8 de agosto. Dizen mola por dotor e savidor. Los clérigos o mullah con los que
tuvieron tratos los embajadores poco se distinguen del que ha aceptado
recibirnos en el interior de la mezquita de Mashhad: ese turbante enroscado con
estudiada displicencia, esa barba recortada al milímetro, esos anillos
ostentosos-pero-no-demasiado. Su apretón de manos es melifluo, muy de obispo, y
su voz emite el mismo sonido de una cobra deslizándose por el mármol (qué va,
es mucho más átono, pero le cuadra la imagen). A su alrededor se afanan dos
traductores y un edecán, que lo preceden, adivinando sus movimientos. Uno de
sus ayudantes nos informa de que van a grabar la reunión en video, a lo que nos
negamos rotundamente, nunca se sabe en manos de quién puede caer una cinta en
la que se te ve charlando con un presunto ayatollah, y no están los tiempos
como para. Parecen un poco sorprendidos por nuestra negativa, pero no alteran
el gesto. A continuación, el mullah se embarca en un monocorde slalom por todos
los tópicos habidos y por haber: que cómo va a ser violenta una religión que prohíbe
el maltrato a los animales (un poco torticero el argumento, me parece), que si
la amistad entre todos los hombres, sus adláteres toman cuidadosa nota de todo
lo que sale de su boca, incluso de los más alambicados razonamientos
teológicos. Mirad, nos dice en un momento de súbito arrebato, si me demostráis
que el cristianismo es mejor que el islam, me convierto ahora mismo. No, no nos
ha entendido, ¿tenemos acaso pinta de misioneros? ¿Damos la impresión de ir
buscando la palma del martirio? Desconecto frustrado, vencido por el implacable dogmatismo del discurso. Sólo
enarco la oreja cuando oigo “religious management”, algo así como “management
religioso”, o “gestión empresarial de la religión”. Ah, qué tiempos aquellos en
que se convertía a la gente con el crucifijo o la cimitarra… Bueno, que eso,
nos despedimos de él haciendo gala de toda nuestra colección de zalemas, nada
altera su imperturbable serenidad, qué tranquilizador ha de ser haber
encontrado la solución a todos los problemas, qué desasosegante.
Big Brother Jomeini |
9 de agosto. Llegó a
ellos el alguacil de la ciudad e un escribano (…) e dixieron a los dichos
embaxadores qu’el Señor les enviava mandar que todas las cosas que avían, ge
las diesen e entergasen. A tanto no llegaron nuestros problemas aduaneros,
hoy todo es mucho más sutil: tres funcionarios revuelven nuestras mochilas con
parsimonia, como si en lugar de buscar algo en concreto estuvieran ejecutando
algún misterioso experimento de física (o de nigromancia). Tras una hora larga
de escrutinio se nos deja marchar, no creo que sea la mejor forma de
predisponer al viajero que entra en Turkmenistán, una enorme bolsa de petróleo
sobre la que se sienta el dictador de turno, si no fuera éste sería otro, hay
veces en que la historia se ensaña con pueblos o lugares sin merecerlo. El tupé
relamido y la mirada falsa de Niyazev nos vigilan desde retratos, vallas
publicitarias, fantasías alegóricas y esculturas más o menos camp. Nuestro
visado no es ya de tránsito, sino casi efímero, y por eso el día está siendo de
dibujos animados, cuatro viajeros zumbando por encima de unas carreteras
sumarias a pesar de los controles policiales (llegarán hasta veintiuno: ojean
nuestros pasaportes, le piden al conductor la licencia, patean la rueda del
coche, y con un gesto cansino dan su consentimiento al viaje, venga, tiren).
Cruzamos el desierto del Karakum, atravesamos el país sin parar y llegamos de
noche a Turkmenabat, junto a la frontera. Damos vueltas por la ciudad, no hay
alojamiento en ningún sitio, ya empezamos a resignarnos a tener que dormir en
el coche cuando el conductor nos guiña un ojo, tengo una idea, serpenteamos
entre los suburbios, atravesamos un jardín reseco y llegamos a una casa. No me
gusta nada la cara que está poniendo este tío, confieso, pero de repente se abre
la puerta, y salen cinco señoritas, hola, marineros, y si no dicen eso dicen su
equivalente en turkmeno, todos miramos al conductor que ya no disimula una
sonrisa de oreja a oreja, habrá que dormir en algún sitio, dice entusiasmado
uno de nosotros, dejemos a los futuros hispanistas que estudien estas líneas la
labor de identificarle.
Festín en un burdel turkmeno |
10 de agosto. Llegaron a una gran ciudat que ha nombre Bohar, la cual ciudat está en
un llano, e era cercada de una cerca de tapias de tierra, e avía unas cavas muy
fondas, llenas de agua. Poco interés muestra Clavijo por la actual Bukhara,
ya en Uzbekistán, pero para nosotros resulta la sorpresa del viaje, una
maravillosa colección de monumentos islámicos restaurados con gusto, sin la
presión del turismo. Llevamos varias horas vagando sin rumbo, hay veces en que
es mejor arrinconar las guías y dejar que el azar tome el lugar que le
corresponde y que nos empeñamos en negarle. Una callejuela desemboca en una
mezquita deslumbrante, las murallas se curvan como una barriga satisfecha, hay
niñas que pasean con trajes coloreados, el grandioso minarete añade la
dimensión vertical que falta a una ciudad muy pegada al suelo, el bazar
dormita. Flota una sensación de pereza, de tarde morosamente prolongada, no sé
si atreverme a decir que de tiempo detenido, es como si la gente caminara de
puntillas. El atardecer se adueña de las cúpulas, saca todo su modesto
esplendor a los muros de ladrillo, hay un grupo de chavales jugando al fútbol
en una plaza, incluso damos unas patadas con ellos. Cualquier otro menos
bragado que yo se arrancaría con algo del tipo Bukhara es un estado mental,
pero esas cosas luego se pagan, es reducir un momento especial a un tropo
literario, y no sería justo. Nos sentamos en el patio de una mezquita, incluso
los vendedores de souvenirs nos miran con desgana, una indefinible beatitud se
apodera de nosotros, la melancolía que provocan los sitios que no volverás a
pisar. Buscamos cualquier excusa para demorar el regreso al hotel, incluso
retamos de nuevo a los futbolistas,
venga, la revancha, quién se acuerda ahora del cansancio, de los muchos
kilómetros, ¿y si nos tomamos una cerveza junto a ese estanque?, una estatua
recuerda que estamos en plena Ruta de la Seda, hay sitios que te obligan a
creer que quizás allí alcanzarías la felicidad, quizás allí alcanzarías esa
plenitud con la que llevas tantos años soñando, rechazo una segunda cerveza, ya
estoy pensando tonterías.
Bukhara |
(Continuará)
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