Lo
hice al revés. Debería haber empezado por youtube: en un fragmento del “A fondo”
que le dedica Joaquín Soler-Serrano, Mercè Rodoreda no para de reírse ante las
engoladas preguntas de su entrevistador, ese busto romano vestido de Cortefiel.
Esas carcajadas me ayudaron a entender en su justa medida la espléndida novela
de la autora catalana que acababa de leer con arrebatada delectación. “La Plaza
del Diamante” es un prodigio de sencillez de tal calibre que, por lo menos a
mí, me dejó tan maravillado como caviloso: hum, tiene que haber truco. Y fue la
carcajada que la Rodoreda se echa ante las alambicadas disquisiciones del
presentador lo que me dio el tono, la clave: eso es, creo que dije. El monólogo
de Colometa es vida en estado puro, contada con una sencillez desarmante
(sencillez trabajadísima, como no podría ser de otra forma), gracias a una voz que
nos pasea por los años centrales del convulso siglo XX español, del que
Barcelona es (con sus peculiaridades históricas) ajustado resumen. Una
literatura sin sobresaltos, sin aspavientos, pura cadencia natural, como la que
se oye cuando uno se sienta en el autobús y deja los oídos libres a la captura
de historias, de amores, de quejas, de alegrías. Colometa no pierde vuelo
nunca, es uno de esos personajes más grandes que la vida que absorbe desgracias
sin avinagrarse y gozos sin envanecerse. Y no es que le falten elementos
dramáticos a la novela: el periodo de la guerra está contado con nervio, pero
sin rebajarse nunca al patetismo fácil, sin ensañarse con los sublevados ni
idealizar a los republicanos. ¿Cómo lo habrá conseguido?, me devanaba yo tras
llegar al final, ¿cómo habrá evitado la tentación, tan justificable, de
recrearse en el dolor? Cuando vi a la autora despiporrándose de risa frente a
Soler-Serrano y su prosa de guardarropía lo entendí todo: solo las personas melancólicamente
alegres pueden aspirar a ser sabias. La Rodoreda supo verlo, y su Colometa
también. Y todos los que nos adentramos a echarnos un bailecito en la Plaza del
Diamante sentimos que se nos ha espolvoreado con una pizca de esa gracia.
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