Pero me estoy
adelantando. Retrocedamos a los primeros días de 1977, cuando el rock and roll
vivía su particular Pax Romana: ya hacía tiempo que el sonido crudo y salvaje
que surgió de las zonas rurales de los EEUU había sido ampliamente plebiscitado
por los jóvenes y no tan jóvenes de medio mundo. Nadie se asustaba por los
pelos largos y la industria discográfica generaba ingentes cantidades de dinero
de las que podían beneficiarse grupos y solistas de todos los estilos y
actitudes. Comparemos: cuando los Beatles publicaron sus LPs más importantes,
apenas una década antes, fueron rápidamente considerados como hitos culturales
que trascendía la música rock. Pero aún así, los discos de los chicos de
Liverpool no despacharon ni remotamente las cantidades que, a mediados de los
setenta, vendían incluso grupos y solistas de segunda fila como la ELO, John
Denver o Peter Frampton, artistas que, emulando a las grandes figuras, se
habían convertido en verdaderas multinacionales, no muy lejos del modelo
representado por Gillette o McDonald’s.
No me atrevo a
decir que aquel tiempo fuera el más brillante de la música rock (reservo tal mérito
para los inimitables años que van de 1965 a 1967), pero no me parece exagerado
afirmar que 1976 fue la Edad de Oro de la Industria Discográfica, y eso generó
una especie de beatitud que relajó a mentes que siempre habían hecho gala de
inquietud e inconformismo. Tras años y años de rabiosa creatividad y
experimentalismo (en unos más que en otros), algo habría en el ambiente para
que, en estudiada sincronía, prácticamente todas las superestrellas surgidas de
los años sesenta se tomaran 1977 como un año sabático. Bob Dylan, los Stones,
Paul McCartney, John Lennon, The Who… Ninguno sacó disco en ese año, quizás
demasiado ocupados (piensa mal y acertarás) en cómo invertir las millonadas que
estaban ganando, tanto con sus canciones como con los megaconciertos. Las
superestrellas de los setenta parecían contagiadas de la murria existencial de
sus mayores, por lo que tampoco hubo disco ese año ni de Elton John, ni de
Bruce Springsteen, ni de Lou Reed. Pink Floyd, eso sí, continuaron su adusta
carrera, pero con el muy menor (en comparación con los blockbusters anteriores) “Animals”. Solo David Bowie (siempre
atento a los vaivenes del zeitgeist)
pareció intuir que algo estaba pasando, y sacó no uno, sino dos de sus discos
más importantes: “Low” y el magnífico “Heroes” (ventajas de recluirse en Berlín
en lugar de quedarse en la soleada California). Magra cosecha, en conjunto, de
los dominadores de la industria: mucho pregonar que la respuesta está en el
viento, Bob, pero fuiste el último en
darte cuenta de que algo, un aire de cambio, soplaba por las calles y las
azoteas de medio mundo.
No nos cebemos
con Dylan, pobrecito: el resplandor que desprendía el Becerro Dorado era tan
cegador que era natural no ver nada de la que se venía encima. Y, para hacerlo
aún más deslumbrante, a principios de 1977 se publican dos discos que, más allá
de sus monstruosas cifras de ventas, epitomizan el sonido confortable y
universal que podía escucharse tanto en una FM del Medio Oeste como en las
balbuceantes emisoras enrrolladas (¡así se decía!) de la gateante democracia
española: “Hotel California”, de los Eagles, y “Rumours”, de Fleetwood Mac. ¡Qué
canciones! ¡Qué producción! ¡Qué acabado! Por muchas veces que las escucharas,
no había forma de encontrar ni una sola costura, ni una imperfección: era como
comerte una chocolatina tras otra (After
Eight, por ejemplo, que son muy de esta época) y no sentir empacho. A
caballo entre el mainstream y el rock
adulto, las toneladas de cocaína y las desavenencias conyugales (en el caso de
los Fleetwood) habían quedado sepultadas bajo un sonido poco menos que
celestial, pulido como una estatuilla de Lladró pero sin perder manierismos
rockeros. Naturalmente, aquel San Valentin vio como millones y millones de
parejas de todo el mundo se regalaban mutuamente aquellos dos vinilos bajo cuyo
hipnótico susurro concebirían hijos que luego saldrían más o menos espabilados,
eso ya no era responsabilidad de Glenn Frey o de Stevie Nicks. ¡Qué idílico era
todo! Lástima que, apenas un mes antes, en una casi desconocida cadena de
televisión londinense, cuatro macarras (jaleados por su banda de grupies, entre
las que se encontraba la futura Siouxie) decidieran poner todo patas arriba. Y
para siempre.
