27 de julio. A ora de mediodía fueron en una ciudat que es llamada Azeron (…), e
solía ser esta ciudat la mejor e la más rica que en toda esta comarca avía. Ya
no se llama Azeron, sino Erzurum, y poco rastro queda de esa riqueza. Estamos
en la Turquía profunda, de camino hacia la frontera iraní, y aparcamos para
dejar que descanse nuestro esqueleto, magullado tras muchas horas de coche. Nos
hemos parado frente a la Çifte Minareli Medrese, una sólida muestra de la
arquitectura selyúcida (según los manuales), para mí una berroqueña fachada de
piedra sucia y poco vuelo. Hay un jardincillo donde se sienta la ciudadanía,
unos vendedores de alfombras intentan endilgarnos un horror con ciervos, un
bodegón cinegético anterior al descubrimiento de las leyes de la perspectiva. No
es excusa que vuestro sentido de la estética se haya visto anestesiado por
siglos de oscurantismo y por una religión iconoclasta, les exhorto, esta
alfombra es sencillamente horrible. Mis palabras no parecen hacer merma en su
determinación, y sacan más alfombras, con diseños igualmente abominables. Las
mujeres pasan charlando, la mayoría con velo, se paran al vernos rodeados de
vendedores, quién sabe si este tableaux
vivant no les da alguna idea para una futura alfombra, una alegoría del
comercio, o algo así. Miro de nuevo la Madrasa, y me gusta más que antes,
quizás he madurado (como crítico de arte y como persona) y descubro nuevos
matices a un edificio que hace apenas un cuarto de hora se me antojó pedestre:
los dos alminares de ladrillo, las celdillas del arco de entrada, la voluntad
de permanencia. Está anocheciendo, los vendedores han cejado en su empeño y me
preguntan cuánto me ha costado el reloj y por qué llevo traje, se ríen, los
turistas son tan raros. Pido un ratito más antes de irnos, he descubierto una
secreta armonía en la Madrasa, un atisbo de elegancia bajo sus formas
perentorias. Es de noche cuando nos vamos, y el vendedor más tenaz me tiende la
mano: no puede parar de reír, como diciendo qué más da si no he vendido nada,
qué bien me lo he pasado con este tipo.
Madrasa de Erzurum |
28 de julio. Esta dicha montaña era aguda e tenía un pico muy alto, el cual estava
nebado e cubierto de niebla, e no podía parecer el cabo. A las faldas del
Monte Ararat, todo lo cerca que nos permiten las autoridades militares. Hay un
poblado misérrimo, los niños salen a vernos y nos piden dinero, bolígrafos,
cosas. Agria ironía que se tratara de los descendientes de Noé, embarrancados
junto con los restos de la famosa arca. La historia se nos presenta en toda su
pureza mineral, impertérrita y desafiante. El día es claro, luminoso, las nubes
se disuelven y reaparecen en lo alto de la montaña. El taxista se encoge de
hombros, ha de haber traído aquí a docenas de chiflados occidentales que se
quedan como extasiados (pero si no es más que un monte). El hombre se aburre y
nos dice que es kurdo, y no sabemos si eso añade un valor diferencial a la
conversación, bueno, qué se supone que deberíamos hacer ahora, ¿los niños?,
también son kurdos, ¿Noé era kurdo?, el taxista asiente con cierto orgullo
(entonces, ¿admitiría turcos en el arca?, ah, qué hartazgo de particularismos).
Hay un rebaño de ovejas, que me impide calificar al silencio como absoluto. En
todo caso, es un silencio bastante respetable, no se ve a nadie en todo lo que
alcanza la vista. Los niños se ríen con nosotros, jugamos con ellos (bueno, yo
no, yo me mantengo muy digno mirando el monte, posando para un hipotético
Anuario de Exploradores, además, me aburren los niños, incluso los niños kurdos
que, por otra parte, son clavados a los niños turcos, que son clavados a todos
los demás niños). El taxista (kurdo) nos mete prisa, hay que ir a la frontera,
los aduaneros iraníes son muy y un gesto que abraca desde puntilloso hasta
tocapelotas. Nos despedimos de los niños, les regalamos cuatro chucherías,
escrutamos en ellos una secreta grandeza que los emparente con el precavido
constructor de barcos que salvó a la humanidad. Es perder el tiempo, quieren
más cosas, busco en la mochila y les doy un bolígrafo con el anagrama de unos
almacenes de ropa, uno de una naviera me hubiera suministrado una anécdota
preciosa, pero no tengo ninguno.
Mapa con la ruta que siguió Clavijo |
29 de julio. E esta ciudat está asentada en un llano e vienen por ella muchos caños
de agua; e en ella ha muchas plaças e calles bien ordenadas, onde se venden las
mercadurías. Ahora se llama Soltaniyeh, y las mercadurías se han renovado,
las que más nos llaman la atención son unas enormes sandías y melones que
comemos sin medida desde que entramos en Irán, una verdadera delicia, una
gollería en contraposición a la estricta dieta de cordero que llevamos desde
hace tres días. No es necesario preguntar por el principal monumento de la
ciudad, visible desde bastantes kilómetros, y hacia allí nos dirigimos, el
Mausoleo de Oljeitu, una construcción que comparte influencias mongolas e
islámicas. Está siendo restaurado, y sólo en los intersticios que permiten los
andamios pueden contemplarse retazos de su antigua grandeza. Hay un grupo de
adolescentes, vestidas rigurosamente de negro, que corretean burlándose de las explicaciones
de su profesora, no parece muy interesante lo que está contando, su mismo gesto
delata su falta de entusiasmo, cuántas veces habrá repetido eso de aquí yace.
