miércoles, 7 de febrero de 2018

Catholic Fields Forever




(8 – mayo – 2017) Desde casi cualquier parte de Liverpool (una ciudad lisa y compacta) se divisa, a lo lejos, el remate vanguardista de la “Metropolitan Cathedral of Christ the King”, la Catedral Católica de la ciudad. Aunque supongo que el culto predominante aquí es el anglicano, desconozco si la fe papista (o romana) es abundante o meramente testimonial. En todo caso, me encamino hacia allá, sorprendido por llevar casi cuatro días en este umbrío rincón de la Inglaterra profunda y no haber visto aún ni una sola gota de lluvia (para que luego digan). Tras subir la ligera pendiente quedo maravillado: me encanta, no puedo decirlo de otra forma. Al menos por fuera es Pop a más no poder, un perfecto reflejo de aquellos años en los que la Corporación Mejor Gestionada de la Historia vio cómo flojeaba su cuenta de resultados y decidió abrirse a los tiempos (el tan famoso como efímero aggiornamiento, que con tanta energía borró el ultra Juan Pablo II). Me alucina el diseño del edificio, que parece sacado de una película de Antonioni o de Goddard, no me sorprendería que la patrona de la iglesia fuera Santa Barbarella de la Ardiente Lascivia. Tiene una forma que oscila entre silo nuclear y exprimidor galáctico, con evidentes concomitancias con otros edificios de la época (me viene a la memoria la corona de espinas de Madrid). Voy a entrar, y en el vestíbulo cojo un folleto en el que se habla de “Golden Jubilee Celebrations”: al parecer, la catedral fue consagrada a finales de mayo de 1967… ¡justo pocos días antes de que The Beatles sacaran el “Sgt. Pepper’s”! No puede ser casualidad, ambos acontecimientos están impregnados del zeitgeist de la época hasta los tuétanos, la Historia no hace las cosas a medias. Dudo mucho que alguno de los cuatro Fabulosos, ya desde hacía tiempo asentados en Londres, se desplazara a su ciudad natal para dar lustre al acontecimiento: en primer lugar, creo que ninguno de ellos era de fe católica, y además estaban en plena barahúnda promocional del disco que cambiaría la historia del Pop, pero intuyo que no les disgustaría el edificio, que parece salido de los coloreados fondos animados de la película “Yellow Submarine”. Por dentro es una enorme sala circular (en una placa se jacta de ser la única de ese tipo en Europa, no sé si inspirada en los discos de vinilo), con el altar en el centro, en plan pista de circo. Las capillas a los lados podrían perfectamente pasar por salas de cualquier museo de arte contemporáneo, llenas de cachivaches amorfos con remoto significado religioso. Es un edificio despojado de toda ominosidad católica, en las antípodas del claustrofóbico abarrotamiento que se experimenta al entrar en una iglesia andaluza o napolitana. Hago un montón de fotos (que saldrán mal, pues no hay demasiada luz: el lucernario destinado a que entre está cubierto por una malla, supongo que para evitar la entrada de palomas). Cuando ya llevo varias vueltas descubro un anuncio en el que se me invita (previo pago de 3 libras) a visitar los bajos del edificio, la llamada cripta de Lutyens, el mismo arquitecto (mira tú por dónde) que diseñó la almendra central de New Delhi, en la que tantos buenos ratos he pasado. Me saco el ticket y me dispongo a bajar cuando me aborda un señor que se ofrece a bajar conmigo para explicarme la cripta. Llamadme desconfiado, pero cuando un desconocido te sugiere acompañarte a un sótano mal iluminado, me pongo en guardia, anda que no hay thrillers que empiezan así. Además, no sé si me tranquiliza ver que lleva alzacuellos, a saber si es un pervertido disfrazado (estoy exagerando: le saco la cabeza y debo de pesar veinte kilos más que él, si hay que liarse a mamporros tengo todas las de ganar). Bajamos a la cripta, y mis recelos empiezan a disolverse conforme empieza una disertación plagada de datos: resulta ser el primer