1 de agosto. E fallaron omnes en el camino que les demandaron derecho de lo que
levavan, e oviérongelo de dar. El tipo luce gafas de espejo, barba de
cuatro días y camina como si llevara piedra pómez en los calzoncillos. Es
demasiado paródico, pienso, pero al policía que ha parado nuestro taxi no
parece importarle, se comporta como uno de esos patrulleros de las películas
malas, no le faltará mucho para decirnos, mientras escupe de lado, ¿es que iban
a apagar algún incendio? Estamos en un lugar indeterminado de la carretera que
une Teherán con Isfahan, un poco hastiados, ya van tres controles, nuestro taxista (más
habituado) se comporta con la sumisión que le dicta el sentido común, no
entendemos sus palabras pero el tono es inconfundible, no llegará a demandarnos
derecho de lo que llevamos, como en tiempos de Clavijo, es otra cosa. El
policía da un par de vueltas alrededor del coche, no sé qué estará comprobando,
o si simplemente es presa de su papel de pequeño déspota, de eslabón de una
cadena de mando que le concede esa cuota de arbitrariedad. El paisaje es
áspero, predesértico, rocas peladas a las que el coriáceo sol de agosto pone a
prueba. El policía mira sin ver el permiso de nuestro taxista, se encoge de
hombros, nos observa de soslayo. Salam aleykom, le decimos, quizás de una forma
demasiado untuosa, la gorra de plato y las charreteras generan esta reacción en
el ser humano. Nos devuelve el saludo, e intercambia unas palabras con el
conductor, ambos se ríen, ¿se ríen de nosotros? ¿se ríen de cuatro chalados que
hacen cientos de kilómetros por un páramo achicharrado por (lo más seguro) mero
esnobismo turístico?. Dejémoslo correr, es su momento de gloria, ni siquiera se
trata de humillar, se limita a tenernos parados sin motivo alguno cinco
minutos, flaca humillación, ¿qué tal hoy en el trabajo, Abdul? Nada, lo de
siempre, ah, sí, me reí un rato de cuatro panolis extranjeros, tenías que
haberlos visto, mujer. Mientras por fin arrancamos pienso que si nuestro
retraso ha contribuido a unir lazos en una familia musulmana, lo doy por bien
empleado.
El libro que nos sirvió de guía |
2 de agosto. En esta ciudad ay muy grandes edificios de casas e mezquitas, fechas de
maravillosa obra de azulejos e de losas e de azul e de oro e de obra de
gesería. Clavijo no estuvo en Ispahán, pero a la ciudad se le pueden
aplicar las palabras que dedicara a la actual Tabriz. Un azulejo, cualquiera, éste mismo, resume y justifica la plaza
del Imán, un asombroso conjunto de palacios, mezquitas y espacios que está en
el corazón de Ispahán. Un azulejo, cualquiera, éste mismo, contiene la armonía
de colores y la sensualidad de formas que se extiende por toda la plaza, en la
Mezquita del Jeque Lotfollah, en el Palacio de Ali Qapu, en las formidables
cúpulas bulbosas, en el escondido bazar que la circunda, en las fuentes donde
beben los caballos, en los minaretes, en las arcadas interminables. Caminamos
al alegre capricho, me dejo caer junto al más notorio de los mihrab, siento el
tacto pulido de los azulejos, la apabullante armonía de la cúpula. Nuestra
sensibilidad europea (mi sensibilidad europea, no quiero involucrar a nadie más
en estas peregrinas reflexiones) me hace añorar densidad a los monumentos
musulmanes, me faltan cosas, dónde están las sillerías, los altares, dónde las
rejas o el omnipresente órgano. Quizás sea al revés, quizás hayamos crecido
atados al horror vacui, quizás haya dado (mientras estoy aquí elucubrando) con
la clave de las divergencias entre religiones, se me desvanece la idea cuando
me levanto y meto mi mano en el pozo de abluciones: el agua, qué fría. La
iconoclastia ha convertido al Islam en una religión abstracta, a veces tengo
días así, me vienen frases a la cabeza que merecerían ser desarrolladas (o
refutadas), pero prefiero seguir siendo acunado por las sensaciones, el ligero
frescor que se refugia en los corredores, las familias que se sientan sobre el
césped de la plaza y comen helados, la tarde que cae despertando los reflejos
de las cúpulas. Intuyo una explicación, una secreta armonía en las
proporciones, una respuesta a insondables misterios cabalísticos, lástima que
sea de mente tan perezosa, prefiero tomarme otro té y fumarme la enésima
chicha.