El uno de
diciembre de 1976 (¡solo una semana antes de que se publicara “Hotel
California”!), Queen fueron invitados a una entrevista a “Today with Bill
Grundy”. Pero, por razones aún no explicadas, a Freddie y sus chicos no le
apeteció ir a charlar con aquel sujeto que vestía como un corredor de apuestas,
y que tuvo que buscar a toda prisa alguien a quien llevar a su programa. Le
hablaron de un grupo que apenas tenía publicado un single de escasa repercusión
aunque de prometedor título (“Anarchy in the UK”), pero que podían dar mucho
juego porque eran muy extravagantes. Así fue cómo entran en escena los Sex
Pistols. La famosa entrevista dura poco más de dos minutos, y se corta
bruscamente porque Johnny Rotten (¿a qué becario de producción se le ocurriría
invitar a un programa en directo a un tío cuyo nombre artístico es Juanito
Podrido?) empezó a decir lo que en los países anglosajones llaman four
letters word. Es decir, que se hartó de soltar palabrotas (fuck! Shit!) ante la incapacidad del
presentador para reconducir la situación (después se supo que Bill Grundy, que
intentó ligar en directo con Siouxie, estaba como una cuba). El escándalo
estaba servido. Y cuando, coincidiendo con las bodas de plata de la Reina
Isabel II, sacaron por fin su “God save the Queen”, aquellos cuatro tipejos
malhablados y sin apenas conocimientos musicales se convirtieron, de la noche a
la mañana, en la banda más conocida e influyente del planeta, y en el mascarón
de proa del Punk, el movimiento que insufló vida (por unos pocos años) al
bostezante rock and roll de los setenta. Su LP “Never mind the bollocks” (Me
importa unos cojones, en traducción cheli), publicado el 28 de octubre, ha sido
considerado por muchos el pistoletazo de salida de una nueva forma de
enfrentarse a la música (y a la vida: el famoso do it yourself), así como el clavo en el ataúd del rock perezoso y
autoindulgente que tanto triunfó durante los setenta. Aún hoy en día, cuando
esporádicamente le quito el polvo de mi estantería y lo escucho (como estoy
haciendo ahora), tengo la sensación de estar agarrando un cable de
electricidad: la madre que les parió, me digo, qué locos estaban.
La reacción de los dinosaurios del rock (así llamaban a las grandes
bandas) fue de estudiada indiferencia. La aparición de “Exodus”, el LP de Bob
Marley de ese mismo año, despertó muchísimo más interés, especialmente en los
Stones, que se lanzaron de cabeza hacia los ritmos jamaicanos (ya lo habían
intentado en “Black & Blue”). El resto de megaestrellas no fueron mucho más
receptivos: incluso alguien tan inteligente como Ray Davies se dejó llevar por
la caricatura de trazo grueso en “Prince of the punks”, donde se burla sin
contemplaciones de los recién llegados (a pesar de que los Kinks fueron de los
pocos grupos que merecieron el respeto de los chicos de los imperdibles).
“He tried to be gay, but it
didn't pay,
So he bought a motorbike instead.
He failed at funk, so he became a punk,
'Cause he thought he'd make a little more bread”
So he bought a motorbike instead.
He failed at funk, so he became a punk,
'Cause he thought he'd make a little more bread”
¡Ay, Ray, con lo perspicaz que tú
eres para otras cosas! Tuvieron que pasar un par de años para que el muy ceñudo
Neil Young, que compartía el radicalismo sonoro con los jóvenes punks, se
atreviera a homenajear a Johnny Rotten en la inmortal “My, my, hey, hey (out of
the blue)”, en cuya letra sintetizó de forma brillante lo que los propios punks
habían sabido transmitir a gruñidos: es mejor quemarse que desaparecer poco a
poco. Un punto para Neil, sí señor.
Pero aunque los más conocidos,
los Sex Pistols no fueron, ni de lejos, los más dotados musicalmente del
movimiento punk (todo lo que tiene su LP de energético lo tiene de monótono).
Tal honor recae en una banda (The Clash) que también debutaron en el annus mirabilis de 1977, y en un solista
de difícil encasillamiento como Elvis Costello, que publicó su primer disco
(¡cómo le gustan a la Historia las casualidades!) menos de un mes antes de que,
en la lejana Graceland, el otro Elvis hiciera mutis por el foro.
