Como todos los
descubrimientos importantes, me sucedió durante la adolescencia, cuando
estudiaba COU en el Instituto Complutense. El profesor de Literatura Contemporánea nos dijo que
teníamos que escoger una obra para hacer una exposición pública sobre ella.
Haciendo gala de esa osadía que me caracteriza, me planté delante de él y le
solté que haría mi trabajo sobre el “Ulises”, de James Joyce: ya va siendo hora
de que alguien desentrañe el sentido de la obra más complicada de todos los tiempos,
recité desafiándole con la mirada. Sin tan siquiera molestarse en rechazar mi
propuesta sacó de su cartera un ajado mamotreto encuadernado de verde, en
cuya portada se leía algo así como “Antología del Teatro de Vanguardia del S.
XX”. Te lo presto, me dijo, porque solo se ha publicado esta edición en
Argentina y no puede ser encontrado en España. Ah, y si me lo ensucias, te mato.
Dentro encontré una obrita que me abrió la mente y gracias a la que pude
adentrarme en algo de lo que apenas había escuchado nada hasta entonces: el
teatro del absurdo. Llegué a casa, pedí que no me pasaran ninguna llamada
(siempre hacía la misma broma cuando iba a leer), abrí el tomo y devoré “La
Cantante Calva”.
Ya
en Madrid, y en fechas menos memorables, pude asistir a otras obras de Ionesco.
Textos probablemente mejores y más complejos que “La Cantante…”, sin duda más
maduros y equilibrados (“Las Sillas” en el Círculo de Bellas Artes; “El Rey se
muere”, en la Abadía, en un montaje deslumbrante), pero ninguna de ellas me
llegaba con el descaro y la pesadumbre de su obra más conocida, que volví a ver
en el Alfil (donde, marca de la casa, se resaltaban los elementos más
humorísticos), con la particularidad de que fue representada casi en exclusiva
para mí: se trataba de un pase de prensa anterior al estreno oficial, y se ve
que mis colegas periodistas (yo estaba entonces en Localia como guionista de
una magazine cultural para Madrid llamado, pásmense ante el ingenio, “Pecados
Capitales”) estaban aquella mañana más resacosos de lo habitual, por lo que
apenas tres o cuatro acudimos al evento y nos desperdigamos por el patio de
butacas aquella mañana de 2005. La puesta en escena fue convencional, pero me
entusiasmó que, incluso para una audiencia tan exigua, los actores se dejaran
la piel en el escenario, en especial un Paco Churruca excepcional, uno de esos
cómicos que reptan por los circuitos teatrales sin ascender nunca al Olimpo
televisivo, viéndose privados de un reconocimiento que merecen mucho más que
sus endiosados compañeros. Eso sí, cuando pregunté a la jefa de prensa, medio
en broma y medio en serio, si podía entrevistar a la Cantante Calva,
amablemente me dijo: tú lo flipas, chaval.
Y
en esto llegamos a los días que corren. Con Trump en la Casa Blanca, ¿quién
necesita más absurdo? Error: siempre se necesita un poco más de absurdo.
Supongo que esa motivación ya estaba detrás del esfuerzo de la dramaturga
catalana Llüisa Cunillé, que en 2005 estrenó “La cantante calva en el
McDonald’s”. Descubrí a la Cunillé (espero que nadie vea machismo o
micromachismo en la venerable tradición de llamar a las mujeres de teatro por
su apellido precedido de “la”) hace unos años, cuando, gracias a una de esos
portales de internet dedicados al celestineo cibernético, conocí a una chica
barcelonesa que vivía en Madrid, con la que estuve saliendo durante un tiempo
(en aquella época, los genetistas catalanes aún no habían prohibido la cópula
con especímenes de debajo del Ebro). Ella era muy adicta al teatro, y me llevó
a ver “Barcelona, ciudad de sombras” al Valle-Inclán, en un montaje en el que
los espectadores rodeábamos, cual si fuera un ring de boxeo, el escenario.
Desde entonces la Cunillé ha consolidado su fama y prestigio, y eso ha llevado
a que la sala La Cuarta Pared haya programado esta revisitación de la obra de
Ionesco.
¿Revisitación?
¿Homenaje? ¿Intertextualidad? ¿Intervención artística? Vayamos por partes: aunque
se recurre a casi todo el elenco de la obra original (el señor Martin y la
señora Smith, Mary y el bombero), se trata de un texto nuevo y autónomo, en la
que se cuelan frases de la famosa Cantante (el inevitable círculo vicioso, por
ejemplo). Sin embargo, la mayor deuda está en el retorcimiento de las leyes de
la dramaturgia, especialmente del diálogo, con frases repetidas hasta la
extenuación y situaciones carentes por completo de lógica. Pero, contra lo que
pudiera parecer, no es una obra adscribible al Teatro del Absurdo, corriente
que (aunque alambicadas) tiene sus propias reglas. La Cunillé utiliza el
absurdo solo en determinadas situaciones, para oxigenar y desorientar una trama
bastante convencional (¿hay algo más cansino en literatura que el adulterio?),
y el resultado no queda empañado por la larga sombra de “La Cantante…”, pues
juegan en distintas ligas, haciendo imposible la comparación. En todo caso, no
entiendo muy bien que parte de la crítica haya visto en la obra intencionalidad
política o reivindicatoria: no creo que por situarla en un McDonald’s (el
auténtico lugar cero de la sociedad
contemporánea) se añada un plus de reivindicación a un texto que genera entre
los espectadores más risas que reflexión (aunque reír es la forma más agradable
de reflexionar: ¡toma frasecita!). Un detallazo para acabar: tras años
persiguiéndola, es un gozo comprobar que la Cantante Calva (¡por fin!) aparece.
Y para nuestra sorpresa, tiene un pelazo de aúpa.
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