lunes, 30 de enero de 2017

Tómese un Big Mac, acarícielo: se volverá un Big Mac vicioso


Como todos los descubrimientos importantes, me sucedió durante la adolescencia, cuando estudiaba COU en el Instituto Complutense. El profesor de Literatura Contemporánea nos dijo que teníamos que escoger una obra para hacer una exposición pública sobre ella. Haciendo gala de esa osadía que me caracteriza, me planté delante de él y le solté que haría mi trabajo sobre el “Ulises”, de James Joyce: ya va siendo hora de que alguien desentrañe el sentido de la obra más complicada de todos los tiempos, recité desafiándole con la mirada. Sin tan siquiera molestarse en rechazar mi propuesta sacó de su cartera un ajado mamotreto encuadernado de verde, en cuya portada se leía algo así como “Antología del Teatro de Vanguardia del S. XX”. Te lo presto, me dijo, porque solo se ha publicado esta edición en Argentina y no puede ser encontrado en España. Ah, y si me lo ensucias, te mato. Dentro encontré una obrita que me abrió la mente y gracias a la que pude adentrarme en algo de lo que apenas había escuchado nada hasta entonces: el teatro del absurdo. Llegué a casa, pedí que no me pasaran ninguna llamada (siempre hacía la misma broma cuando iba a leer), abrí el tomo y devoré “La Cantante Calva”.
           
Acostumbrado como estaba a la telúrica imaginación de los autores del Boom (en esa época mi dieta lectora la formaban casi en exclusiva las novelas de Carpentier y García Márquez), la bufonesca obra de Ionesco me descolocó. De repente sentí que abandonaba la reluciente televisión en color que nos habíamos comprado poco antes y retrocedía a aquel modelo lleno de nieve de mis primeros años de vida, tan propicio para espacios acotados y personajes exangües. Por entre las rendijas de las humoradas y los volatines verbales de las familias Smith y Martin intuí unas corrientes subterráneas de angustia y desasosiego que me llevaban al mundo de escombros que había dejado la última (por el momento) Guerra Mundial. Releí la obra un par de veces más, redacté febrilmente mi trabajo y lo expuse unos días después ante mis compañeros (que no supieron identificar porqué Muñoz, siempre tan juglaresco, les contaba esas cosas tan sinuosas y retorcidas). Arrastrado por la fascinación, incluso intenté escribir una obra con ese aliento, de la que solo recuerdo que su protagonista era un vendedor de ataúdes ortopédicos, y que intentaba encasquetarle uno al Hombre Blanco de Colón. Poco a poco (a esa edad la resiliencia es espectacular) fui archivando la extrañeza que me había inoculado la obra, y cuando aprobé selectividad apenas quedaban trazas de la vaharada de angst que emanaba una pieza tan aparentemente risueña.
        
        Pasaron los años, no soy yo quién para decir si fueron pocos o muchos. El caso es que en 1993 estaba viviendo en París. Casi once meses pasé en la Ciudad que Concita Todos los Adjetivos, tiempo en el que experimenté una inmersión definitiva en ese océano inagotable que es la cultura francesa, y en el que aún me echo unos largos de vez en cuando. Y el 27 de noviembre me desplacé hasta el Théatre de la Huchette, el mismo en el que (aunque entonces se llamaba Des Noctambules) se había estrenado la “antipieza” (por utilizar la denominación usada por el autor), y donde se representaba ininterrumpidamente desde entonces. La mía fue la función nº 11.800, y en ella disfruté, en su despampanante francés original, de la misma incomodidad mezclada con regocijo que me había provocado su lectura adolescente. A la salida, tan conmocionado como feliz, recuerdo que me metí en uno de los muchos restaurantes griegos que pueblan la diminuta calle, donde cené con un ojo asomado a la fría noche, no fuera a ser que pasara la famosa cantante, pues quería comprobar si era verdad que se peinaba siempre para el mismo lado. Aguanté hasta casi las doce, pero no hubo suerte. Dommage!

