11 de agosto. Cano, la mayor muger del Señor (…) fezo venir ante sí a los dichos
embaxadores (…) e con el dicho Ruy Gonçalez porfió una grand pieça por le fazer
bever vino, ca no quería creer que nunca beviera vino. Nosotros carecemos
de la fuerza de voluntad de Clavijo, y así aceptamos la tercera botella de
vodka que manda traer (supongamos) Boris, siempre se me olvida preguntar los
nombres, pero en todo caso es un diputado provincial, y ha aceptado el papel de
cicerone en esta comida de fraternidad, Boris (nos dijo el alcalde) os llevará
a comer a un sitio delicioso, cómo resistirse a la invitación implícita que
gravita en esas palabras, cómo rechazar este momento de inminente hermanamiento
antropológico. El traductor que se interpone entre nosotros da un paso atrás,
ha acabado por entender que el alcohol allana todas las dificultades
idiomáticas, y entre borborigmos brindamos por la amistad hispano-uzbeka, por
las mujeres bonitas, por Bukhara, ciudad de embrujo perenne (este slogan lo he
copiado de algún folleto turístico, pero vale), el diputado se lanza y promete
casar a sus dos hijos adolescentes con dos españolas, a ser posible bien
proporcionadas (gesto universal), palmetazos en la espalda, ah, picarón. La
cuarta botella llega sin que nadie la haya pedido, nuestros aspavientos no
sirven de nada, sabéis lo que os digo, interrumpimos nuestra charla y miramos
fijamente el colorado rostro de Boris, sabéis lo que os digo, que eso es lo
bueno del mundo, que los países y las fronteras, luego viene algo de las
banderas y de Tamorlán, la frase la completa el dueño del restaurante, que se
une a nosotros trayendo su propia botella, la desenfunda con estudiado gesto de
alquimista. El enésimo brindis (he de admitirlo) sale de mi boca, mi uzbeco
empieza a ser fluido, aprovecho para excusarme, de verdad, nos esperan en
Samarcanda, cuando Boris empieza a ponerse cariñosón decidimos que ha llegado
la hora de partir, qué difícil es zafarse del abrazo de un eslavo, no digamos
adiós, digamos hasta luego, hay frases cuya cursilería no la mitiga ni el más
estropajoso de los alientos.
Entonando el "Uzbekistán, patria querida" |
12 de agosto. El señor estava en uno como portal que estava ante la puerta de la
entrada de unas fermosas casas. E allí estava un estrado llano en el suelo, e
ante él estaba una fuente que lanzaba el agua alta. También nosotros, nada
más llegar a Samarcanda, nos apresuramos a rendir pleitesía a la máxima
autoridad de la ciudad, en aquel entonces Tamorlán, hoy un alcalde que nos mira
con suspicacia, quiénes serán estos tipos y qué vendrán a pedirme, ah, el
poder, qué recelosa vuelve a la gente. Se trata de un tipo sólido, con esa
falta de aristas que proporciona el haber servido durante muchos años a una
burocracia sin matices. Le entregamos una bandera una bandera de España,
seguramente él hubiera preferido algo más práctico, pero estas cosas son así,
no nos ponemos a bailar danzas regionales por un pelo. El alcalde gasta rictus
de estar muy ocupado, en nuestro paseo matutino nos ha parecido que la ciudad
duerme un sueño de siglos (me ha quedado un poco realismo mágico), pero el
alcalde pliega la bandera a toda prisa, lo hace fatal, se la entrega a su secretaria
para que acabe la faena, la cantidad de documentos que me esperan para firmar,
ay el día en que yo falte. Paradojas de la historia, también Tamorlán despachó
sumariamente a los embajadores, eso sí, les invitó a innumerables fiestas, la
diplomacia del morapio. Pero nosotros estamos muy duchos en esto del protocolo,
y no cejamos hasta sacar nuestro repertorio de discursos (la amistad entre los
pueblos una vez más), un poco más emotivo es nuestro recuerdo a Clavijo, los
kilómetros que llevamos a nuestras espaldas nos hacen admirar aún más su
hazaña, aquel coraje desusado y digno del que somos pálido reflejo. Estrechamos
la mano del alcalde al despedirnos, una mano firme y áspera, muchos planes
quinquenales ha ejecutado esa mano. Es al salir del Ayuntamiento cuando
reparamos en la formidable estatua de Tamerlán que engalana el bulevar, y junto
a la que una pareja de recién casados se está haciendo fotos. La traductora nos
explica que da buena suerte, que favorece la fertilidad y el caso es que nos lo
creemos, claro que sí.
