lunes, 27 de julio de 2015

(I left my heart in) Samarcanda, 4

8 de agosto. Dizen mola por dotor e savidor. Los clérigos o mullah con los que tuvieron tratos los embajadores poco se distinguen del que ha aceptado recibirnos en el interior de la mezquita de Mashhad: ese turbante enroscado con estudiada displicencia, esa barba recortada al milímetro, esos anillos ostentosos-pero-no-demasiado. Su apretón de manos es melifluo, muy de obispo, y su voz emite el mismo sonido de una cobra deslizándose por el mármol (qué va, es mucho más átono, pero le cuadra la imagen). A su alrededor se afanan dos traductores y un edecán, que lo preceden, adivinando sus movimientos. Uno de sus ayudantes nos informa de que van a grabar la reunión en video, a lo que nos negamos rotundamente, nunca se sabe en manos de quién puede caer una cinta en la que se te ve charlando con un presunto ayatollah, y no están los tiempos como para. Parecen un poco sorprendidos por nuestra negativa, pero no alteran el gesto. A continuación, el mullah se embarca en un monocorde slalom por todos los tópicos habidos y por haber: que cómo va a ser violenta una religión que prohíbe el maltrato a los animales (un poco torticero el argumento, me parece), que si la amistad entre todos los hombres, sus adláteres toman cuidadosa nota de todo lo que sale de su boca, incluso de los más alambicados razonamientos teológicos. Mirad, nos dice en un momento de súbito arrebato, si me demostráis que el cristianismo es mejor que el islam, me convierto ahora mismo. No, no nos ha entendido, ¿tenemos acaso pinta de misioneros? ¿Damos la impresión de ir buscando la palma del martirio? Desconecto frustrado, vencido por el  implacable dogmatismo del discurso. Sólo enarco la oreja cuando oigo “religious management”, algo así como “management religioso”, o “gestión empresarial de la religión”. Ah, qué tiempos aquellos en que se convertía a la gente con el crucifijo o la cimitarra… Bueno, que eso, nos despedimos de él haciendo gala de toda nuestra colección de zalemas, nada altera su imperturbable serenidad, qué tranquilizador ha de ser haber encontrado la solución a todos los problemas, qué desasosegante.

Big Brother Jomeini

9 de agostoLlegó a ellos el alguacil de la ciudad e un escribano (…) e dixieron a los dichos embaxadores qu’el Señor les enviava mandar que todas las cosas que avían, ge las diesen e entergasen. A tanto no llegaron nuestros problemas aduaneros, hoy todo es mucho más sutil: tres funcionarios revuelven nuestras mochilas con parsimonia, como si en lugar de buscar algo en concreto estuvieran ejecutando algún misterioso experimento de física (o de nigromancia). Tras una hora larga de escrutinio se nos deja marchar, no creo que sea la mejor forma de predisponer al viajero que entra en Turkmenistán, una enorme bolsa de petróleo sobre la que se sienta el dictador de turno, si no fuera éste sería otro, hay veces en que la historia se ensaña con pueblos o lugares sin merecerlo. El tupé relamido y la mirada falsa de Niyazev nos vigilan desde retratos, vallas publicitarias, fantasías alegóricas y esculturas más o menos camp. Nuestro visado no es ya de tránsito, sino casi efímero, y por eso el día está siendo de dibujos animados, cuatro viajeros zumbando por encima de unas carreteras sumarias a pesar de los controles policiales (llegarán hasta veintiuno: ojean nuestros pasaportes, le piden al conductor la licencia, patean la rueda del coche, y con un gesto cansino dan su consentimiento al viaje, venga, tiren). Cruzamos el desierto del Karakum, atravesamos el país sin parar y llegamos de noche a Turkmenabat, junto a la frontera. Damos vueltas por la ciudad, no hay alojamiento en ningún sitio, ya empezamos a resignarnos a tener que dormir en el coche cuando el conductor nos guiña un ojo, tengo una idea, serpenteamos entre los suburbios, atravesamos un jardín reseco y llegamos a una casa. No me gusta nada la cara que está poniendo este tío, confieso, pero de repente se abre la puerta, y salen cinco señoritas, hola, marineros, y si no dicen eso dicen su equivalente en turkmeno, todos miramos al conductor que ya no disimula una sonrisa de oreja a oreja, habrá que dormir en algún sitio, dice entusiasmado uno de nosotros, dejemos a los futuros hispanistas que estudien estas líneas la labor de identificarle.

Festín en un burdel turkmeno


10 de agosto. Llegaron a una gran ciudat que ha nombre Bohar, la cual ciudat está en un llano, e era cercada de una cerca de tapias de tierra, e avía unas cavas muy fondas, llenas de agua. Poco interés muestra Clavijo por la actual Bukhara, ya en Uzbekistán, pero para nosotros resulta la sorpresa del viaje, una maravillosa colección de monumentos islámicos restaurados con gusto, sin la presión del turismo. Llevamos varias horas vagando sin rumbo, hay veces en que es mejor arrinconar las guías y dejar que el azar tome el lugar que le corresponde y que nos empeñamos en negarle. Una callejuela desemboca en una mezquita deslumbrante, las murallas se curvan como una barriga satisfecha, hay niñas que pasean con trajes coloreados, el grandioso minarete añade la dimensión vertical que falta a una ciudad muy pegada al suelo, el bazar dormita. Flota una sensación de pereza, de tarde morosamente prolongada, no sé si atreverme a decir que de tiempo detenido, es como si la gente caminara de puntillas. El atardecer se adueña de las cúpulas, saca todo su modesto esplendor a los muros de ladrillo, hay un grupo de chavales jugando al fútbol en una plaza, incluso damos unas patadas con ellos. Cualquier otro menos bragado que yo se arrancaría con algo del tipo Bukhara es un estado mental, pero esas cosas luego se pagan, es reducir un momento especial a un tropo literario, y no sería justo. Nos sentamos en el patio de una mezquita, incluso los vendedores de souvenirs nos miran con desgana, una indefinible beatitud se apodera de nosotros, la melancolía que provocan los sitios que no volverás a pisar. Buscamos cualquier excusa para demorar el regreso al hotel, incluso retamos de nuevo  a los futbolistas, venga, la revancha, quién se acuerda ahora del cansancio, de los muchos kilómetros, ¿y si nos tomamos una cerveza junto a ese estanque?, una estatua recuerda que estamos en plena Ruta de la Seda, hay sitios que te obligan a creer que quizás allí alcanzarías la felicidad, quizás allí alcanzarías esa plenitud con la que llevas tantos años soñando, rechazo una segunda cerveza, ya estoy pensando tonterías. 

Bukhara
                                                                        (Continuará)

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