            Ya en Madrid, y en fechas menos memorables, pude asistir a otras obras de Ionesco. Textos probablemente mejores y más complejos que “La Cantante…”, sin duda más maduros y equilibrados (“Las Sillas” en el Círculo de Bellas Artes; “El Rey se muere”, en la Abadía, en un montaje deslumbrante), pero ninguna de ellas me llegaba con el descaro y la pesadumbre de su obra más conocida, que volví a ver en el Alfil (donde, marca de la casa, se resaltaban los elementos más humorísticos), con la particularidad de que fue representada casi en exclusiva para mí: se trataba de un pase de prensa anterior al estreno oficial, y se ve que mis colegas periodistas (yo estaba entonces en Localia como guionista de una magazine cultural para Madrid llamado, pásmense ante el ingenio, “Pecados Capitales”) estaban aquella mañana más resacosos de lo habitual, por lo que apenas tres o cuatro acudimos al evento y nos desperdigamos por el patio de butacas aquella mañana de 2005. La puesta en escena fue convencional, pero me entusiasmó que, incluso para una audiencia tan exigua, los actores se dejaran la piel en el escenario, en especial un Paco Churruca excepcional, uno de esos cómicos que reptan por los circuitos teatrales sin ascender nunca al Olimpo televisivo, viéndose privados de un reconocimiento que merecen mucho más que sus endiosados compañeros. Eso sí, cuando pregunté a la jefa de prensa, medio en broma y medio en serio, si podía entrevistar a la Cantante Calva, amablemente me dijo: tú lo flipas, chaval.

            Y en esto llegamos a los días que corren. Con Trump en la Casa Blanca, ¿quién necesita más absurdo? Error: siempre se necesita un poco más de absurdo. Supongo que esa motivación ya estaba detrás del esfuerzo de la dramaturga catalana Llüisa Cunillé, que en 2005 estrenó “La cantante calva en el McDonald’s”. Descubrí a la Cunillé (espero que nadie vea machismo o micromachismo en la venerable tradición de llamar a las mujeres de teatro por su apellido precedido de “la”) hace unos años, cuando, gracias a una de esos portales de internet dedicados al celestineo cibernético, conocí a una chica barcelonesa que vivía en Madrid, con la que estuve saliendo durante un tiempo (en aquella época, los genetistas catalanes aún no habían prohibido la cópula con especímenes de debajo del Ebro). Ella era muy adicta al teatro, y me llevó a ver “Barcelona, ciudad de sombras” al Valle-Inclán, en un montaje en el que los espectadores rodeábamos, cual si fuera un ring de boxeo, el escenario. Desde entonces la Cunillé ha consolidado su fama y prestigio, y eso ha llevado a que la sala La Cuarta Pared haya programado esta revisitación de la obra de Ionesco.



      ¿Revisitación? ¿Homenaje? ¿Intertextualidad? ¿Intervención artística? Vayamos por partes: aunque se recurre a casi todo el elenco de la obra original (el señor Martin y la señora Smith, Mary y el bombero), se trata de un texto nuevo y autónomo, en la que se cuelan frases de la famosa Cantante (el inevitable círculo vicioso, por ejemplo). Sin embargo, la mayor deuda está en el retorcimiento de las leyes de la dramaturgia, especialmente del diálogo, con frases repetidas hasta la extenuación y situaciones carentes por completo de lógica. Pero, contra lo que pudiera parecer, no es una obra adscribible al Teatro del Absurdo, corriente que (aunque alambicadas) tiene sus propias reglas. La Cunillé utiliza el absurdo solo en determinadas situaciones, para oxigenar y desorientar una trama bastante convencional (¿hay algo más cansino en literatura que el adulterio?), y el resultado no queda empañado por la larga sombra de “La Cantante…”, pues juegan en distintas ligas, haciendo imposible la comparación. En todo caso, no entiendo muy bien que parte de la crítica haya visto en la obra intencionalidad política o reivindicatoria: no creo que por situarla en un McDonald’s (el auténtico lugar cero de la sociedad contemporánea) se añada un plus de reivindicación a un texto que genera entre los espectadores más risas que reflexión (aunque reír es la forma más agradable de reflexionar: ¡toma frasecita!). Un detallazo para acabar: tras años persiguiéndola, es un gozo comprobar que la Cantante Calva (¡por fin!) aparece. Y para nuestra sorpresa, tiene un pelazo de aúpa.

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