Hace hoy
exactamente diez años, y acompañado por tres camaradas de fatigas, salí del
aeródromo de Cuatro Vientos con la intención de repetir el periplo que, seis
siglos antes, había realizado el caballero castellano Ruy González de Clavijo y
que le llevó a la lejana Samarcanda, a rendir pleitesía al formidable caudillo Tamorlán,
a la sazón dueño y señor de media Asia. De resultas de aquel viaje redacté unas
cuartillas que me he decidido a exhumar, y que publicaré en mi blog en unas
cuantas entregas, a efectos de hacer más llevadera su lectura. Cada una de
ellas se abre con un pequeño párrafo del libro que, a su regreso a Madrid,
escribió el esforzado Clavijo (“Embajada a Tamorlán”), y se cierra con alguna
de las fotos que hicimos en route. Con
la perspectiva que da el tiempo, reconozco que aquella aventura me hizo
comprender a qué se refería Ciro Alegría cuando dijo que el mundo es ancho y
ajeno.
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23 de julio. La dicha isla es todo lo más d’ella montañas altas, de montes baxos e
pinares. Desde que Clavijo pasara
por aquí, la orografía ibicenca se ha mantenido, pero una constelación de
piscinas, brillantes teselas azules en un mosaico verdipardo, nos llama
poderosamente la atención desde nuestra altura de pájaros impostores. Hemos
sustituido la carraca de antaño por una avioneta de hogaño, y no hay que forzar
mucho la imaginación para sentir cómo cosquillean nuestra panza los pinos, unos
pinos densos y sobrios que ignoran el calor del mediodía. Aterrizamos con algún
bote más de los estrictamente necesarios, y uno de los pilotos sentencia
aterrizaje duro, aterrizaje seguro, no sé si se lo acaba de inventar o es un
intento de tranquilizarme (¿tanto he dejado entrever mi nerviosismo?), durante
un momento dudo sobre si hacer la broma esa de besar el suelo, quizás sea
pasarse, mejor no. Clavijo poco (o nada) cuenta de sus mareos, tan
comprensibles en alguien tan de tierra adentro, era gente más curtida, más
púdica para con sus debilidades (yo no tengo por qué). En la cafetería me
repongo, recupero el color, la comida hace milagros, no sé si atreverme con una
cerveza, todos los hermanos fueron valientes, camarero, por favor. Es al dejar
el restaurante cuando se nos informa de que no podemos volar a Nápoles por no
sé qué alarma antiterrorista, vuelven las mariposas a mi estómago, los pilotos
arquean las cejas (simplemente han arqueado las cejas, me convenzo, no pasa
nada), hay que buscar un trayecto alternativo, hay una Alerta Bravo (¿Alerta
Bravo? ¿No es demasiado… peliculero?), será mejor que busquemos el norte de
Cerdeña (¿No fue por allí por donde capotó la avioneta de Saint Exupery?: él,
por lo menos, tuvo tiempo para escribir su obra, yo aún estoy comenzando).
Cuando montamos de nuevo en la avioneta el piloto me palmea la espalda, que no
pasa nada, hombre, pues claro que no, sonrío forzado, qué podría pasar (“El
Principito”, eso podía pasar, miles de escolares martirizados con el niño, y el
zorro, y la flor esa que habla, fíjate si podían pasar cosas…)
El intrépido aviador |
24 de julio. A la mano esquierda, pareció otra isla de una sierra alta que es
llamada Astrangol, e tiene una boca por do salían fumo e fuego. El cambio
de nombre no lo ha domesticado, el Strómboli sigue dando muestras de su áspero
carácter, y nos recibe con una filigrana de humo, eso sí, sin mucho entusiasmo,
es un estallido telúrico un poco funcionarial, como para cubrir el expediente,
los grandes rugidos los ha de reservar para los vulcanólogos. Aun así, me dejo
hipnotizar por esas volutas que serpentean sin pausa, me sorprendo pidiendo que
bajemos aún un poco más, quiero ver más de cerca la naturaleza en todo su
exuberante esplendor, esto último quizás no debía haberlo dicho (no sé si ha
quedado un poco cursi, la mirada que intercambian los pilotos disipa mis dudas:
ha quedado un poco cursi), pero bajamos, circunvolamos la isla cónica, rodeamos
los más de novecientos metros que se elevan sobre el Mediterráneo (novecientos
veinticuatro, afirma la guía), me decepciona no oler a azufre, en realidad no
huele a nada, ni siquiera a mar. Hay un poblado que se apiña en uno de los
lados protegidos, se agarra a un costado de la isla, es como si sus habitantes
mantuviesen un pie en tierra y otro en conato de huida, no sé qué es más
maravilloso, si la cólera de la naturaleza o la tenacidad del ser humano,
también me podía haber guardado la frasecita, los pilotos ya no esconden su
francachela ante mis deslices verbales, reservo a mi monólogo interior una
observación sobre el delicado sabor que ha de tener el vino producido por esas
viñas inverosímiles. Damos una vuelta más, la imagen de King Kong y las
avionetas no me parece disparatada, un súbito exabrupto de cólera podría
abatirnos sin esfuerzo, los desolados flancos del volcán dejan poco margen a la
duda. Se me deniega una tercera vuelta, vamos muy retrasados para Rodas, miro
cómo se desvanece por la ventanilla trasera, se convierte en un recuerdo, de
tener más personalidad declamaría un poema o algo, unos versos sobre el infierno,
(¿cómo era eso de Blake? ¿O era Shelley?: comprobar) pero cualquiera aguanta
luego a los pilotos.
