jueves, 19 de enero de 2017

¿Dónde estabas tú en el 77?


El rock and roll tuvo su canto del cisne en 1977: a partir de entonces comenzó su decadencia, hasta llegar a su discreta defunción en fecha que no registran las enciclopedias (toma frasecita). Ahora que he logrado llamar la atención de mis lectores, vamos a analizar mi teoría. El 16 de agosto de dicho año, tras una noche de insomnio (lo cual le llevó a doblar su habitual dosis de barbitúricos y mantequilla de cacahuete), murió Elvis Presley, la cara más reconocible de todos aquellos pioneros que, hacia 1954, habían creado el rock and roll. Por lo tanto, no resulta difícil conjeturar que la realidad (que tiende a recrearse en paradojas e insólitos bucles argumentales) decidió cerrar este capítulo de la Historia de la música coincidiendo con la desaparición de su figura más mediática y seminal (desaparición, ya lo advierto, no aceptada por todo el mundo: son legión los que creen que el King sigue vivo bajo otra identidad, sea en algún remoto pueblucho de Montana o en el planeta X-25). Pero como yo soy muy adicto a la ciencia forense sí me la creo, especialmente porque hay otros muchos factores que contribuyen a determinar que, sin el fogoso vocalista de Tupelo, el rock and roll había imitado a todos los imperios y, tras protagonizar un espectacular auge, había caído en un no menos pavoroso final.


Pero me estoy adelantando. Retrocedamos a los primeros días de 1977, cuando el rock and roll vivía su particular Pax Romana: ya hacía tiempo que el sonido crudo y salvaje que surgió de las zonas rurales de los EEUU había sido ampliamente plebiscitado por los jóvenes y no tan jóvenes de medio mundo. Nadie se asustaba por los pelos largos y la industria discográfica generaba ingentes cantidades de dinero de las que podían beneficiarse grupos y solistas de todos los estilos y actitudes. Comparemos: cuando los Beatles publicaron sus LPs más importantes, apenas una década antes, fueron rápidamente considerados como hitos culturales que trascendía la música rock. Pero aún así, los discos de los chicos de Liverpool no despacharon ni remotamente las cantidades que, a mediados de los setenta, vendían incluso grupos y solistas de segunda fila como la ELO, John Denver o Peter Frampton, artistas que, emulando a las grandes figuras, se habían convertido en verdaderas multinacionales, no muy lejos del modelo representado por Gillette o McDonald’s.

No me atrevo a decir que aquel tiempo fuera el más brillante de la música rock (reservo tal mérito para los inimitables años que van de 1965 a 1967), pero no me parece exagerado afirmar que 1976 fue la Edad de Oro de la Industria Discográfica, y eso generó una especie de beatitud que relajó a mentes que siempre habían hecho gala de inquietud e inconformismo. Tras años y años de rabiosa creatividad y experimentalismo (en unos más que en otros), algo habría en el ambiente para que, en estudiada sincronía, prácticamente todas las superestrellas surgidas de los años sesenta se tomaran 1977 como un año sabático. Bob Dylan, los Stones, Paul McCartney, John Lennon, The Who… Ninguno sacó disco en ese año, quizás demasiado ocupados (piensa mal y acertarás) en cómo invertir las millonadas que estaban ganando, tanto con sus canciones como con los megaconciertos. Las superestrellas de los setenta parecían contagiadas de la murria existencial de sus mayores, por lo que tampoco hubo disco ese año ni de Elton John, ni de Bruce Springsteen, ni de Lou Reed. Pink Floyd, eso sí, continuaron su adusta carrera, pero con el muy menor (en comparación con los blockbusters anteriores) “Animals”. Solo David Bowie (siempre atento a los vaivenes del zeitgeist) pareció intuir que algo estaba pasando, y sacó no uno, sino dos de sus discos más importantes: “Low” y el magnífico “Heroes” (ventajas de recluirse en Berlín en lugar de quedarse en la soleada California). Magra cosecha, en conjunto, de los dominadores de la industria: mucho pregonar que la respuesta está en el viento, Bob, pero  fuiste el último en darte cuenta de que algo, un aire de cambio, soplaba por las calles y las azoteas de medio mundo.