¿Quiere esto decir que el punk
acabó con los viejos vicios del rock, instaurando una arcádica república de
música vibrante y directa? Pues no. El año 1977, tan rupturista en apariencia
(y es aquí donde rescato la canción que da título a este texto, en la que
Loquillo demuestra tener un fino olfato para identificar los Momentos
Históricos), también asistirá al surgimiento de otras propuestas tan sugerentes
e importantes como la del Punk. Quizás la más mediática fuera la
visibilización, como se dice ahora, de un fenómeno musical que no había
encontrado su concreción hasta que tres hermanos blanquecinos y ya talluditos,
que llevaban dando guerra en los escenarios desde inicios de los sesenta,
decidieron sacar del armario un género musical menospreciado pero que, a partir
de este momento, se volvió mastodónticamente abrumador: la Disco Music. La
banda sonora de “Saturday Night Fever” (de una calidad infinitamente superior a
la muy mediocre película a la que acompañaba) catapultó los falsetes de los Bee
Gees a categoría de soniquete universal, al mismo tiempo en que les convirtió, durante
unos años, en los putos amos (no estará de más que recordemos que los audaces
guerrilleros punks apenas vendieron unas decenas de miles de discos: nadie
regala “Never Mind the Bollocks” para San Valentín). Las boîtes del mundo civilizado desterraron sus huraños discos de rock
progresivo para sustituirlos por gozosas invitaciones al baile, convirtiendo en
una verdadera plaga a los imitadores de Travolta. Y para desengrasar este texto
tan denso, me voy a permitir una anécdota de cosecha propia: debido a nuestra
tierna edad, mi madre nos acompañó a mis hermanos y a mí a ver la película. Y
en una escena, Tony Manero intentaba beneficiarse a la chica (no me acuerdo de
su nombre). Ella accedía, pero exigía protección, para lo cual sacaba de su
bolso un preservativo. No sé cuál de mis hermanos preguntó qué era eso, y mi
madre, provocando la carcajada de toda la platea, contestó rotundamente: “Un
chicle”. Fin de la anécdota.
Pero a lo que vamos: además de
Punk y Disco Music, 1977 vio cómo un tipo gordito y poco atractivo que
respondía al insólito nom de guerre
de Meat Loaf (Cacho Carne, para que nos entendamos) creaba, junto a su Pigmalion
Jim Steinman, una ópera rockera llena de pompa y circunstancia, y por la que se
colaba un romanticismo prematuramente fin
de siècle: “Bat Out of Hell”, que fue número uno durante muchas semanas en
sitios tan dispares como Australia, Holanda o Nueva Zelanda, además de vender
millones y millones de ejemplares en su Estados Unidos natal. Mucho menos
conocido del gran público, el poliomelítico Ian Dury (tenía que subir a actuar
ayudado por sus muletas) encapsula una mezcla personalísima del naciente punk
con el pub rock, a la que añade gotas de free jazz y lirismo de gasolinera:
“New Boots and Panties!!”. No vendió mucho en su momento (ya lo haría unos años
después, cuando compusiera el himno definitivo: “Sex & Drugs &
Rock’n’roll”), pero su música sirvió (como la de otros debutantes: The Jam,
Dire Straits, Television) para enredar aún más el complicado rompecabezas en
que se había convertido el rock and roll, que tan plácido y domesticado se nos
aparecía apenas doce meses antes.
En
fin, que me ha salido un resumen un tanto subjetivo de 1977 y su importancia en
la Historia del rock and roll. Y lo mejor lo dejo para el final. En una fecha
no determinada de aquel año glorioso (quizás en los alrededores de mayo, para
festejar su cumpleaños), el abajo firmante fue a Madrid, a una tienda de
Decomisos en la calle Arenal (¿aún existe eso de los Decomisos? Podías comprar
las cosas más baratas porque las traían de Canarias o de Andorra, y te
ahorrabas los impuestos) y se agenció un radio cassette de la hostia (no
decíamos marcas: de la hostia, del copón, así era como los bautizábamos).
Llegué a casa, la enchufé… Y aún no me he repuesto de la conmoción: a partir de
ese momento empecé a escuchar música. A todas horas. Y es lo que voy a hacer en
cuanto ponga el punto final a este escrito. Es lo que haré mañana nada más
despertarme. Y es lo que quiero estar haciendo (a ser posible con el
maravilloso Sargento Pepper acariciando mis oídos) cuando me toque ir a
reunirme con Elvis.
Rockin' Muñoz |
No hay comentarios:
Publicar un comentario