Apabullados
como estamos ante los gigantes de Modernismo, cabría preguntarnos: ¿cómo se
escribía antes de Joyce, antes de Virginia Woolf? ¿Cómo era la prosa antes de
trufarla de monólogos interiores y de psicologismo, antes de desterrar la pura
belleza literaria de nuestra caja de herramientas? Pues supongo que sería algo
muy parecido a lo que nos ofrece Mauricio Wiesenthal en sus memorias (bueno,
una especie de) “Siguiendo mi camino”, uno más de esos libros inclasificables
(pienso en “La liebre de los ojos de ámbar”, o en “El país donde florece el
limonero”) que caracterizan a la exquisita editorial Acantilado. Utilizando
como hilo conductor aquellas canciones que más le han marcado (y sabe de lo que
se habla, pues durante un tiempo se ganó la vida como cantante), el barcelonés
hace un recorrido por los últimos setenta años de la Historia Contemporánea,
regodeándose en su personaje de intelectual antimoderno y aristocratizante. De
ascendencia judía-alemana, Wiesenthal es uno de esos escritores de difícil
etiquetaje (profundamente católico, esteticista, antinacionalista, proeuropeo,
un punto ingenuo) que suelen ser mejores poemas que poetas. Su empeño en
demostrarnos que es la bête noire de
la burguesía es de una candidez enternecedora, y en numerosas ocasiones sus
frases rozan peligrosamente lo glaseado (para protestar contra el maquinismo
dice, y los que sufran de diabetes deberían pasar al siguiente párrafo: “Cuando un pequeño taller cuelga el cartel de cerrado hay un Niño Jesús
que se queda sin infancia”). Sin embargo, su humor jovial y su falta de
prejuicios hacen de “Siguiendo…” una lectura vital y entretenida, una versión unplugged de las muy densas y
politizadas memorias de algunos testigos del siglo (Stefan Zweig, Eric Hobsbawm,
Christopher Hitchens, Juan Goytisolo…). El namedropping
es inevitable en alguien tan sociable como el bueno de Mauricio (estupenda
la escena en la que conoció a Ava Gardner), y, en su descargo, sus arrebatos de
erudición no son demasiado estomagantes. Y tiene el cuajo de no ser demasiado desgarrado,
en aparecer (hay que tener valor) como una persona… feliz. ¡Eso sí que es
vanguardismo, voto a tal!
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