No nos cebemos con Dylan, pobrecito: el resplandor que desprendía el Becerro Dorado era tan cegador que era natural no ver nada de la que se venía encima. Y, para hacerlo aún más deslumbrante, a principios de 1977 se publican dos discos que, más allá de sus monstruosas cifras de ventas, epitomizan el sonido confortable y universal que podía escucharse tanto en una FM del Medio Oeste como en las balbuceantes emisoras enrrolladas (¡así se decía!) de la gateante democracia española: “Hotel California”, de los Eagles, y “Rumours”, de Fleetwood Mac. ¡Qué canciones! ¡Qué producción! ¡Qué acabado! Por muchas veces que las escucharas, no había forma de encontrar ni una sola costura, ni una imperfección: era como comerte una chocolatina tras otra (After Eight, por ejemplo, que son muy de esta época) y no sentir empacho. A caballo entre el mainstream y el rock adulto, las toneladas de cocaína y las desavenencias conyugales (en el caso de los Fleetwood) habían quedado sepultadas bajo un sonido poco menos que celestial, pulido como una estatuilla de Lladró pero sin perder manierismos rockeros. Naturalmente, aquel San Valentin vio como millones y millones de parejas de todo el mundo se regalaban mutuamente aquellos dos vinilos bajo cuyo hipnótico susurro concebirían hijos que luego saldrían más o menos espabilados, eso ya no era responsabilidad de Glenn Frey o de Stevie Nicks. ¡Qué idílico era todo! Lástima que, apenas un mes antes, en una casi desconocida cadena de televisión londinense, cuatro macarras (jaleados por su banda de grupies, entre las que se encontraba la futura Siouxie) decidieran poner todo patas arriba. Y para siempre.  

El uno de diciembre de 1976 (¡solo una semana antes de que se publicara “Hotel California”!), Queen fueron invitados a una entrevista a “Today with Bill Grundy”. Pero, por razones aún no explicadas, a Freddie y sus chicos no le apeteció ir a charlar con aquel sujeto que vestía como un corredor de apuestas, y que tuvo que buscar a toda prisa alguien a quien llevar a su programa. Le hablaron de un grupo que apenas tenía publicado un single de escasa repercusión aunque de prometedor título (“Anarchy in the UK”), pero que podían dar mucho juego porque eran muy extravagantes. Así fue cómo entran en escena los Sex Pistols. La famosa entrevista dura poco más de dos minutos, y se corta bruscamente porque Johnny Rotten (¿a qué becario de producción se le ocurriría invitar a un programa en directo a un tío cuyo nombre artístico es Juanito Podrido?) empezó a decir lo que en los países anglosajones llaman  four letters word. Es decir, que se hartó de soltar palabrotas (fuck! Shit!) ante la incapacidad del presentador para reconducir la situación (después se supo que Bill Grundy, que intentó ligar en directo con Siouxie, estaba como una cuba). El escándalo estaba servido. Y cuando, coincidiendo con las bodas de plata de la Reina Isabel II, sacaron por fin su “God save the Queen”, aquellos cuatro tipejos malhablados y sin apenas conocimientos musicales se convirtieron, de la noche a la mañana, en la banda más conocida e influyente del planeta, y en el mascarón de proa del Punk, el movimiento que insufló vida (por unos pocos años) al bostezante rock and roll de los setenta. Su LP “Never mind the bollocks” (Me importa unos cojones, en traducción cheli), publicado el 28 de octubre, ha sido considerado por muchos el pistoletazo de salida de una nueva forma de enfrentarse a la música (y a la vida: el famoso do it yourself), así como el clavo en el ataúd del rock perezoso y autoindulgente que tanto triunfó durante los setenta. Aún hoy en día, cuando esporádicamente le quito el polvo de mi estantería y lo escucho (como estoy haciendo ahora), tengo la sensación de estar agarrando un cable de electricidad: la madre que les parió, me digo, qué locos estaban.
La reacción de los dinosaurios del rock (así llamaban a las grandes bandas) fue de estudiada indiferencia. La aparición de “Exodus”, el LP de Bob Marley de ese mismo año, despertó muchísimo más interés, especialmente en los Stones, que se lanzaron de cabeza hacia los ritmos jamaicanos (ya lo habían intentado en “Black & Blue”). El resto de megaestrellas no fueron mucho más receptivos: incluso alguien tan inteligente como Ray Davies se dejó llevar por la caricatura de trazo grueso en “Prince of the punks”, donde se burla sin contemplaciones de los recién llegados (a pesar de que los Kinks fueron de los pocos grupos que merecieron el respeto de los chicos de los imperdibles). 
         “He tried to be gay, but it didn't pay, 
          So he bought a motorbike instead. 
          He failed at funk, so he became a punk, 
         'Cause he thought he'd make a little more bread” 
¡Ay, Ray, con lo perspicaz que tú eres para otras cosas! Tuvieron que pasar un par de años para que el muy ceñudo Neil Young, que compartía el radicalismo sonoro con los jóvenes punks, se atreviera a homenajear a Johnny Rotten en la inmortal “My, my, hey, hey (out of the blue)”, en cuya letra sintetizó de forma brillante lo que los propios punks habían sabido transmitir a gruñidos: es mejor quemarse que desaparecer poco a poco. Un punto para Neil, sí señor.