Subimos al primer piso, y el panorama no es que sea demasiado excitante: un
pueblo de casas bajas, polvoriento, ni grande ni pequeño, sin rastro de los
caños de agua que sorprendieran a Clavijo. No hay apenas souvenirs para
comprar, unas pocas postales desteñidas, incongruentes, como concebidas para
contar desgracias. Son tristes los mausoleos, me imagino que están diseñados
para generar ese sentimiento, y el de Oljeitu no es una excepción (el Taj Mahal
es un mausoleo, pero no exactamente, o por lo menos eso me pareció a mí). Por
eso (quizás) no hay inscripciones, nadie deja constancia de su paso por aquí,
como si prefirieran olvidarlo pronto, es un mausoleo, para proclamar mi amor o
desarrollar mi gamberrismo exijo un palacio, o una mezquita, sitios así. Cuando
salgo me doy cuenta de que no hemos visto por ninguna parte la tumba del tal Oljeitu,
hay muertos tímidos que se esconden a las miradas superfluas, es una hipótesis
muy poética aunque poco probable.
Reunión ejecutiva de Comité de Apreciación de la Sandía Persa |
30 de julio. A ora de
mediodía fueron a una ciudad que ha nombre Teheran, en la cual fallaron al
dicho caballero Bayan Baque. El modesto villorrio de hace seis siglos se ha
convertido en una megalópolis de quince millones de habitantes, una ciudad
sólida, con ese barniz funcionarial que deslustra a las capitales. Muy poco
margen para la fantasía orientalizante: el escaparate de un banco es universal,
la misma vibración que emite el dinero escondido. Indagando en el cambio de
milenio, en el choque entre tradición y modernidad, estomagados por ese barniz
de agobiante religiosidad que rebosa por todas las calles, nos hemos dejado
caer por una cafetería de la zona más moderna, donde el velo es la frontera
donde se lucha por las libertades. Es precisamente a causa de un cartel que
recuerda su obligatoriedad que se nos acerca una chica, poco más que una
adolescente, y nos traduce su ominoso mensaje. Nos parece insólito que nos
aborde una mujer en un país islámico, eso rompe muchos prejuicios sobre sus
intransigentes costumbres (ninguno queremos creer que quizás tengamos una pinta
excesivamente paternal como para despertar remotas concupiscencias). La chica
se sienta en nuestra mesa, y responde sin ambages a nuestras cuestiones: sí,
está harta de los ayatollahs, son todos unos corruptos, con qué derecho pueden
obligarle a ella a ponerse o dejarse de poner un velo, este país lo que
necesita es un nuevo Shah, ¿ustedes saben la masacre que supuso la absurda
guerra contra Irak? Asentimos apesadumbrados, han sido demasiados los murales
que durante el día hemos visto por toda la ciudad glorificando a mutilados, a
ingenuos púberes enviados a trincheras sin retorno, se habla de un millón de
muertos. Tiene que pasar un buen rato para que nos demos cuenta de que ni
siquiera le hemos preguntado su nombre, no, prefiero no decirlo, pero nos
interesa mucho conocer cómo piensan los jóvenes, ¿podríamos vernos mañana?, se
levanta y niega, tengo miedo, pueden haberme visto con ustedes, no podemos
evitar un estremecimiento cuando la vemos abandonar el establecimiento. Tan
digna, tan frágil, qué horror.
Teherán: dos mujeres persas fumando un narguilé |
31 de julio. Ayúntanse
allí mucha gente de religiosos e de beatos, e otras muchas gentes. Clavijo
no estuvo en Qom, pero sus palabras sobre una iglesia de Constantinopla bien
pueden aplicarse a este parque temático de la Expiación y la Culpa (o
cualesquiera otros sentimientos extraterrenales). Aquí nació el imán Jomeini, ese
abrupto señor cuyo ceño amontonado me lleva escrutando desde que entré en Irán,
y desde aquí se forjó la revolución islamista que acabó con el régimen de los
Palevhi. Ahora mismo estamos en el sacta sanctorum de Qom, en el Hazrat-e
Masumeh, donde se encuentra enterrado Fatima, la hija del Iman Reza, y uno de
los lugares santos para no sé si los sunníes o los chiíes, llega un momento en
que las diferencias teológicas me traen un poco al pairo. Se trata de una
construcción enorme, decorada con el mismo gusto exquisito que demostró el
interiorista que perpetró los salones de bodas Windsor’s. Apoteosis de espejos
y dorados, el suelo de mármol escupe calor a esta hora inclemente del mediodía.
Deambulamos con precaución, nuestra condición de bautizados (incluso sin
nuestro consentimiento) nos veda el acceso a no sé qué reliquias, tampoco es
que nos apene. La muchedumbre camina sin rumbo fijo, hay quien duerme en el
suelo escapando del sol, los niños corretean, los mulás pasan a nuestro lado
rigurosamente vestidos de Darth Vader. Al final nos dejamos liar, y acabamos en
una salita, junto a dos parejas de belgas, mientras un clérigo de cargo
indeterminado nos da una charla sobre la amistad entre los pueblos (con la
excepción de Israel y los EEUU) y sobre las virtudes de (aquí me quedo
dormido). El traductor nos acompaña, nos regala unas golosinas, arquea las
cejas cuando le preguntamos por un buen sitio para comer, el peregrinaje y la
gula no hacen buenas migas, no lo dice así, claro, sería una frase demasiado
perfecta, pero ésa es la idea que yo saco. Volvemos al coche, aparcado en el
cauce seco de un río, y no nos duele despedirnos de Qom, vaya un sitio triste,
hasta los souvenirs que hemos comprado son gazmoños, cosas sin interés que
acabarán acumulando polvo en un cajón.
Algunos de los folletos que nos endilgaron en Qom |
(Continuará)
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