viernes, 24 de julio de 2015

(I left my heart in) Samarcanda, 2

27 de julio. A ora de mediodía fueron en una ciudat que es llamada Azeron (…), e solía ser esta ciudat la mejor e la más rica que en toda esta comarca avía. Ya no se llama Azeron, sino Erzurum, y poco rastro queda de esa riqueza. Estamos en la Turquía profunda, de camino hacia la frontera iraní, y aparcamos para dejar que descanse nuestro esqueleto, magullado tras muchas horas de coche. Nos hemos parado frente a la Çifte Minareli Medrese, una sólida muestra de la arquitectura selyúcida (según los manuales), para mí una berroqueña fachada de piedra sucia y poco vuelo. Hay un jardincillo donde se sienta la ciudadanía, unos vendedores de alfombras intentan endilgarnos un horror con ciervos, un bodegón cinegético anterior al descubrimiento de las leyes de la perspectiva. No es excusa que vuestro sentido de la estética se haya visto anestesiado por siglos de oscurantismo y por una religión iconoclasta, les exhorto, esta alfombra es sencillamente horrible. Mis palabras no parecen hacer merma en su determinación, y sacan más alfombras, con diseños igualmente abominables. Las mujeres pasan charlando, la mayoría con velo, se paran al vernos rodeados de vendedores, quién sabe si este tableaux vivant no les da alguna idea para una futura alfombra, una alegoría del comercio, o algo así. Miro de nuevo la Madrasa, y me gusta más que antes, quizás he madurado (como crítico de arte y como persona) y descubro nuevos matices a un edificio que hace apenas un cuarto de hora se me antojó pedestre: los dos alminares de ladrillo, las celdillas del arco de entrada, la voluntad de permanencia. Está anocheciendo, los vendedores han cejado en su empeño y me preguntan cuánto me ha costado el reloj y por qué llevo traje, se ríen, los turistas son tan raros. Pido un ratito más antes de irnos, he descubierto una secreta armonía en la Madrasa, un atisbo de elegancia bajo sus formas perentorias. Es de noche cuando nos vamos, y el vendedor más tenaz me tiende la mano: no puede parar de reír, como diciendo qué más da si no he vendido nada, qué bien me lo he pasado con este tipo. 

Madrasa de Erzurum

28 de julio. Esta dicha montaña era aguda e tenía un pico muy alto, el cual estava nebado e cubierto de niebla, e no podía parecer el cabo. A las faldas del Monte Ararat, todo lo cerca que nos permiten las autoridades militares. Hay un poblado misérrimo, los niños salen a vernos y nos piden dinero, bolígrafos, cosas. Agria ironía que se tratara de los descendientes de Noé, embarrancados junto con los restos de la famosa arca. La historia se nos presenta en toda su pureza mineral, impertérrita y desafiante. El día es claro, luminoso, las nubes se disuelven y reaparecen en lo alto de la montaña. El taxista se encoge de hombros, ha de haber traído aquí a docenas de chiflados occidentales que se quedan como extasiados (pero si no es más que un monte). El hombre se aburre y nos dice que es kurdo, y no sabemos si eso añade un valor diferencial a la conversación, bueno, qué se supone que deberíamos hacer ahora, ¿los niños?, también son kurdos, ¿Noé era kurdo?, el taxista asiente con cierto orgullo (entonces, ¿admitiría turcos en el arca?, ah, qué hartazgo de particularismos). Hay un rebaño de ovejas, que me impide calificar al silencio como absoluto. En todo caso, es un silencio bastante respetable, no se ve a nadie en todo lo que alcanza la vista. Los niños se ríen con nosotros, jugamos con ellos (bueno, yo no, yo me mantengo muy digno mirando el monte, posando para un hipotético Anuario de Exploradores, además, me aburren los niños, incluso los niños kurdos que, por otra parte, son clavados a los niños turcos, que son clavados a todos los demás niños). El taxista (kurdo) nos mete prisa, hay que ir a la frontera, los aduaneros iraníes son muy y un gesto que abraca desde puntilloso hasta tocapelotas. Nos despedimos de los niños, les regalamos cuatro chucherías, escrutamos en ellos una secreta grandeza que los emparente con el precavido constructor de barcos que salvó a la humanidad. Es perder el tiempo, quieren más cosas, busco en la mochila y les doy un bolígrafo con el anagrama de unos almacenes de ropa, uno de una naviera me hubiera suministrado una anécdota preciosa, pero no tengo ninguno. 

Mapa con la ruta que siguió Clavijo

29 de julio. E esta ciudat está asentada en un llano e vienen por ella muchos caños de agua; e en ella ha muchas plaças e calles bien ordenadas, onde se venden las mercadurías. Ahora se llama Soltaniyeh, y las mercadurías se han renovado, las que más nos llaman la atención son unas enormes sandías y melones que comemos sin medida desde que entramos en Irán, una verdadera delicia, una gollería en contraposición a la estricta dieta de cordero que llevamos desde hace tres días. No es necesario preguntar por el principal monumento de la ciudad, visible desde bastantes kilómetros, y hacia allí nos dirigimos, el Mausoleo de Oljeitu, una construcción que comparte influencias mongolas e islámicas. Está siendo restaurado, y sólo en los intersticios que permiten los andamios pueden contemplarse retazos de su antigua grandeza. Hay un grupo de adolescentes, vestidas rigurosamente de negro, que corretean burlándose de las explicaciones de su profesora, no parece muy interesante lo que está contando, su mismo gesto delata su falta de entusiasmo, cuántas veces habrá repetido eso de aquí yace. Subimos al primer piso, y el panorama no es que sea demasiado excitante: un pueblo de casas bajas, polvoriento, ni grande ni pequeño, sin rastro de los caños de agua que sorprendieran a Clavijo. No hay apenas souvenirs para comprar, unas pocas postales desteñidas, incongruentes, como concebidas para contar desgracias. Son tristes los mausoleos, me imagino que están diseñados para generar ese sentimiento, y el de Oljeitu no es una excepción (el Taj Mahal es un mausoleo, pero no exactamente, o por lo menos eso me pareció a mí). Por eso (quizás) no hay inscripciones, nadie deja constancia de su paso por aquí, como si prefirieran olvidarlo pronto, es un mausoleo, para proclamar mi amor o desarrollar mi gamberrismo exijo un palacio, o una mezquita, sitios así. Cuando salgo me doy cuenta de que no hemos visto por ninguna parte la tumba del tal Oljeitu, hay muertos tímidos que se esconden a las miradas superfluas, es una hipótesis muy poética aunque poco probable.