Pero aunque los más conocidos, los Sex Pistols no fueron, ni de lejos, los más dotados musicalmente del movimiento punk (todo lo que tiene su LP de energético lo tiene de monótono). Tal honor recae en una banda (The Clash) que también debutaron en el annus mirabilis de 1977, y en un solista de difícil encasillamiento como Elvis Costello, que publicó su primer disco (¡cómo le gustan a la Historia las casualidades!) menos de un mes antes de que, en la lejana Graceland, el otro Elvis hiciera mutis por el foro.

¿Quiere esto decir que el punk acabó con los viejos vicios del rock, instaurando una arcádica república de música vibrante y directa? Pues no. El año 1977, tan rupturista en apariencia (y es aquí donde rescato la canción que da título a este texto, en la que Loquillo demuestra tener un fino olfato para identificar los Momentos Históricos), también asistirá al surgimiento de otras propuestas tan sugerentes e importantes como la del Punk. Quizás la más mediática fuera la visibilización, como se dice ahora, de un fenómeno musical que no había encontrado su concreción hasta que tres hermanos blanquecinos y ya talluditos, que llevaban dando guerra en los escenarios desde inicios de los sesenta, decidieron sacar del armario un género musical menospreciado pero que, a partir de este momento, se volvió mastodónticamente abrumador: la Disco Music. La banda sonora de “Saturday Night Fever” (de una calidad infinitamente superior a la muy mediocre película a la que acompañaba) catapultó los falsetes de los Bee Gees a categoría de soniquete universal, al mismo tiempo en que les convirtió, durante unos años, en los putos amos (no estará de más que recordemos que los audaces guerrilleros punks apenas vendieron unas decenas de miles de discos: nadie regala “Never Mind the Bollocks” para San Valentín). Las boîtes del mundo civilizado desterraron sus huraños discos de rock progresivo para sustituirlos por gozosas invitaciones al baile, convirtiendo en una verdadera plaga a los imitadores de Travolta. Y para desengrasar este texto tan denso, me voy a permitir una anécdota de cosecha propia: debido a nuestra tierna edad, mi madre nos acompañó a mis hermanos y a mí a ver la película. Y en una escena, Tony Manero intentaba beneficiarse a la chica (no me acuerdo de su nombre). Ella accedía, pero exigía protección, para lo cual sacaba de su bolso un preservativo. No sé cuál de mis hermanos preguntó qué era eso, y mi madre, provocando la carcajada de toda la platea, contestó rotundamente: “Un chicle”. Fin de la anécdota.

