sábado, 25 de julio de 2015

(I left my heart in) Samarcanda, 3

1 de agosto. E fallaron omnes en el camino que les demandaron derecho de lo que levavan, e oviérongelo de dar. El tipo luce gafas de espejo, barba de cuatro días y camina como si llevara piedra pómez en los calzoncillos. Es demasiado paródico, pienso, pero al policía que ha parado nuestro taxi no parece importarle, se comporta como uno de esos patrulleros de las películas malas, no le faltará mucho para decirnos, mientras escupe de lado, ¿es que iban a apagar algún incendio? Estamos en un lugar indeterminado de la carretera que une Teherán con Isfahan, un poco hastiados, ya van  tres controles, nuestro taxista (más habituado) se comporta con la sumisión que le dicta el sentido común, no entendemos sus palabras pero el tono es inconfundible, no llegará a demandarnos derecho de lo que llevamos, como en tiempos de Clavijo, es otra cosa. El policía da un par de vueltas alrededor del coche, no sé qué estará comprobando, o si simplemente es presa de su papel de pequeño déspota, de eslabón de una cadena de mando que le concede esa cuota de arbitrariedad. El paisaje es áspero, predesértico, rocas peladas a las que el coriáceo sol de agosto pone a prueba. El policía mira sin ver el permiso de nuestro taxista, se encoge de hombros, nos observa de soslayo. Salam aleykom, le decimos, quizás de una forma demasiado untuosa, la gorra de plato y las charreteras generan esta reacción en el ser humano. Nos devuelve el saludo, e intercambia unas palabras con el conductor, ambos se ríen, ¿se ríen de nosotros? ¿se ríen de cuatro chalados que hacen cientos de kilómetros por un páramo achicharrado por (lo más seguro) mero esnobismo turístico?. Dejémoslo correr, es su momento de gloria, ni siquiera se trata de humillar, se limita a tenernos parados sin motivo alguno cinco minutos, flaca humillación, ¿qué tal hoy en el trabajo, Abdul? Nada, lo de siempre, ah, sí, me reí un rato de cuatro panolis extranjeros, tenías que haberlos visto, mujer. Mientras por fin arrancamos pienso que si nuestro retraso ha contribuido a unir lazos en una familia musulmana, lo doy por bien empleado.

El libro que nos sirvió de guía

2 de agosto. En esta ciudad ay muy grandes edificios de casas e mezquitas, fechas de maravillosa obra de azulejos e de losas e de azul e de oro e de obra de gesería. Clavijo no estuvo en Ispahán, pero a la ciudad se le pueden aplicar las palabras que dedicara a la actual Tabriz. Un azulejo, cualquiera, éste mismo, resume y justifica la plaza del Imán, un asombroso conjunto de palacios, mezquitas y espacios que está en el corazón de Ispahán. Un azulejo, cualquiera, éste mismo, contiene la armonía de colores y la sensualidad de formas que se extiende por toda la plaza, en la Mezquita del Jeque Lotfollah, en el Palacio de Ali Qapu, en las formidables cúpulas bulbosas, en el escondido bazar que la circunda, en las fuentes donde beben los caballos, en los minaretes, en las arcadas interminables. Caminamos al alegre capricho, me dejo caer junto al más notorio de los mihrab, siento el tacto pulido de los azulejos, la apabullante armonía de la cúpula. Nuestra sensibilidad europea (mi sensibilidad europea, no quiero involucrar a nadie más en estas peregrinas reflexiones) me hace añorar densidad a los monumentos musulmanes, me faltan cosas, dónde están las sillerías, los altares, dónde las rejas o el omnipresente órgano. Quizás sea al revés, quizás hayamos crecido atados al horror vacui, quizás haya dado (mientras estoy aquí elucubrando) con la clave de las divergencias entre religiones, se me desvanece la idea cuando me levanto y meto mi mano en el pozo de abluciones: el agua, qué fría. La iconoclastia ha convertido al Islam en una religión abstracta, a veces tengo días así, me vienen frases a la cabeza que merecerían ser desarrolladas (o refutadas), pero prefiero seguir siendo acunado por las sensaciones, el ligero frescor que se refugia en los corredores, las familias que se sientan sobre el césped de la plaza y comen helados, la tarde que cae despertando los reflejos de las cúpulas. Intuyo una explicación, una secreta armonía en las proporciones, una respuesta a insondables misterios cabalísticos, lástima que sea de mente tan perezosa, prefiero tomarme otro té y fumarme la enésima chicha.

