miércoles, 21 de febrero de 2018

El Trovador de la Triste Figura



            Hay pocas verdades absolutas en el mundo del showbusiness. Una de las más fiables es aquella que asegura que, tarde o temprano (y sea tu ciudad grande, pequeña o incluso una pedanía sin ínfulas), Bob Dylan acudirá a ella para actuar. Y eso fue lo que pasó en Alcalá el 14 de julio de 2004, día en el que el genio de Minnesota se materializó en mi ciudad dando un concierto ante 12.000 fervorosos seguidores.


            No esperemos para abrir la caja de los truenos: ¿es Dylan digno merecedor del Premio Nobel de Literatura? Desde que le fue concedido en 2016, es una de las cuestiones que más disputa siguen suscitando en la ya de por sí alborotada secta de los seguidores del cantante. Para algunos es una metedura de pata de la Academia Sueca (¡oh, mirad qué modernos y desprejuiciados somos, nos pasamos por el forro vuestras críticas!), mientras que la feligresía más irreductible considera que no solo el de Literatura, sino que su Mesías debería tener también los de la Paz, Economía y hasta si me apuras el de Química, habida cuenta su abuso de anfetaminas allá por mediados de los sesenta. Presto a meterme en todos los charcos, daré mi opinión: el problema de base es que Bob Dylan no es un escritor, es… otra cosa. A pesar de que su principal influencia literaria es la Biblia, las letras de sus canciones (que, por otra parte, casi nadie se ha molestado en leer) abundan en surrealismo de garrafón, y aunque sus textos más sociales (los de su primera época) supieron atrapar el zeitgeist de la Década Prodigiosa de una manera inigualada, hay que admitir que no son nada del otro mundo (para que nos entendamos: la respuesta no estaba en el viento). El bardo de Duluth es una figura de primer orden en la cultura mundial, pero (fiel a su vidrioso carácter) es enormemente esquivo a las etiquetas, incluso a las elogiosas. Ni para ti, ni para mí: aparquemos la cuestión diciendo que si el Nobel premiara únicamente aspectos literarios sería más justo habérselo concedido a Leonard Cohen (no en vano, novelista y poeta de larga trayectoria antes de decantarse por la canción), pero si también aspira a reconocer la capacidad de influencia y la audacia de los visionarios, Dylan es la persona adecuada. Dejémoslo ahí.

            En todo caso, nada de lo anterior estaba en mis pensamientos cuando aquella calurosa tarde de julio me dirigí al Palacio Arzobispal, en cuyo polvoriento patio (por no decir descampado de mierda) iba a tener lugar el concierto. Precedido por una intensa Eva Amaral (su compañero Juan se había roto una mano, y ella actuó en solitario), ya era noche cerrada cuando salió Dylan con su banda. La audiencia era considerable (había muchos extranjeros), y el concierto se desarrolló por los tajantes cauces por los que trascurre el Never Ending Tour, la gira interminable en la que se había embarcado desde junio de 1988, con el muy dylaniano propósito de no tener cuatro paredes a las que poder llamar hogar (debe de ser terrible acabar convertido en prisionero de tus propias fantasías). La descarga comenzó con una relativa rareza (“The wicked Messenger”), se solidificó con algunas apuestas seguras (“Highway 61 Revisited”, “Don’t think twice, It’s allright”, “Like a Rolling Stone”), y acabó por todo lo alto con un “All along the Watchtower” pleno de electricidad que puso los pelos de punta al que esto escribe. Durante todo el concierto, el cantante mantuvo esa pose hierática y distante que muchos confunden con antipatía, aunque reconozco que me sería muy difícil sacarles de su error. Por supuesto, no logramos arrancarle ni una canción más de las establecidas (y ya no digamos un “¡Hola, Alcalá!”), pero (llamadme cándido si queréis) me gustaría pensar que la inclusión en el concierto de “Boots of Spanish Leather”, con su mención a las montañas de Madrid y a la costa de Barcelona, fue una concesión a todos aquellos que nos reunimos aquel miércoles, confiados en capturar un guiño de complicidad de nuestro ídolo.  


            Acabado el show, y mientras volvía meditabundo y extasiado a casa, quise creer que, desde el escenario, Dylan tenía que haberse fijado en las cigüeñas, en los torreones a medio desmoronar que cercan el Palacio, en la silueta del Campanario de la Magistral que se recortaba contra el anochecer. Quizás alguien de su equipo (un roadie cultureta, pongamos) le dijo (siempre sin mirarle a los ojos, como estipula su contrato) que en aquella ciudad nació Miguel de Cervantes, no es una hipótesis descabellada. Y siguiendo con las suposiciones, podría ser que, al regresar al hotel, y frente a su sempiterna hamburguesa que devora en absoluto silencio, el cantante hubiera dedicado un pensamiento a aquel otro soñador errante, que, cuatro siglos antes de él, había renunciado a la comodidad del domicilio para repartir justicia por los caminos. Sí, ya sé que es una comparación un poco forzada, pero no estaría mal que una placa conmemorara que en el Palacio Arzobispal actuó una vez un juglar cósmico que, fiel seguidor de las normas de caballería, dedicó su vida a llevar su propio evangelio a todas las ciudades del mundo. No aseguro que el propio Dylan venga a la inauguración (¡menudo carácter tiene!), pero quizás nos enviaría a Patti Smith, como hizo con el Nobel. Con eso nos valdría.

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