). Voy a entrar, y en el vestíbulo cojo un
folleto en el que se habla de “Golden Jubilee Celebrations”: al parecer, la
catedral fue consagrada a finales de mayo de 1967… ¡justo pocos días antes de
que The Beatles sacaran el “Sgt. Pepper’s”! No puede ser casualidad, ambos
acontecimientos están impregnados del zeitgeist
de la época hasta los tuétanos, la Historia no hace las cosas a medias.
Dudo mucho que alguno de los cuatro Fabulosos, ya desde hacía tiempo asentados
en Londres, se desplazara a su ciudad natal para dar lustre al acontecimiento:
en primer lugar, creo que ninguno de ellos era de fe católica, y además estaban
en plena barahúnda promocional del disco que cambiaría la historia del Pop,
pero intuyo que no les disgustaría el edificio, que parece salido de los
coloreados fondos animados de la película “Yellow Submarine”. Por dentro es una
enorme sala circular (en una placa se jacta de ser la única de ese tipo en
Europa, no sé si inspirada en los discos de vinilo), con el altar en el centro,
en plan pista de circo. Las capillas a los lados podrían perfectamente pasar
por salas de cualquier museo de arte contemporáneo, llenas de cachivaches
amorfos con remoto significado religioso. Es un edificio despojado de toda
ominosidad católica, en las antípodas del claustrofóbico abarrotamiento que se
experimenta al entrar en una iglesia andaluza o napolitana. Hago un montón de
fotos (que saldrán mal, pues no hay demasiada luz: el lucernario destinado a
que entre está cubierto por una malla, supongo que para evitar la entrada de
palomas). Cuando ya llevo varias vueltas descubro un anuncio en el que se me
invita (previo pago de 3 libras) a visitar los bajos del edificio, la llamada
cripta de Lutyens, el mismo arquitecto (mira tú por dónde) que diseñó la
almendra central de New Delhi, en la que tantos buenos ratos he pasado. Me saco
el ticket y me dispongo a bajar cuando me aborda un señor que se ofrece a bajar
conmigo para explicarme la cripta. Llamadme desconfiado, pero cuando un
desconocido te sugiere acompañarte a un sótano mal iluminado, me pongo en
guardia, anda que no hay thrillers que empiezan así. Además, no sé si me
tranquiliza ver que lleva alzacuellos, a saber si es un pervertido disfrazado
(estoy exagerando: le saco la cabeza y debo de pesar veinte kilos más que él,
si hay que liarse a mamporros tengo todas las de ganar). Bajamos a la cripta, y
mis recelos empiezan a disolverse conforme empieza una disertación plagada de
datos: resulta ser el primer intento (allá por 1930) de construir una catedral
católica en Liverpool, desechado por su elevadísimo coste. Sobre ella se erigió
la actual, aunque tienen muy poco que ver estilísticamente. La cripta no pasa
de ser unos sótanos abovedados de ladrillo bastante convencionales, nada que
ver con el deslumbramiento pop de arriba. El capellán (al que he bautizado, muy
poco imaginativamente, como Father McKenzie, en honor al religioso de “Eleanore
Rigby”) me suelta un rollo bastante académico sobre el lugar, me inunda de
cifras: me aburre. Para salir del paso le digo que la Catedral me recuerda
mucho el espíritu arquitectónico de la iglesia que teníamos en mi colegio, San
Gabriel (regido por los Pasionistas), y que fue construida casi en las mismas
fechas. De repente, Father McKenzie me pregunta si soy católico, al tiempo en
que me escruta con unos ojillos duros y fríos. Es un tipo enjuto, que conserva
todo el pelo, blanco y peinado con rigidez, su boca parece dispuesta a
desenfundar con presteza el sermón o la condena. No, desde luego que no tiene
nada que ver con esos curas glotones y entrañables que salen en las estampitas
del Domund. Trago saliva, no creo que le pueda endilgar la respuesta (¡soy
satanista!) con la que torturo a los Testigos de Jehová que se empeñan en
encasquetarme sus panfletos por la calle. Si a eso unimos que soy el escritor
menos enfant terrible del mundo, es
lógico que le responda cándidamente que sí lo soy. El cura parece detectar la
mentira, me mira fijamente como diciendo: “Conmigo no se juega, pollo”, por lo
que en cuanto puedo cambio alegremente de tema, y para relajar el ambiente le
pregunto qué opina del Brexit. A quién se le ocurre. Tuerce el gesto, y se
embarca en una soflama (confusa y llena de meandros, eso sí) contra los males
que vienen de Europa, entre ellos la “burocracia” (palabra que pronuncia con el
odio que otras que yo me sé dedican a “heteropatriarcado”). Me confiesa (y que
un cura te confiese algo no es baladí) que él votó “to leave”. Yo le llevo amablemente la contraria, pondero las
virtudes de una Europa unida, le recuerdo lo mucho que hemos avanzado en
derechos y democracia, pero se encoge de hombros como un personaje de novela,
uno de esos curas sagaces y descreídos (valga la paradoja) de Chesterton o de
Graham Greene. Como veo que no llegaremos a ninguna postura de consenso acabo
la discusión con “Time will tell…”, a
sentencioso a mí no me gana nadie. Tras unos segundos de granuloso silencio me
dice que tiene que volver a sus quehaceres, por lo que nos despedimos con
moderada cordialidad. Me quedo solo en la cripta (título muy lovecraftiano),
que no me interesa demasiado. Subo de nuevo a la Catedral, doy un par de
vueltas, me sigue encantando su delirio lisérgico. Ahora que lo pienso, el
espíritu de los Beatles (que creí que impregnaría toda la ciudad) solo se me ha
manifestado vívidamente en el Ferry que cruza el río Mersey y aquí, en esta catedral
que casi con toda seguridad jamás pisaron ninguno de ellos, pero que sigue
anclada con firmeza en la maravillosa década de los sesenta. Salgo, paseo a su
alrededor, los arbotantes high tech
me flipan, la catedral está erigida sobre una terraza desde la que se contempla
buena parte de la ciudad. En uno de los muros hay una pintada tontorronamente
sacrílega: “The Lord hates bum sex”, en cuanto llegue al hotel buscaré en
google qué es eso de “Bum sex” que tanto irrita a nuestro señor (Sexo anal, o,
por decirlo en el enternecedor slang
eclesiástico, sexo contra natura). Más me interesa una placa que, ya en la
escalera de salida, nos informa de que “Este proyecto (la catedral) ha sido
financiado, entre otros, por la Unión Europea” Ah, vaya, Father McKenzie, pienso
mientras abandono el recinto, a ver si al final va a resultar que Europa no es
tan mala como creíamos… (Continuará)
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