Mezquita Jeque Lotfollah (Esfahan)

3 de agosto. Truxieron fasta cient escudillas de fierro estañadas e redondas e fondas, (…) e desí pusieron asaz de carne en ellas, e carnero adovado e albóndigas e arroz e otros manjares. Nosotros hemos añadido unas irrelevantes cervezas sin alcohol, triste recordatorio de que hay otros mundos, pero etc. Estamos en el Hammam-e Vakil, un restaurante instalado en unos antiguos baños, y comemos con apetito, el viaje de Esfahan a Shiraz nos ha dejado exhaustos, se van acumulando los kilómetros, el cansancio empieza a hacer mella, la dieta de cordero nos empieza a repugnar. Desde que dejamos Estambul apenas hemos probado otra cosa, el pollo es demasiado correoso y el pescado casi inexistente, nos han prevenido contra las verduras: en fin, que vivimos de cordero y arroz. Un grupo de músicos, eso sí, nos hace más llevadera la velada, a su frente hay un cantante con pinta de funcionario de correos, le respaldan cuatro sólidos instrumentistas, en especial el encargado de la pandereta, un verdadero virtuoso. La canción siempre es la misma, una voz que se enrosca alrededor de un estribillo previsible, la gente da palmas y canta, las mujeres ululan, los niños bailotean. Los camareros van disfrazados de moro de cómic, con fez, chaleco, bombachos y babuchas, y sirven rezongando a la clase media de Shiraz, una ciudad que fue cuna de poetas y de tejedores, no sé si hoy sigue siéndolo, no tengo estadísticas a mano, me extrañaría pues ya no hay poetas en ninguna parte (tejedores me imagino que sí). La fuente central emana una sensación de frescor muy agradable, hay un carro con ensaladas, si te concentras mucho puedes llegar a convencerte de que la cerveza tiene alcohol. Vuelven los músicos a la carga, el cantante es capaz de cantar sin alterar el gesto, podría estar diciendo desde que tú te fuiste mi vida carece de sentido, pero parece que esté recitando la guía telefónica, esto sí que es distanciamiento brechtiano, me cuesta entrar en el ambiente, dejarme llevar, quizás no soy tan buen viajero como me suponía, hay que ver la lucidez que te proporciona la cerveza cuando no lleva alcohol.
Mr. Tambourine man

4 de agosto. D’esta ciudat fue señor Darío, e esta era la mayor ciudad de su señorío e de que más se preciava, onde más facía su morada. Esto lo dice Clavijo al pasar por Sanga, la antigua Ecbatana, pero nosotros nos hemos trasladado a Persépolis, la capital indisputada del imperio Persa, uno de esos sitios donde la Historia se justifica. Los asombrosos relieves, los capiteles, la sensación de majestuosidad, hasta el pegajoso calor ayuda a fabular, a recrear aquel tiempo cruel y fascinante. Caminamos por las ruinas prácticamente solos, es como meterte en los libros de arte que has ojeado desde tu infancia, te has convertido en una figura sepia de excavaciones remotas. También puedes pensar en lo efímero del esfuerzo humano, pero eso ya está muy visto, no nos dejemos llevar por automatismos mentales, en cuanto vemos ruinas todo es vano y perecedero, el angst al alcance de todos. La piedra refulge bajo el sol, los relieves alcanzan su verdadero cuajo conforme cambian las sombras, las vetas del mineral dotan al conjunto de una suave pátina de modernidad. Subimos a una colina aledaña, y la visión sigue siendo soberbia, una especie de ajedrez de piezas arbitrariamente diseminadas, la magnífica Apadana adquiere todo su rango desde esta altura (aunque hay que desconfiar de las cosas que se construyen –o se escriben, o se piensan- para ser apreciadas desde una cierta altura). Sigue sin saberse si Persépolis fue destruida por Alejandro o se quemó por accidente, las cosas son siempre muy confusas, y no seré yo (ni ninguna reflexión mía) quien las elucide, y tal vez sea mejor. Ahora llega una excursión de adolescentes, los escolares parecen ser los únicos que visitan sitios así, de una forma muy poco voluntaria y su irreverencia pone las cosas en su sitio: sí, todo es vano y perecedero, ya, pero ahora mismo, ése que tiene toda la pinta de ser el más gamberro de la clase está señalando a sus compañeros los genitales de un toro alado, en cuanto dejen de mirar los profesores inscribirá allí su nombre, como ya lo han hecho un tal Ahmad was here y Pierre aime Monique, juillet 1999.