Pero a lo que vamos: además de Punk y Disco Music, 1977 vio cómo un tipo gordito y poco atractivo que respondía al insólito nom de guerre de Meat Loaf (Cacho Carne, para que nos entendamos) creaba, junto a su Pigmalion Jim Steinman, una ópera rockera llena de pompa y circunstancia, y por la que se colaba un romanticismo prematuramente fin de siècle: “Bat Out of Hell”, que fue número uno durante muchas semanas en sitios tan dispares como Australia, Holanda o Nueva Zelanda, además de vender millones y millones de ejemplares en su Estados Unidos natal. Mucho menos conocido del gran público, el poliomelítico Ian Dury (tenía que subir a actuar ayudado por sus muletas) encapsula una mezcla personalísima del naciente punk con el pub rock, a la que añade gotas de free jazz y lirismo de gasolinera: “New Boots and Panties!!”. No vendió mucho en su momento (ya lo haría unos años después, cuando compusiera el himno definitivo: “Sex & Drugs & Rock’n’roll”), pero su música sirvió (como la de otros debutantes: The Jam, Dire Straits, Television) para enredar aún más el complicado rompecabezas en que se había convertido el rock and roll, que tan plácido y domesticado se nos aparecía apenas doce meses antes.
           
       
¿Y en España? ¿Pasó algo nuevo, musicalmente hablando, en la Reserva Espiritual de Occidente? Es verdad que estábamos muy ocupados despojándonos a manotazos de la caspa franquista, pero, aún así, por una vez estuvimos a la altura de las circunstancias. Haciendo caso omiso de la horripilante marea de cantautores peliflojos que estaban dando la tabarra con la muralla de los cojones, un andaluz / catalán de prematuro flequillo canoso se juntó con dos gitanos sevillanos que apenas tenían diecisiete años pero que tocaban la guitarra como los dioses, y entre los tres parieron “Veneno”, el disco (no me apetece ser ponderado) que revolucionó la música española, y cuya trascendencia aún no ha sido superada. Tanto Kiko Veneno como Raimundo Amador tendrían largas y fructíferas carreras, pero ninguno ha igualado esta maravilla, a partes iguales llena de flamenco, desparpajo y una actitud que está en admirable sintonía (sin ser consciente de ello) con lo que estaban haciendo los punks en esas mismas fechas. Lo sigo escuchando. Y mucho.

           
            En fin, que me ha salido un resumen un tanto subjetivo de 1977 y su importancia en la Historia del rock and roll. Y lo mejor lo dejo para el final. En una fecha no determinada de aquel año glorioso (quizás en los alrededores de mayo, para festejar su cumpleaños), el abajo firmante fue a Madrid, a una tienda de Decomisos en la calle Arenal (¿aún existe eso de los Decomisos? Podías comprar las cosas más baratas porque las traían de Canarias o de Andorra, y te ahorrabas los impuestos) y se agenció un radio cassette de la hostia (no decíamos marcas: de la hostia, del copón, así era como los bautizábamos). Llegué a casa, la enchufé… Y aún no me he repuesto de la conmoción: a partir de ese momento empecé a escuchar música. A todas horas. Y es lo que voy a hacer en cuanto ponga el punto final a este escrito. Es lo que haré mañana nada más despertarme. Y es lo que quiero estar haciendo (a ser posible con el maravilloso Sargento Pepper acariciando mis oídos) cuando me toque ir a reunirme con Elvis.

Rockin' Muñoz

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