Me dejo caer
por el Reina Sofía (aún no le han cambiado el nombre: pasará de CARS a CARLz),
entro en su suculenta librería. En la mesa de entrada, tras los inevitables catálogos
del Museo y los no menos inevitables libros sobre Picasso y Dalí, el tercer
apartado (y, con mucho, el más surtido) está dedicado a la Guerra Civil
española. Como si fuera un personaje de novela arqueo las cejas: ¿no estamos en
un museo de arte? Abundan los hispanistas de toda la vida: Paul Preston, Hugh
Thomas, Pierre Vilar. Tampoco faltan los expertos en historia militar como
Antony Beevor, ni las novelas y reportajes ambientados en el conflicto: “Por
quién doblan las campanas”, “Homenaje a Cataluña”, “La esperanza”. Lugar
destacado ocupan los libros de fotografías de Robert Capa y Agustí Centelles. Son
numerosos los textos aún sin traducir: “Spain in our hearts. Americans in the
Spanish War”, de Adam Hochschild, “Frontline Madrid”, de David Mathieson, “Franco’s
International Brigates”, de Christopher Othen.
Montones de ensayos sobre las Brigadas Internacionales. No sé, no termino de
comprenderlo: hace unos meses estuve en el MoMa, y en su librería no se
encontraban volúmenes sobre la Segunda Guerra Mundial, ni sobre la guerra de
Vietnam. Como un personaje de novela me rascó la cabeza, pensativo. De repente
lo veo claro: la mayor aportación española al arte del siglo XX ha sido nuestra
guerra civil. Aquellos tres años sangrientos y desgarradores constituyen
nuestra performance más acabada, más
influyente, nuestro gigantesco urinario de Duchamp. Y como todos los grandes – ismos, el guerracivilismo, que comenzó
siendo un tema, se ha convertido en un estilo. No me lo estoy inventando: hoy
en día, en España no son pocas las novelas o películas guerracivilistas. No me
refiero a aquellas que transcurren durante la Guerra Civil, sino a las que se
acogen a los preceptos estéticos y argumentales del guerracivilismo. Es decir,
un maniqueísmo extremo (los personajes se dividen en buenos y malos), un
fatalismo acentuado (como si el destino estuviera escrito en gruesos paramentos
de mármol y fuera imposible de cambiar), una imposibilidad casi patológica de
relativizar (todo es tremendamente trágico o tremendamente cómico, sin
fluctuaciones), un uso del humor como arma arrojadiza (no como ungüento con el
que suavizar los conflictos). Como todas las formulaciones brillantes, la que
acabo de pergeñar no es del todo cierta, y debería matizarla, pulirla,
estratificarla. Pero ya he encontrado el calendario que he venido a buscar (uno
muy inocentón, con grandes casillas en blanco que rellenaré con mis propósitos
para el año nuevo), pago y salgo a la calle, empieza a anochecer, ya lo dejaré
para otro día (pero la idea es buena, que conste).
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