Persépolis

5 de agosto. Las mujeres (…) vienen todas cubiertas con sávanas blancas, e ante los ojos, unas redes prietas de cavellos; así van cerradas, que las no pueden conocer. Poco, muy poco parece haber cambiado la condición de la mujer en todos estos siglos, ahora se cubren de negro, hay que ser muy ingenuo para considerar eso una mejora. Callejeando sin rumbo por la caótica Shiraz hemos desembocado en una plaza, cercada por varias mezquitas. Es viernes, día (aún más) sagrado, la muchedumbre acude a rezar, riadas enteras entran y salen, nos dejamos empujar, desplazar, mientras estamos observando el tráfago de personas se nos acerca el que parece guardián de la mezquita y nos increpa, qué hacen aquí, esto es sólo para musulmanes, pero (no sabemos muy bien por qué) le replicamos que por supuesto que somos musulmanes, nada menos que de Al-Andalus, el tipo nos contempla desconfiado, las barbas que nos hemos dejado desde que salimos de casa ayudan, tengo que recurrir a todos mis conocimientos de árabe y proclamar que Allah Akbar, algo así como que Alá es grande para que el hombre se aparte respetuosamente de nuestro camino. Entramos con sigilo, nos dispersamos entre la multitud de rezadores, de fieles convencidos, de taimados chantajistas que ofrecen sumisión a cambio de favor o prebenda. No estamos en una de esas reliquias turísticas, ésta es una mezquita de base, uno de esos lugares anodinos donde acude el musulmán a rezar y a desarrollar su vida social. Conforme nos acercamos al santuario aumenta el bordoneo, la vibración, la chirriante salmodia de los oradores, dentro hay una reliquia y ya empezamos a concitar miradas de extrañeza, apenas nos asomamos para ver una especie de cámara enrejada donde se custodia algún órgano o víscera contra el que se alzan manos suplicantes, a mi lado una señora ha puesto los ojos en blanco, el otro que chilla, un tullido se arrastra, creemos llegado el momento de partir, qué suerte vivir en un país como el nuestro, pienso mientras huyo, tan alejado de estos excesos idólatras, habrá quién no entienda (o no quiera entender) la ironía.

