domingo, 12 de julio de 2015

Muñoz hace vida literaria

Hace unos días, los amigos de La Tertulia de la Granja me llamaron para decirme que me habían concedido el Primer Premio del “I Certamen Internacional de Relatos Extragranjeros”. Y como a la sazón me encontraba por Asturias pensando los detalles de mi próximo plan y tenía entradas para ver a Dylan en San Sebastián el sábado 11 (mejor no me preguntéis por el concierto: Bob, háztelo mirar), pues hete aquí  que me presenté ayer en su guarida del café La Granja, en plena Gran Vía de Bilbao, y pudimos compartir un rato de charla sobre temas literarios, en especial sobre novela rusa. En fin, quiero dejar constancia de la estupenda experiencia, y agradecerles su incansable esfuerzo por promocionar el relato breve, ese género tan denostado en nuestro país, más adicto a las novelas escritas al peso.

¡Es solo literatura (but I like it)!

PD 1. Adjunto dos fotos que nos hicimos, en las que no sé si parecemos la Generación del 98 o la alineación del Athletic de la segunda gabarra.





PD 2. Para aquéllos que tengan curiosidad por el relato en cuestión, se titula: “Habladme, poder desconocido”. ¿Sus ingredientes?: En un vaso largo se pone 1/3 de Shakespeare, 2/3 de la India, y se agita con una pizca de ghost story. ¡Disfrutadlo sin moderación! 