Stromboli |
25 de julio. Esta ciudad de Rodes no es muy grande, e está en un llano junto con el
mar. E es isla que tiene un castillo muy grande e es apartado sobre sí. El
castillo ha sido tomado por los turistas, también el puerto, nos encaminamos
hacia donde estuvo el Coloso. Un par de columnas sin fuste, pulidas y tristes,
coronadas con sendas estatuas de ciervos, malocupan el enorme vacío que dejó
aquel faro delirante, una de las maravillas en aquellos siglos de asombro. No
sé muy bien qué representan los ciervos, ridículos en un lugar donde habitó la
desmesura, leo en algún sitio que los mandó erigir Mussolini, qué amor a la
quincallería demuestran los dictadores, qué pasión por el bibelot. Hay grupos
de nórdicos que hacen fotos, nosotros también las hacemos: el mar, los ciervos,
la terrible ausencia del Coloso. Docenas de barcos ofrecen cruceros a islas
próximas y lejanas, a la costa turca, simplemente para pasar el día o ver
delfines. También hay un vidente que bosteza y algunos puestos de zumos. Los
Caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén han sido sustituidos por una
cofradía no menos fervorosa, esos miles de turistas que van y vienen, y hacen
fotos, eso ya lo he dicho, pero es que hacen muchas. Es difícil abstraerse,
meterse en la piel de aquellos cruzados de fe inquebrantable y brazo de hierro
que hicieron de esta isla su cabeza de puente contra el infiel, eran otros
tiempos, otro temple, hoy no creo yo que. Hay restaurantes, muchos
restaurantes, ofrecen carne y cerveza un poco floja, también ofrecen esa
hospitalidad a granel pensada para el viajero apresurado. Lo que no quita para
que nos sentemos y pidamos carne y cerveza un poco floja, y aceptemos con
agrado esa hospitalidad a granel, incluso que hagamos más fotos. Se te queda un
regusto dulzarrón, la melancolía (no es melancolía) de las cosas que ya han
pasado y a las que no has llegado por poco. Brindemos por la amistad entre
españoles y griegos, levantamos la cerveza ante la solicitud del patrón, él
pone toda su buena voluntad y no vamos a ser nosotros quienes le estropeemos la
fiesta.
Cena en Rodas, con nuestros pilotos |
26 de julio. Avía una cisterna muy grande so tierra, que tenía mucho agua, e tan
grande era que dezían que podría en ella estar cient galeas. Clavijo no la
nombra, pero tiene que ser la cisterna de Yerebatán, a unos metros de Santa
Sofía, es mi primer destino cada vez que visito Estambul, esa ciudad que vive
con un pie en (o a caballo de, la imagen que se prefiera) Oriente y otro en
Occidente, cómo era eso de siervo de dos señores (¿o casa de dos puertas?).
Paseamos entre las trescientas treinta y seis columnas, atentos a las extrañas
reverberaciones del agua, a las cacofonías que provocan las conversaciones, los
desparejos idiomas. Arrastro a mis compañeros hasta un capitel que, caído en el
suelo y teñido por el verdín, representa la cabeza de la Medusa, sumergida a
medias en el agua: la incierta suerte de los dioses (o de los semidioses),
carne de postal fácil. La gente tira monedas, desde lo de la Fontana de Trevi
la gente tira monedas en cuanto ve agua y piedras, un mosaico de níquel sobre
el que cruza una carpa, qué deseo acompañará a ese rubicundo alemán que (feo
gesto) ha cambiado el euro que pensaba arrojar por una moneda de veinte
céntimos: ¿Volver a Estambul, conocer el amor, dominar el mundo? La moneda es
tragada con un suspiro de succión, el alemán se ríe, sabe que ha hecho una
gansada, y eso es impropio de él, si me ven en Hannover. El gigantesco aljibe
(sale en una película de James Bond) es lugar de furtivos encuentros, o al
menos eso quiero imaginarme: juraría que esa pareja del fondo entraron por
separado, y ahora ella se deja acariciar la mano con lentitud bizantina (el
adjetivo está un poco forzado, pero me gusta), con esa delectación que sólo
proporciona el adulterio (cuando uno viaja, lo hace con la papilla digerida de
todas las malas novelas que ha leído). Es hora de ir a ver Santa Sofía, una
palmada en el hombro me saca de mis ensoñaciones, sí, sí, ahora voy, me demoro
lo suficiente para comprobar cómo la pareja se separa, ella sale antes pero no
sin volver la cabeza, está muy lejos y apenas hay luz, adivino una sonrisa
cómplice, aunque también puedo habérmela inventado, no lo descarto.
Tras salir de la Cisterna, con Santa Sofía de fondo |
(Continuará)
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