Mezquita Jeque Lotfollah (Esfahan) |
3 de agosto. Truxieron fasta cient escudillas de fierro estañadas e redondas e
fondas, (…) e desí pusieron asaz de carne en ellas, e carnero adovado e
albóndigas e arroz e otros manjares. Nosotros hemos añadido unas
irrelevantes cervezas sin alcohol, triste recordatorio de que hay otros mundos,
pero etc. Estamos en el Hammam-e Vakil, un restaurante instalado en unos
antiguos baños, y comemos con apetito, el viaje de Esfahan a Shiraz nos ha dejado
exhaustos, se van acumulando los kilómetros, el cansancio empieza a hacer
mella, la dieta de cordero nos empieza a repugnar. Desde que dejamos Estambul
apenas hemos probado otra cosa, el pollo es demasiado correoso y el pescado
casi inexistente, nos han prevenido contra las verduras: en fin, que vivimos de
cordero y arroz. Un grupo de músicos, eso sí, nos hace más llevadera la velada,
a su frente hay un cantante con pinta de funcionario de correos, le respaldan
cuatro sólidos instrumentistas, en especial el encargado de la pandereta, un
verdadero virtuoso. La canción siempre es la misma, una voz que se enrosca
alrededor de un estribillo previsible, la gente da palmas y canta, las mujeres
ululan, los niños bailotean. Los camareros van disfrazados de moro de cómic,
con fez, chaleco, bombachos y babuchas, y sirven rezongando a la clase media de
Shiraz, una ciudad que fue cuna de poetas y de tejedores, no sé si hoy sigue
siéndolo, no tengo estadísticas a mano, me extrañaría pues ya no hay poetas en
ninguna parte (tejedores me imagino que sí). La fuente central emana una
sensación de frescor muy agradable, hay un carro con ensaladas, si te
concentras mucho puedes llegar a convencerte de que la cerveza tiene alcohol.
Vuelven los músicos a la carga, el cantante es capaz de cantar sin alterar el
gesto, podría estar diciendo desde que tú te fuiste mi vida carece de sentido,
pero parece que esté recitando la guía telefónica, esto sí que es
distanciamiento brechtiano, me cuesta entrar en el ambiente, dejarme llevar, quizás
no soy tan buen viajero como me suponía, hay que ver la lucidez que te
proporciona la cerveza cuando no lleva alcohol.
Mr. Tambourine man |
4 de agosto. D’esta ciudat fue señor Darío, e esta era la mayor ciudad de su señorío
e de que más se preciava, onde más facía su morada. Esto lo dice Clavijo al
pasar por Sanga, la antigua Ecbatana, pero nosotros nos hemos trasladado a
Persépolis, la capital indisputada del imperio Persa, uno de esos sitios donde
la Historia se justifica. Los asombrosos relieves, los capiteles, la sensación
de majestuosidad, hasta el pegajoso calor ayuda a fabular, a recrear aquel
tiempo cruel y fascinante. Caminamos por las ruinas prácticamente solos, es
como meterte en los libros de arte que has ojeado desde tu infancia, te has
convertido en una figura sepia de excavaciones remotas. También puedes pensar
en lo efímero del esfuerzo humano, pero eso ya está muy visto, no nos dejemos
llevar por automatismos mentales, en cuanto vemos ruinas todo es vano y
perecedero, el angst al alcance de
todos. La piedra refulge bajo el sol, los relieves alcanzan su verdadero cuajo
conforme cambian las sombras, las vetas del mineral dotan al conjunto de una
suave pátina de modernidad. Subimos a una colina aledaña, y la visión sigue
siendo soberbia, una especie de ajedrez de piezas arbitrariamente diseminadas,
la magnífica Apadana adquiere todo su rango desde esta altura (aunque hay que
desconfiar de las cosas que se construyen –o se escriben, o se piensan- para
ser apreciadas desde una cierta altura). Sigue sin saberse si Persépolis fue
destruida por Alejandro o se quemó por accidente, las cosas son siempre muy
confusas, y no seré yo (ni ninguna reflexión mía) quien las elucide, y tal vez
sea mejor. Ahora llega una excursión de adolescentes, los escolares parecen ser
los únicos que visitan sitios así, de una forma muy poco voluntaria y su
irreverencia pone las cosas en su sitio: sí, todo es vano y perecedero, ya,
pero ahora mismo, ése que tiene toda la pinta de ser el más gamberro de la
clase está señalando a sus compañeros los genitales de un toro alado, en cuanto
dejen de mirar los profesores inscribirá allí su nombre, como ya lo han hecho
un tal Ahmad was here y Pierre aime Monique, juillet 1999.