HABLADME, PODER DESCONOCIDO

Una repentina oleada de silencio me despertó. Me estiré con cuidado, notando cómo mis articulaciones volvían a la vida con un chasquido de alivio. Mis ojos tardaron en enfocar, y cuando lo hicieron exhalé un suspiro: estábamos parados en mitad de la noche, y media docena de cabezas en los asientos anteriores empezaban a incorporarse, entre ellas los otros dos turistas, una pareja de acaramelados japoneses. Consulté el reloj: las tres y cuarto. Reprimí una palabrota. Estoy en la India, recordé, aquí nadie va a entenderme. Solté la palabrota, aunque sin gritar demasiado, fue una palabrota casi amaestrada. Tras comprobar que mi mochila seguía en su sitio me levanté, avancé por el pasillo y salí a investigar.
El sistema de alumbrado público occidental ha pervertido nuestra idea de la noche, convirtiendo nuestros países en una especie de maquetas iluminadas a todas horas cual quirófanos a punto de ser utilizados. Esto sí que es una noche, pensé, al mirar en torno a mí y sentir la abrumadora presencia de una bóveda negra y densa, bajo la cual el único desafío eran los dos faros de nuestro autobús, dos índices amarillentos que señalaban con timidez la desigual carretera. Gracias a la asténica claridad que derramaban pude ver que nuestro conductor peleaba, más bien infructuosamente, con el motor, al que golpeaba con una llave inglesa. No sé nada de mecánica (no sé nada de tantas cosas), pero no hacía falta ser un experto para notar que aquello no auguraba nada bueno. Repetí la palabrota de antes, ahora más cuajada, más rotunda. En cuatro horas (cuatro y media a lo sumo) tenía que estar en el aeropuerto de Bombay, de donde salía mi avión para España. Eso por haber apurado tanto, me reproché, tenías que haber salido ayer.
Mientras me entregaba al inútil deporte de la autoflagelación bajaron dos pasajeros, bostezando furiosamente. En su idioma preguntaron algo al conductor, que sudaba a mares. Éste les respondió, y ambos hicieron ese gesto indio tan característico que puede querer decir sí, no o indiferencia. Un gesto ideal para situaciones como aquella. A continuación se rieron (el conductor también se rió), y los pasajeros volvieron al autobús, para amodorrarse inmediatamente en sus asientos, estaría por jurar que se pusieron a roncar antes incluso de sentarse. Cálmate, me dije, vienes de un retiro de yoga, no tiene mucho sentido que eches a perder todo el karma que has conseguido por una nimiedad como ésta, deja que la rueda de la vida siga su curso.
- Oiga, tengo muchísima prisa por llegar al aeropuerto, es una cuestión de vida o muerte ¿cuánto cree que tardará en arreglar esto? ¿Si le doy cien rupias lo haría más deprisa?
El conductor me dirigió una de esas miradas que tanto abundan por la India, y que nadan entre la beatitud y el desprecio. Motor roto, me dijo al fin, en un inglés tan esencial como el campo que nos rodeaba. Era uno de esos musulmanes de barba larga y sin bigote, un capitán Ahab con chilaba. No se le veía muy preocupado.
- ¿No podemos llamar a alguien para que venga a arreglar esto? ¿A la sede central de su compañía?
Separé exageradamente el pulgar y el índice y me los llevé a la oreja, por si así me entendía mejor. El conductor me volvió a mirar, aunque en esta ocasión el desprecio ganaba protagonismo en detrimento de la beatitud. Se incorporó muy despacio, y a continuación se limpió con una toalla grasienta. Sacó su móvil del bolsillo y me lo enseñó: el símbolo de falta de cobertura es internacional. Qué le vamos a hacer, suspiré, y palmeé al autobús, que resoplaba como un animal moribundo. Su tacto era sorprendentemente suave, miles y miles de manos habían limado todas las aristas de aquella máquina sin color definido. Me di media vuelta: disfruta de la noche, me sugerí, sin convencerme demasiado.
En todo caso, dejé al conductor y me senté al lado de la carretera, en una especie de mojón, saqué mi paquete de tabaco, y me consolé pensando que aquel debía de ser de los pocos sitios del planeta en los que se podía fumar sin problemas. Bien, me dije, estás viendo el lado positivo de las cosas, a ver si al final van a ser rentables los muchísimos euros que me te has gastado en el ashram ese. A mi alrededor todo estaba cubierto por una única y omnipresente sombra, que llegaba hasta las lejanas colinas, más intuidas que ciertas. Solo cuando mis ojos parecían haberse acostumbrado mínimamente a aquella ausencia de luz distinguí un bulto sentado a una docena de metros de mí, y di un respingo. Un mono, me aterré: apenas dos días antes uno de esos simios de cola enorme me había atacado en la fortaleza de Daulatabad, y solo la repentina aparición de un vigilante me había salvado de un doloroso percance. Y ni siquiera cuando el bulto se levantó y comprobé que era un hombre cedió el pánico, férreamente instalado en mi cabeza. Luego ya sí, hasta logré sonreír.