Reunión ejecutiva de Comité de Apreciación de la Sandía Persa

30 de julio. A ora de mediodía fueron a una ciudad que ha nombre Teheran, en la cual fallaron al dicho caballero Bayan Baque. El modesto villorrio de hace seis siglos se ha convertido en una megalópolis de quince millones de habitantes, una ciudad sólida, con ese barniz funcionarial que deslustra a las capitales. Muy poco margen para la fantasía orientalizante: el escaparate de un banco es universal, la misma vibración que emite el dinero escondido. Indagando en el cambio de milenio, en el choque entre tradición y modernidad, estomagados por ese barniz de agobiante religiosidad que rebosa por todas las calles, nos hemos dejado caer por una cafetería de la zona más moderna, donde el velo es la frontera donde se lucha por las libertades. Es precisamente a causa de un cartel que recuerda su obligatoriedad que se nos acerca una chica, poco más que una adolescente, y nos traduce su ominoso mensaje. Nos parece insólito que nos aborde una mujer en un país islámico, eso rompe muchos prejuicios sobre sus intransigentes costumbres (ninguno queremos creer que quizás tengamos una pinta excesivamente paternal como para despertar remotas concupiscencias). La chica se sienta en nuestra mesa, y responde sin ambages a nuestras cuestiones: sí, está harta de los ayatollahs, son todos unos corruptos, con qué derecho pueden obligarle a ella a ponerse o dejarse de poner un velo, este país lo que necesita es un nuevo Shah, ¿ustedes saben la masacre que supuso la absurda guerra contra Irak? Asentimos apesadumbrados, han sido demasiados los murales que durante el día hemos visto por toda la ciudad glorificando a mutilados, a ingenuos púberes enviados a trincheras sin retorno, se habla de un millón de muertos. Tiene que pasar un buen rato para que nos demos cuenta de que ni siquiera le hemos preguntado su nombre, no, prefiero no decirlo, pero nos interesa mucho conocer cómo piensan los jóvenes, ¿podríamos vernos mañana?, se levanta y niega, tengo miedo, pueden haberme visto con ustedes, no podemos evitar un estremecimiento cuando la vemos abandonar el establecimiento. Tan digna, tan frágil, qué horror.  

Teherán: dos mujeres persas fumando un narguilé

31 de julio. Ayúntanse allí mucha gente de religiosos e de beatos, e otras muchas gentes. Clavijo no estuvo en Qom, pero sus palabras sobre una iglesia de Constantinopla bien pueden aplicarse a este parque temático de la Expiación y la Culpa (o cualesquiera otros sentimientos extraterrenales). Aquí nació el imán Jomeini, ese abrupto señor cuyo ceño amontonado me lleva escrutando desde que entré en Irán, y desde aquí se forjó la revolución islamista que acabó con el régimen de los Palevhi. Ahora mismo estamos en el sacta sanctorum de Qom, en el Hazrat-e Masumeh, donde se encuentra enterrado Fatima, la hija del Iman Reza, y uno de los lugares santos para no sé si los sunníes o los chiíes, llega un momento en que las diferencias teológicas me traen un poco al pairo. Se trata de una construcción enorme, decorada con el mismo gusto exquisito que demostró el interiorista que perpetró los salones de bodas Windsor’s. Apoteosis de espejos y dorados, el suelo de mármol escupe calor a esta hora inclemente del mediodía. Deambulamos con precaución, nuestra condición de bautizados (incluso sin nuestro consentimiento) nos veda el acceso a no sé qué reliquias, tampoco es que nos apene. La muchedumbre camina sin rumbo fijo, hay quien duerme en el suelo escapando del sol, los niños corretean, los mulás pasan a nuestro lado rigurosamente vestidos de Darth Vader. Al final nos dejamos liar, y acabamos en una salita, junto a dos parejas de belgas, mientras un clérigo de cargo indeterminado nos da una charla sobre la amistad entre los pueblos (con la excepción de Israel y los EEUU) y sobre las virtudes de (aquí me quedo dormido). El traductor nos acompaña, nos regala unas golosinas, arquea las cejas cuando le preguntamos por un buen sitio para comer, el peregrinaje y la gula no hacen buenas migas, no lo dice así, claro, sería una frase demasiado perfecta, pero ésa es la idea que yo saco. Volvemos al coche, aparcado en el cauce seco de un río, y no nos duele despedirnos de Qom, vaya un sitio triste, hasta los souvenirs que hemos comprado son gazmoños, cosas sin interés que acabarán acumulando polvo en un cajón. 


Algunos de los folletos que nos endilgaron en Qom

                                                                              (Continuará)





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