Persépolis |
5 de agosto. Las mujeres (…) vienen todas cubiertas con sávanas blancas, e ante los
ojos, unas redes prietas de cavellos; así van cerradas, que las no pueden
conocer. Poco, muy poco parece haber cambiado la condición de la mujer en
todos estos siglos, ahora se cubren de negro, hay que ser muy ingenuo para
considerar eso una mejora. Callejeando sin rumbo por la caótica Shiraz hemos
desembocado en una plaza, cercada por varias mezquitas. Es viernes, día (aún
más) sagrado, la muchedumbre acude a rezar, riadas enteras entran y salen, nos
dejamos empujar, desplazar, mientras estamos observando el tráfago de personas
se nos acerca el que parece guardián de la mezquita y nos increpa, qué hacen
aquí, esto es sólo para musulmanes, pero (no sabemos muy bien por qué) le
replicamos que por supuesto que somos musulmanes, nada menos que de Al-Andalus,
el tipo nos contempla desconfiado, las barbas que nos hemos dejado desde que
salimos de casa ayudan, tengo que recurrir a todos mis conocimientos de árabe y
proclamar que Allah Akbar, algo así como que Alá es grande para que el hombre
se aparte respetuosamente de nuestro camino. Entramos con sigilo, nos
dispersamos entre la multitud de rezadores, de fieles convencidos, de taimados
chantajistas que ofrecen sumisión a cambio de favor o prebenda. No estamos en
una de esas reliquias turísticas, ésta es una mezquita de base, uno de esos
lugares anodinos donde acude el musulmán a rezar y a desarrollar su vida
social. Conforme nos acercamos al santuario aumenta el bordoneo, la vibración,
la chirriante salmodia de los oradores, dentro hay una reliquia y ya empezamos
a concitar miradas de extrañeza, apenas nos asomamos para ver una especie de
cámara enrejada donde se custodia algún órgano o víscera contra el que se alzan
manos suplicantes, a mi lado una señora ha puesto los ojos en blanco, el otro
que chilla, un tullido se arrastra, creemos llegado el momento de partir, qué
suerte vivir en un país como el nuestro, pienso mientras huyo, tan alejado de
estos excesos idólatras, habrá quién no entienda (o no quiera entender) la
ironía.