intento (allá por 1930) de construir una catedral católica en Liverpool, desechado por su elevadísimo coste. Sobre ella se erigió la actual, aunque tienen muy poco que ver estilísticamente. La cripta no pasa de ser unos sótanos abovedados de ladrillo bastante convencionales, nada que ver con el deslumbramiento pop de arriba. El capellán (al que he bautizado, muy poco imaginativamente, como Father McKenzie, en honor al religioso de “Eleanore Rigby”) me suelta un rollo bastante académico sobre el lugar, me inunda de cifras: me aburre. Para salir del paso le digo que la Catedral me recuerda mucho el espíritu arquitectónico de la iglesia que teníamos en mi colegio, San Gabriel (regido por los Pasionistas), y que fue construida casi en las mismas fechas. De repente, Father McKenzie me pregunta si soy católico, al tiempo en que me escruta con unos ojillos duros y fríos. Es un tipo enjuto, que conserva todo el pelo, blanco y peinado con rigidez, su boca parece dispuesta a desenfundar con presteza el sermón o la condena. No, desde luego que no tiene nada que ver con esos curas glotones y entrañables que salen en las estampitas del Domund. Trago saliva, no creo que le pueda endilgar la respuesta (¡soy satanista!) con la que torturo a los Testigos de Jehová que se empeñan en encasquetarme sus panfletos por la calle. Si a eso unimos que soy el escritor menos enfant terrible del mundo, es lógico que le responda cándidamente que sí lo soy. El cura parece detectar la mentira, me mira fijamente como diciendo: “Conmigo no se juega, pollo”, por lo que en cuanto puedo cambio alegremente de tema, y para relajar el ambiente le pregunto qué opina del Brexit. A quién se le ocurre. Tuerce el gesto, y se embarca en una soflama (confusa y llena de meandros, eso sí) contra los males que vienen de Europa, entre ellos la “burocracia” (palabra que pronuncia con el odio que otras que yo me sé dedican a “heteropatriarcado”). Me confiesa (y que un cura te confiese algo no es baladí) que él votó “to leave”. Yo le llevo amablemente la contraria, pondero las virtudes de una Europa unida, le recuerdo lo mucho que hemos avanzado en derechos y democracia, pero se encoge de hombros como un personaje de novela, uno de esos curas sagaces y descreídos (valga la paradoja) de Chesterton o de Graham Greene. Como veo que no llegaremos a ninguna postura de consenso acabo la discusión con “Time will tell…”, a sentencioso a mí no me gana nadie. Tras unos segundos de granuloso silencio me dice que tiene que volver a sus quehaceres, por lo que nos despedimos con moderada cordialidad. Me quedo solo en la cripta (título muy lovecraftiano), que no me interesa demasiado. Subo de nuevo a la Catedral, doy un par de vueltas, me sigue encantando su delirio lisérgico. Ahora que lo pienso, el espíritu de los Beatles (que creí que impregnaría toda la ciudad) solo se me ha manifestado vívidamente en el Ferry que cruza el río Mersey y aquí, en esta catedral que casi con toda seguridad jamás pisaron ninguno de ellos, pero que sigue anclada con firmeza en la maravillosa década de los sesenta. Salgo, paseo a su alrededor, los arbotantes high tech me flipan, la catedral está erigida sobre una terraza desde la que se contempla buena parte de la ciudad. En uno de los muros hay una pintada tontorronamente sacrílega: “The Lord hates bum sex”, en cuanto llegue al hotel buscaré en google qué es eso de “Bum sex” que tanto irrita a nuestro señor (Sexo anal, o, por decirlo en el enternecedor slang eclesiástico, sexo contra natura). Más me interesa una placa que, ya en la escalera de salida, nos informa de que “Este proyecto (la catedral) ha sido financiado, entre otros, por la Unión Europea” Ah, vaya, Father McKenzie, pienso mientras abandono el recinto, a ver si al final va a resultar que Europa no es tan mala como creíamos…  (Continuará)





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