No lo
especificaba en la web inmobiliaria donde lo encontré, por lo que tuvo que ser
el propietario el que, por teléfono, me concretara la dirección exacta: Atocha,
68. Al día siguiente me dirigí hacia allí con media hora de adelanto: quería
ver antes la zona, saber si estaba bien comunicada, localizar supermercados,
cafeterías, comodidades. En el vagón de metro hice recuento mental de mis
exigencias: al menos dos habitaciones, mucha luz. Nada de precipitarte, me
repetí, que tú eres muy de precipitarte, escucha primero y luego decides, el de
la calle Amaniel lo compré tras visitar… ¡solo cuatro pisos! Todas aquellas precauciones
quedaron en agua de borrajas: nada más salir de la boca del metro vi que a pocos
portales de distancia lucía una placa de esas que el Ayuntamiento dedica a las
celebridades que han nacido o vivido en Madrid, y en la que se me señalaba que
allí pasó sus últimos días Ángel Vázquez, el escritor que creó a Juanita
Narboni. Viejo amigo, creo que musité, emocionado. Cuando, unos minutos
después, me dirigí a Atocha 68 y me abrió la puerta el propietario, le dije que
no se molestara en enseñarme el piso, que me lo quedaba, casualidades así
siempre quieren decir algo (no me entendió, ni falta que hacía).
Claro que
exagero: nadie se alquila a ciegas un piso simplemente porque, cinco o seis
portales más abajo, fue donde murió uno de sus escritores favoritos. Pero esa
es la teoría, la práctica es un poco más enrevesada, más sinuosa. Ángel Vázquez
y yo llevamos buscándonos las distancias desde (dejadme que consulte mis
archivos) 1997, año en el que leí “La vida perra de Juanita Narboni”. De todas
las novelas españolas de la segunda mitad del siglo XX, solo “Tiempo de
silencio” me había causado una conmoción similar: esa sensación de que aquello
que acabas de leer te acompañará por siempre, y sus personajes se incorporarán
al censo de tus familiares sin pedir permiso. Desafortunadamente, mientras que
Luis Martín-Santos es ampliamente reconocido como el adalid del Gran Estilo (y
solo su temprana muerte le impide pelear por la corona como el Mejor Novelista
Español del Siglo), Ángel Vázquez sigue relegado a la categoría de los
heterodoxos, de los malditos, de los raros. Además, un año antes de la
publicación de “Juanita”, Eduardo Mendoza, con “La verdad sobre el caso
Savolta”, había desterrado para siempre los afanes experimentalistas que tan
importantes son en la obra de Vázquez, sustituyéndolos por una vuelta a la
narratividad convencional, categoría en la que chirriaba el alucinado monólogo
de la Narboni, el último de los grandes logros de la literatura moderna en
España antes de que todos los autores se entregasen con armas y bagajes a la mucho
más accesible (y rentable) postmodernidad.
Pero más allá
de disquisiciones académicas, “Juanita” es un ejemplo palmario de que la
vanguardia no está reñida con la emoción. El inapelable soliloquio de su
protagonista no es una concesión a la modernidad: es la herramienta precisa,
como una navaja suiza, para entrar en la mente de un personaje profundamente desagradable
y antipático (beatona, egoísta, envidiosa), pero que la maravillosa sabiduría
narrativa de su autor nos la convierte en sentimiento puro, en desgarro, en
poderosa voz de soledad. Con el telón de fondo de la mitológica Tánger (la
madalena proustiana que envuelve toda la novela), Juanita recuerda y añora una
vida que tuvo muy poco de satisfactoria, pero sobre la que chisporrotea un
lenguaje incandescente, volcánico, fertilizado por los distintos idiomas que se
hablaban en la ciudad, en especial la yaquetía, esa amalgama “de castellano
antiguo con hebreo, salpicado de árabe y de portugués”, en definición del
propio Vázquez. El monólogo de Juanita hipnotiza y embriaga, sin caer nunca en
el virtuosismo o la autocomplacencia, es un remolino de recuerdos, de medias
mentiras, de verdades caducadas, de anhelos eternamente postergados y de sueños
que nunca se cumplieron. Una novela mayúscula en la que se nos permite vez
desde dentro la atroz soledad de su protagonista, uno de los personajes
femeninos más inolvidables de la literatura española de todos los tiempos, al
nivel de la Celestina o de Ana Ozores. En un modesto homenaje a un autor que ya
no sabrá apreciarlo, redacté un cuento (“Un día de tantos”) en el que salían él
y su personaje más popular deambulando por un Tánger fantasmal. No sé si quedó
bien o no (y no me corresponde a mí dilucidarlo): en todo caso su pericia no
igualará a la admiración con la que fue escrito. Y si bien para mucha gente la
ciudad de Tánger está unida al recuerdo de Paul Bowles, para mí lo está al de
aquel oscuro escritor homosexual, alcohólico y solitario. Tanto es así, que
cuando fui en 2015 a la ciudad no pude evitar pasarme por la Librerie des
Colonnes: maravillosamente restaurada, poco tiene ya que ver con el sombrío
establecimiento en el que trabajó, durante un tiempo, nuestro hombre, en uno de
sus infructuosos intentos por escapar de la miseria.
En fin, que la
casualidad (o no) de vivir a unos centenares de metros de aquella casa de
huéspedes, regida por Trinidad Martínez, en la que falleció Ángel Vázquez me
llevó a releer la novela en los últimos días de 2016, año en el que se cumplían
los cuarenta desde su publicación. Y el gozo y el dolor que ya me provocó su
lectura en 1997 se vieron multiplicados: la edad acecha, la consciencia de
nuestra soledad esencial se va haciendo más implacable, el tiempo ya ha metido
quinta y creo que entiendo un poco mejor a Juanita y a Ángel. Es evidente que
Vázquez no pretende hacerse amigos con esta novela, de una radicalidad admirable.
Su autor no espera nada del mundo literario (ni del mundo a secas), puede
permitirse y se permite no hacer concesiones (como sí hizo en sus libros
anteriores, incluyendo el galardonado con el Premio Planeta “Se enciende y se
apaga una luz”: precioso título, novela apreciable, sin más), no creo que se
inmutara demasiado por la escasa repercusión que tuvo cuando vio la luz
(lástima que, por muy poco, no ganara el Premio de la Crítica). “Juanita” no es
lectura amable, no pasa la mano por el hombro al lector, no desprende valores,
su nihilismo es químicamente puro: quizás por eso, hoy más que nunca hay que
leer a Ángel Vázquez, hay que asomarse a ese pozo de desamparo y fragilidad que
nos revela la voz de su Juanita. Porque (y esto no es un slogan coyuntural)
Juanita somos todos, y cuanto antes nos demos cuenta, mejor.
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