Mezquita del Regente (Shiraz)
6 de agosto. E esta ciudat de Nixaor estava en un llano, e alderredor d’ella, muchas huertas e casa muy hermosas (…) E la comarca d’esta ciudad es muy poblada e tierra muy viciosa. E aquí se acava tierra de Media e comiença tierra de Horçania. Esto no lo refleja Clavijo, pero en esta ciudad, hoy conocida como Naisapur, nació y murió Omar Jayán, el más universal de los poetas persas, aquél que cantó a todo lo que merece la pena ser cantado: las mujeres, el vino, la muerte (que cada uno ordene sus prioridades). Hemos venido pensando en hacerle un pequeño homenaje, improvisar una rubayyiat en su honor, pero es muy tarde, ya ha caído la noche, llevamos casi setecientos kilómetros bordeando un pavoroso desierto y aún nos quedan cien más para llegar a Mashhad, nuestro fin de etapa. Damos vueltas por la ciudad, nadie sabe dar razón del poeta, quizás las autoridades han borrado de la memoria a un vate tan disoluto, tan impío. Al final encontramos un jardín cerrado, las palmeras se entrevén por las rejas y (estamos muy cansados, no vamos a ponernos rigurosos) decidimos que ése es el mausoleo de Jayán, nos bajamos del coche y nos asomamos a lo que parece un parque mal iluminado,  qué triste homenajear a Jayán con un brindis de agua tibia (no tenemos otra cosa), el conductor nos mira impertérrito, el sol y las muchas horas de coche les han pasado factura, extranjeros, qué impredecible es vuestra conducta. Paradojas de la vida, en esta ciudad de poetas murió Gomes de Salazar, el militar que acompañaba a Clavijo, tiene que haber una relación (dialéctica, metafórica) entre ambos hechos, pero la hora se nos echa encima, un hombre de armas y un hombre de letras, ¿hubiera aprobado Gomes la licenciosa vida de Jayán? ¿Alguna cuarteta de Jayán podría haber adornado el sepulcro del militar? Son cuestiones demasiado espinosas para mi fatigado cerebro, exhumemos la manida frase de que ambos fueron como barcos que se cruzaron en la niebla (de la historia), subimos al coche urgidos por el gesto imperioso del conductor, despertadme cuando lleguemos a Mashhad, digo a unos compañeros que ya están dormidos.

Las Rubaiyat

7 de agosto. E esta tierra es muy caliente. Que cuando algund mercadero de fuera parte, le toma sol, mátalo; e cuando el sol los toma, diz que les va luego al corazón, que les face vascar e murir. No exageremos: nuestros padecimientos apenas pueden compararse con los de Clavijo y su hueste, miembros de aquellas desdichadas generaciones que no conocieron el aire acondicionado. Pero la aventura moderna se disfraza con aviesas vestiduras, y cómo podría yo prever que algún día iba a tener que enfrentarme a un niño iraní que me ha disparado una bala de tinta en el cuello. Estamos en el hotel (he olvidado el nombre, vaya cronista de pacotilla), uno de los más lujosos de Mashhad, y donde hemos tenido que alojarnos por la escasez de camas: una fantasía de espejos y fuentecillas, que alberga a los peregrinos más pudientes, entre ellos el puñetero niño. Y en una décima de segundo tengo que decidir entre hacer lo que me pide el cuerpo (coger al nene y meterle la cabeza en un fuente) o ejercer de gentleman y sonreír ante la travesura, oh, no se preocupe, no pasa nada, los chicos son así. La actitud del padre, que ni siquiera hace ademán de disculparse, no facilita las cosas. Será un reflejo de mi colonialismo, pero me gustaría que hiciese algo, que golpease a su hijo o que me alcanzara un pañuelo con el que enjugarme la tinta, qué sé yo, algo. No hay manera, incluso empiezo a intuir una cierta admiración por lo que ha hecho su hijo, ah, Alá apreciará esta precoz muestra de fervor yihaidista. Mire, amigo, su hijo me ha dejado la camiseta llena de tinta, le grito en un correctísimo castellano, así que déjeme sumergirle en la fuente, sólo un ratito. Menos mal que se interpone un miembro del hotel y me dice que estoy a tiempo de llevar mi camiseta a la lavandería, a mi alrededor se empieza a agolpar la gente, si el niño aparece flotando esta noche en la fuente voy a tener demasiados testigos en mi contra, acepto la tímida mano que me ofrece su padre y doy por zanjado el incidente. Será un rato más tarde, en el comedor, y cuando no me mira nadie, que vacíe un salero en su sopa, es pueril, ya lo sé, pero yo soy así.   

Muñoz, dispuesto para la venganza

                                                                              (Continuará)

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