- ¿Cómo va la noche, hijo?
De edad indeterminada, escaso de cuerpo, se trataba de un indio de molde, con esa tez morena y ese bigotito tan caricaturesco, vestido además con el dhoti de rigor. Mientras se acercaba a mí un atisbo de inquietud empezó a rondarme: ¿de dónde había salido? La luna arrojaba la suficiente claridad como para ver que no había casas en muchos kilómetros a la redonda, rodeados como estábamos por una llanura inabarcable. No se distinguía ninguno de esos templos solitarios que podían verse en los parajes más insospechados. Había surgido de la nada, del sótano mismo de las sombras.
- Y bien, mi señor, ¿por qué permanecéis a solas llevando tristes pensamientos por toda compañía?
Sé de lo que hablo: soy profesor de inglés. El de aquel tipo era sencillamente magnífico. Un inglés antiguo, isabelino. Para nada habitual en un indio de la calle. Mientras improvisaba una respuesta de compromiso (algo sobre el motor que no funcionaba), aquel sujeto, con parsimonia y precisión, empezó a desplegar en el suelo un pequeño saco que traía con él. No me lo puedo creer, pensé estupefacto. Estaba sacando la habitual quincallería de los vendedores de souvenirs: la cobra de madera articulada, las postales, las piedras pulidas y brillantes, las estatuillas de dioses y diosas. Casi tuve que reprimir una carcajada: a las tres y pico de la madrugada, aquel hombre pretendía hacer negocio. Mientras acababa de adecentar su improvisado escaparate me reprendí: lo que hace la necesidad, el hambre, se nota que tú nunca la has sufrido. Una sofocante ola de vergüenza me invadió, me asombraba haber sido tan superficial, tan turista. Recordé los miles y miles de pobres (no había otra forma de definirlos) que había ido viendo en el último mes, la sensación de que aquel país estaba definitivamente condenado a la miseria y el hambre, a que su demografía de roedor le empujaba a una subsistencia precaria, cuando no decididamente inviable. Y yo me permitía criticar a aquel hombre porque, robándole horas al sueño, se esforzaba por sacar algo de dinero para una familia que imaginé extensa y desnutrida. No sé, quizás estaba pensando de una forma demasiado intensa, o mi rostro demostraba a las claras mis remordimientos, el caso es que el hombre, una vez colocados todos los adminículos, se sacudió las palmas de las manos, me miró sonriendo, y habló con un tono de voz más propio de un reputado actor que de un mero campesino o vendedor.
- El trabajo que agrada nos cura el dolor.
Llevo hablando inglés casi desde los quince años, y hasta he pasado cuatro en la Universidad de Liverpool, redactando una aburridísima tesis doctoral sobre John Donne. A mayor abundamiento, durante seis años tuve una novia escocesa que no hablaba ni una palabra de español. Por lo tanto, espero que no suene muy petulante si digo que conozco bastante bien la lengua y la literatura inglesas. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando me di cuenta de que aquel indio desmedrado, que se expresaba con la pulida dicción de un Laurence Olivier, me estaba recitando frases de Shakespeare, el aturdimiento me impedía distinguir de qué obra.
- Así que el trabajo que agrada nos cura el dolor – repetí como un idiota.
Estás en la India, recordé: en el último mes había visto cosas que escapan de las coordenadas en las que solemos movernos, tan apegadas a la lógica y la razón. Adivinos que habían descubierto mis miedos más secretos con solo palparme la mano. Practicantes de yoga que podían pasar semanas sin comer ni beber. Estás en la India, repetí, el país que no conoció Descartes. El hombre limpiaba sus abalorios con un trapo, y pareció intuir la deriva de mis pensamientos.
- Stones have been known to move, and trees to speak.
Se ha sabido de piedras que se mueven y de árboles que hablaron. Por fin: Macbeth, recordé súbitamente, acto II ó III. La madre que me parió, me asusté, ¿qué está pasando aquí? El autobús seguía ronroneando a mis espaldas, la noche no cejaba en su negrura, el hombre frente a mí pulía concienzudamente con un trapo una burda imitación de un puñal de fantasía. Sentí un ataque de vértigo, una ingobernable necesidad de huir, de estar en otro sitio, rodeado de gente, de toda esa gente que parecía ocupar todos y cada uno de los rincones de la India, excepto aquel en el que me encontraba. Mi cerebro, supuestamente el suministrador de soluciones (y que tan bien había hecho su trabajo durante los últimos cuarenta y tres años) se había quedado en blanco, incapaz de analizar la situación y aplicar el plan más adecuado para enfrentarse a ella. El hombre levantó la vista de la pieza que limpiaba, me miró sin expresión, y con un tono neutro repitió la frase del mensajero a Lady Macduff.
