jueves, 12 de enero de 2017

El Guerracivilismo va a llegar

Me dejo caer por el Reina Sofía (aún no le han cambiado el nombre: pasará de CARS a CARLz), entro en su suculenta librería. En la mesa de entrada, tras los inevitables catálogos del Museo y los no menos inevitables libros sobre Picasso y Dalí, el tercer apartado (y, con mucho, el más surtido) está dedicado a la Guerra Civil española. Como si fuera un personaje de novela arqueo las cejas: ¿no estamos en un museo de arte? Abundan los hispanistas de toda la vida: Paul Preston, Hugh Thomas, Pierre Vilar. Tampoco faltan los expertos en historia militar como Antony Beevor, ni las novelas y reportajes ambientados en el conflicto: “Por quién doblan las campanas”, “Homenaje a Cataluña”, “La esperanza”. Lugar destacado ocupan los libros de fotografías de Robert Capa y Agustí Centelles. Son numerosos los textos aún sin traducir: “Spain in our hearts. Americans in the Spanish War”, de Adam Hochschild, “Frontline Madrid”, de David Mathieson, “Franco’s International Brigates”, de Christopher  Othen. Montones de ensayos sobre las Brigadas Internacionales. No sé, no termino de comprenderlo: hace unos meses estuve en el MoMa, y en su librería no se encontraban volúmenes sobre la Segunda Guerra Mundial, ni sobre la guerra de Vietnam. Como un personaje de novela me rascó la cabeza, pensativo. De repente lo veo claro: la mayor aportación española al arte del siglo XX ha sido nuestra guerra civil. Aquellos tres años sangrientos y desgarradores constituyen nuestra performance más acabada, más influyente, nuestro gigantesco urinario de Duchamp. Y como todos los grandes – ismos, el guerracivilismo, que comenzó siendo un tema, se ha convertido en un estilo. No me lo estoy inventando: hoy en día, en España no son pocas las novelas o películas guerracivilistas. No me refiero a aquellas que transcurren durante la Guerra Civil, sino a las que se acogen a los preceptos estéticos y argumentales del guerracivilismo. Es decir, un maniqueísmo extremo (los personajes se dividen en buenos y malos), un fatalismo acentuado (como si el destino estuviera escrito en gruesos paramentos de mármol y fuera imposible de cambiar), una imposibilidad casi patológica de relativizar (todo es tremendamente trágico o tremendamente cómico, sin fluctuaciones), un uso del humor como arma arrojadiza (no como ungüento con el que suavizar los conflictos). Como todas las formulaciones brillantes, la que acabo de pergeñar no es del todo cierta, y debería matizarla, pulirla, estratificarla. Pero ya he encontrado el calendario que he venido a buscar (uno muy inocentón, con grandes casillas en blanco que rellenaré con mis propósitos para el año nuevo), pago y salgo a la calle, empieza a anochecer, ya lo dejaré para otro día (pero la idea es buena, que conste).

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