Prueba de agudeza visual: ¿a qué miembro de la expedición le dan alergia las banderas? |
13 de agosto. La ciudat de Samaricante está asentada en un llano e es cercada de un
muro de tierra e de cabas muy fondas. La leyenda no sienta bien a las
ciudades (ni a las personas), distorsiona la percepción, la emborrona.
Samarcanda no es Samarcanda, es el légamo acumulado de cientos de libros, la
imagen que cambia en cada uno de los relatos que construyen los viajeros, la
estela luminosa (o sombría) que asociamos con nombres y fechas. Pero no todo en
Samarcanda está tejido de sueños: la madraza Ulughbek, en uno de cuyos arcos me
resguardo del calor, es una sólida construcción de ladrillo, con azulejos que
restallan ante un sol implacable. Frente a nosotros otras dos madrazas componen
un conjunto imponente, muy poco voluble, como afirmando que Samarcanda no es
una ensoñación de caminantes, sino una ciudad viva y correosa, que está
preparando las fiestas de la independencia, como cualquier otro lugar menos
linajudo. Paso mi mano por los azulejos, rechazo amablemente (pero con firmeza)
a los vendedores de recuerdos, me bebo un refresco en un rincón sombreado,
hasta cambio algo de dinero en un cuchitril montado (y no me parece un
sacrilegio) en el fondo de una de las madrasas ¿Por qué iba a ser un
sacrilegio? Samarcanda no es el precipitado sepia de miles de nostálgicos, es
el lugar donde ahora mismo un montón de gente se ufana para dar sentido a sus
existencias, y muy pocas de ellas lo conseguirán. Me bebo otro refresco,
Samarcanda se ha deshecho con elegancia del olor a formol que atenaza a los
nombres pretéritos, o por lo menos eso me parece a mí, hay un alemán que no
para de hacer fotos y lo mismo piensa de otra forma. Una señora que me
persigue, quiere que vaya a su tienda a ver los recuerdos, no sé porqué accedo,
mire señor, me enseña un verdadero arsenal de quincallería post-soviética,
declino con una sonrisa, salgo de nuevo a la plaza, Samarcanda sigue ahí, como un animal somnoliento,
vendrán más turistas y no comprenderán nada (no comprenderemos nada), voy a por
mi tercer refresco, hay que ver qué sed da el estar en las entrañas de una
leyenda.
La plaza de Registán, en Samarcanda |
14 de agosto. Viernes, que fueron veinte un días de noviembre, estos dichos
embaxadores partieron de aquí, de Samaricante, e levaron buen camino e llano e
bien poblado. No se dejó embargar por la melancolía Clavijo, sobriedad
castellana obliga, y no lo vamos a hacer nosotros, estamos ya en Tashkent, y
para hacer tiempo antes de ir al aeropuerto nos hemos metido en el museo de
Historia de Uzbekistán, en el aire flota esa sensación de las horas postreras
de un viaje, cuando empiezas a darte cuenta de que hay que ordenar todo eso que
llevas en la cabeza (ya has viajado otras veces, y sabes que será imposible).
Paseamos por las salas completamente solos, no es el sitio más excitante para
pasar un domingo por la tarde, un par de chicas vigilantes nos siguen de lejos,
sus estrepitosos bostezos no les quitan feminidad. De repente (esta cosas
siempre pasan de repente) damos con un mural enorme, a medio camino entre el
realismo socialista y el tebeo de aventuras, y sí, allí está, el buen Clavijo,
entregando a un iridiscente Tamorlán algo que no sabemos muy bien qué es, ¿un
pergamino enrollado?, quedémonos con su función simbólica. Ruy, viejo zorro,
nos lo han pintado pelirrojo, su libro no deja entrever detalle tan coquetón,
pero no le queda mal, así como el bigote y la perilla bien recortados, más
verídicas son esas ojeras fruto del mucho andar y del mucho ver. Al salir del
museo nos lo volvemos a encontrar en otro mural, esta vez lo han disfrazado directamente
de Don Juan Tenorio, peor hubiera sido de torero. Nosotros hemos hecho el mismo
camino que él, explicamos a una de las vigilantes, que nos mira con
escepticismo, sí, seiscientos años después, la mera mención de la cifra me
provoca vértigo, la chica llama a su compañera y cuchichean algo, miran a
Clavijo y nos miran a nosotros, no nos parecemos en nada, no tenemos ese perfil
de guardarropía zarzuelera que le ha adjudicado un pintor inclinado al tipismo,
es hora de cerrar el museo, sí, ya nos vamos, dejamos a Clavijo en su eterna
embajada, en animada charla con Tamorlán, seis siglos juntos han acabado por
crear cierta complicidad entre ambos.
Clavijo y Tamorlán, en el Museo de Historia de Uzbekistán, en Tashkent FIN |
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