- Si aceptáis que un simple súbdito pueda daros un consejo…
Un ruido metálico me hizo volver la cabeza. El conductor volvía a golpear alguna pieza del motor, sin resultado aparente. Cinco, seis, muchas veces. Nada. El vendedor tosió ligeramente, y cuando logró llamar mi atención vi que llevaba en la mano una estatuilla que representaba un elefante sentado en un trono, bajo un historiado parasol. In the great hand of God I stand, susurró con una voz cantarina. Confío en la poderosa mano de dios, en este caso Ganesha, el removedor de obstáculos, el dios sin el cual no puede emprenderse ninguna acción en la India, aquel al que se encomiendan todos los hindúes al comienzo de la jornada. Pero no nos confundamos, y llamemos a las cosas por su nombre: me estaba vendiendo una reliquia para turistas. Un atisbo de explicación se abrió paso entre mi desconcierto: todo aquello era una milonga montada entre el conductor y su colega el vendedor para engañar a un pardillo como yo, el típico turista al que ven como una billetera con patas. Acabáramos. Nada nuevo bajo el sol, con la excepción de que, en este caso, el muy tunante tiene como hobby representar obras de Shakespeare con sus amigos del club de lectura. Un slalom de racionalidad recorrió mi columna vertebral: ah, por fin esa explicación científica que tanto había estado esperando. Se había hecho esperar, pero aquí estaba, reluciente y definitiva. De golpe recobré la serenidad, y hasta me permití un acceso de humor: si hay que jugar, juguemos, pensé.
- ¿Así que coliges que si te mercadeo a Ganesha el motor volverá a rular y arribaré a tiempo al aeropuerto? Hum, me parece que demuestras poco respeto por tu religión, pues infiero que sabes que ni yo ni turista alguno creemos en toda esa parafernalia de dioses con ocho brazos o con trompa de elefante.
A propósito desenterré mi inglés más complicado, como para darle a entender que no estaba tratando con un cualquiera. El vendedor dejó entrever una media sonrisa. Hasta hizo ese gesto universal de rascarse el pelo, como si estuviera buscando una respuesta a mi mordaz observación. Por la rapidez y pertinencia de la que me ofreció, deduje que había estado jugando conmigo como un gato con un ovillo.
- Mock the time with fairest show: false face must hide what the false heart doth know.
Engañemos a todos fingiendo la inocencia: que esconda el rostro hipócrita lo que conoce el falso corazón. Touché. Si para sacarme de aquel atolladero tenía que dejarme engañar por una idolatría de pega, lo haría: le compraría la estatuilla, y ya podría dar orden a su compinche de poner el autobús en marcha. Estaba cansado, el reloj me informó de que ya eran las cuatro de la madrugada, el motor del autobús seguía expectorando como un fumador centenario. Ni era la primera vez que me engañaban en un viaje por el extranjero, ni sería seguramente la última. Habéis ganado, el anticolonialismo se apuntaba un nuevo tanto. Venga, dije en español, dame el puñetero Ganesha, y le extendí un billete de cien rupias, empiezo a estar un poco harto.
El hombre me miró, y negó con la cabeza. Una negación tajante, cartesiana, nada de ese gesto giróvago que tanto desconcierta. La mano que no sujetaba la estatuilla se abrió lentamente como una flor: cinco. ¿Quinientas rupias? ¿Pero tú estás loco? Todo tiene un límite, y aquella broma había ido demasiado lejos. Una cosa es retorcer mi arraigada creencia en lo racional y permitirme una pequeña excursión por los pagos del absurdo, y otra dejarme expoliar por aquel sinvergüenza sin escrúpulos. Hasta la mera diferencia física (yo le sacaba la cabeza, y así a bulto pesaría unos veinte kilos más que él) me impedía transigir, caer en su trampa de una forma tan rastrera. Gesticulando como un actor de una película muda alcé los brazos al cielo, meneé vehementemente la cabeza, e hice ademán de volver hacia el autobús.
- Hasta aquí podíamos llegar, hombre – exclamé, no sé si en español.