Mezquita del Regente (Shiraz) |
6 de agosto. E esta ciudat de Nixaor estava en un llano, e alderredor d’ella, muchas
huertas e casa muy hermosas (…) E la comarca d’esta ciudad es muy poblada e
tierra muy viciosa. E aquí se acava tierra de Media e comiença tierra de
Horçania. Esto no lo refleja Clavijo, pero en esta ciudad, hoy conocida
como Naisapur, nació y murió Omar Jayán, el más universal de los poetas persas,
aquél que cantó a todo lo que merece la pena ser cantado: las mujeres, el vino,
la muerte (que cada uno ordene sus prioridades). Hemos venido pensando en
hacerle un pequeño homenaje, improvisar una rubayyiat en su honor, pero es muy
tarde, ya ha caído la noche, llevamos casi setecientos kilómetros bordeando un
pavoroso desierto y aún nos quedan cien más para llegar a Mashhad, nuestro fin
de etapa. Damos vueltas por la ciudad, nadie sabe dar razón del poeta, quizás
las autoridades han borrado de la memoria a un vate tan disoluto, tan impío. Al
final encontramos un jardín cerrado, las palmeras se entrevén por las rejas y
(estamos muy cansados, no vamos a ponernos rigurosos) decidimos que ése es el
mausoleo de Jayán, nos bajamos del coche y nos asomamos a lo que parece un
parque mal iluminado, qué triste
homenajear a Jayán con un brindis de agua tibia (no tenemos otra cosa), el
conductor nos mira impertérrito, el sol y las muchas horas de coche les han
pasado factura, extranjeros, qué impredecible es vuestra conducta. Paradojas de
la vida, en esta ciudad de poetas murió Gomes de Salazar, el militar que
acompañaba a Clavijo, tiene que haber una relación (dialéctica, metafórica)
entre ambos hechos, pero la hora se nos echa encima, un hombre de armas y un
hombre de letras, ¿hubiera aprobado Gomes la licenciosa vida de Jayán? ¿Alguna
cuarteta de Jayán podría haber adornado el sepulcro del militar? Son cuestiones
demasiado espinosas para mi fatigado cerebro, exhumemos la manida frase de que
ambos fueron como barcos que se cruzaron en la niebla (de la historia), subimos
al coche urgidos por el gesto imperioso del conductor, despertadme cuando
lleguemos a Mashhad, digo a unos compañeros que ya están dormidos.
Las Rubaiyat |
7 de agosto. E esta tierra es muy caliente. Que cuando algund mercadero de fuera
parte, le toma sol, mátalo; e cuando el sol los toma, diz que les va luego al
corazón, que les face vascar e murir. No exageremos: nuestros padecimientos
apenas pueden compararse con los de Clavijo y su hueste, miembros de aquellas
desdichadas generaciones que no conocieron el aire acondicionado. Pero la
aventura moderna se disfraza con aviesas vestiduras, y cómo podría yo prever
que algún día iba a tener que enfrentarme a un niño iraní que me ha disparado
una bala de tinta en el cuello. Estamos en el hotel (he olvidado el nombre,
vaya cronista de pacotilla), uno de los más lujosos de Mashhad, y donde hemos
tenido que alojarnos por la escasez de camas: una fantasía de espejos y
fuentecillas, que alberga a los peregrinos más pudientes, entre ellos el
puñetero niño. Y en una décima de segundo tengo que decidir entre hacer lo que
me pide el cuerpo (coger al nene y meterle la cabeza en un fuente) o ejercer de
gentleman y sonreír ante la travesura, oh, no se preocupe, no pasa nada, los
chicos son así. La actitud del padre, que ni siquiera hace ademán de
disculparse, no facilita las cosas. Será un reflejo de mi colonialismo, pero me
gustaría que hiciese algo, que golpease a su hijo o que me alcanzara un pañuelo
con el que enjugarme la tinta, qué sé yo, algo. No hay manera, incluso empiezo
a intuir una cierta admiración por lo que ha hecho su hijo, ah, Alá apreciará
esta precoz muestra de fervor yihaidista. Mire, amigo, su hijo me ha dejado la
camiseta llena de tinta, le grito en un correctísimo castellano, así que déjeme
sumergirle en la fuente, sólo un ratito. Menos mal que se interpone un miembro
del hotel y me dice que estoy a tiempo de llevar mi camiseta a la lavandería, a
mi alrededor se empieza a agolpar la gente, si el niño aparece flotando esta
noche en la fuente voy a tener demasiados testigos en mi contra, acepto la
tímida mano que me ofrece su padre y doy por zanjado el incidente. Será un rato
más tarde, en el comedor, y cuando no me mira nadie, que vacíe un salero en su
sopa, es pueril, ya lo sé, pero yo soy así.
Muñoz, dispuesto para la venganza |
(Continuará)
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