El hombre sonrió torvamente y se encogió de hombros. Durante unos segundo dio muestras de estar pensando algo, y al final pronunció la célebre frase de Banquo: It will be rain tonight. Fue acabar la última de las palabras y el motor del autobús expiró con un resoplido de jabalí, y de un cielo hasta minutos antes inmaculado y negro empezaron a caer unas gotas gruesas y feroces, que repiquetearon en el techo del autobús hasta convertirlo en un incandescente solo de batería. Un miedo sinuoso y gradual se fue apoderando de mí, primero la espalda, luego los hombros, los brazos, cuando escalaba por el cuello eché mano a la billetera, y entre los trallazos del agua que me empapaba pude rebuscar hasta dar con un billete de quinientos, que empotré sobre la mano del vendedor, para, sin delicadeza, arrancarle la estatuilla. ¿Y ahora qué?, le desafié con la vista, sintiendo un violento escalofrío por mi cuerpo, ¿qué estás preparando ahora?
El hombre se encogió de hombros. También la lluvia caía inmisericordemente sobre él, pero eso no parecía alterarle lo más mínimo. Me hizo una señal para que lo siguiera, y lo hice en silencio, humillado y confuso. Me acompañó a la puerta del autobús, donde el conductor se había refugiado del súbito latigazo del monzón, me indicó que subiera, por gestos me hizo poner la estatuilla de Ganesha encima del salpicadero, sobre los dimitidos manómetros, y también por gestos indicó al conductor que probara una vez más con la llave de contacto. El conductor me miró: salvo que fuera un actor formidable, por su cara me confirmó que estaba tan desconcertado como yo. Con un grito que no necesitaba traducción le supliqué que hiciera lo que se le ordenaba. El atribulado conductor se sentó sin agilidad, suspiró quedamente, e hizo girar la llave. El motor arrancó con un vibrante relincho de alegría. El conductor me miró, yo le miré a él, ambos nos volvimos para mirar al vendedor, pero en el lugar donde se suponía que debía de estar no había más que noche y silencio. Asomé la cabeza por las puertas abiertas, incluso bajé los tres escalones, comprobé que había dejado de llover, una especie de mareo se adueñó de mis sentidos. Aún así, grité con todas mis fuerzas:
- The devil damn thee black, thou cream-fac’d loon!!
Vámonos, por favor, imploré al conductor subiendo de nuevo al autobús, en inglés, en español, lo seguí haciendo incluso cuando ya llevábamos más de un kilómetro acelerando, ya había metido primera, segunda, tercera, vámonos, por favor.
Volví a mi asiento, me tumbé y caí rendido de inmediato, siendo incapaz de amortiguar el violento girar de mis pensamientos. A mi alrededor dormían los escasos viajeros, tanto los indios como los dos japoneses. “¡Que el diablo te tiña de negro, necio de cara lívida!” Un repunte de risa me sacudió: el único insulto que recordaba de toda la obra, y qué poco apropiado para una persona de piel tan oscura como aquel maldito vendedor. En fin, tosí, dejémoslo estar.
La aurora despuntó por la inacabable llanura cuando empecé a estornudar, a sentir dolor en todos los huesos. Entrábamos ya en las inmediaciones del aeropuerto cuando noté que la fiebre galopaba libremente por mi cuerpo, y aún hoy no sé cómo logré coger mi mochila, descender del autobús, volver a él cuando recordé que había olvidado a Ganesha, arrebatársela de un zarpazo al perplejo conductor que miraba la estatuilla sin entender nada, meterla en la mochila, y arrastrarme hasta la fila de embarque, donde una solícita azafata me empujó hacia el avión: cinco minutos más, señor, y no le hubiésemos dejado embarcar, me dijo sin perder la sonrisa.
Me dejé caer sobre el asiento que me habían asignado, y despegamos. Mi tiritona iba en aumento, y por más mantas que me pusieran no lograba amortiguar la sensación de frío (no era exactamente frío, era algo más). Me dieron dos o tres comprimidos de un medicamento que preferí no identificar, y solo cuando me tomé el segundo té hirviendo empecé a notar que se alejaba la sensación de incomodidad: estoy en un avión, me concentré, un prodigio de la aeronáutica, una prueba de la creatividad del ser humano, de su fe en las matemáticas, hay azafatas, te has tomado unas aspirinas que han inventado hombres muy sabios, te espera un continente sin prodigios, un monumento a la razón, qué alivio me estaba suministrando todo aquel listado de pensamientos, qué alivio. 
Un alivio que me duró muy poco. El tiempo en que tardé en estirar mi magullado cuerpo y levantar la vista. Detrás de mí estaban sentadas tres señoras que quizás cualquier otro hubiera calificado como poco atractivas, pero que para mí eran tres auténticas brujas.  

El protagonista fotografiado en el Taj Mahal,
poco antes de perder la chaveta

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