Es
inevitable: te pones a releer a Borges (en este caso “El hacedor”), y al rato
te descubres hablando, pensando o escribiendo como el maestro argentino, tal es
su poder de irradiación. Te levantas de la silla, dejas el libro sobre la mesa,
paseas agitado por la estancia, y de repente te apetece ir al zoo a ver tigres
(y resulta que no hay zoo, solo un Loropark lleno de cacatúas que montan en
monociclo: no es lo mismo). O te precipitas a la biblioteca Municipal, pues
quieres consultar las obras completas de Flavio Josefo (y resulta que no hay
biblioteca, solo una mediateca atiborrada de audiolibros de Harry Potter: no es
lo mismo). O te descubres buscando en IKEA una espada sajona para defenderte de
los vikingos (y resulta que no hay espadas sajonas, y solo puedes comprarte el
paragüero Smondgaasdor, poco útil en el combate cuerpo a cuerpo: no es lo
mismo). Es curioso, pero encuentro grandes paralelismos entre Borges y yo. Si
dejamos a un lado que él fue un genio de la literatura mundialmente admirado y
que a mí no me conoce ni el Tato, nuestras vidas son como dos gotas de agua.
Ambos hemos padecido un físico poco agraciado, lo que en su caso le obligó a
fingirse ciego, a ver si así podía pillar cacho por lástima (pero ni por esas).
Ambos hemos conocido el desprecio por nuestros ideales políticos (él fue
antiperonista y yo soy socialdemócrata, pecados difícilmente perdonables tanto
en la Argentina de los cincuenta del pasado siglo como en la España de los
¿cómo se dice nuestra década? ¿los diez del presente siglo? ¿los decimales?:
bueno, lo que sea). Ambos hemos pasado largo rato en la biblioteca familiar
dedicados a la demorada devoción de los clásicos (bien es verdad que él se
amamantó de la fúlgida prosa de Chesterton y de la sublime erudición de Claudio
Eniano, mientras que yo tuve que conformarme con las astracanadas de Vizcaíno
Casas: qué le vamos a hacer). Ambos hemos sufrido el rechazo de la Academia
Sueca, en mi caso quizás con razón. Ambos hemos servido de diana a los
caprichosos dardos de Cupido, experiencia que el enamoradizo Jorge Luis sublimó
en una serie de inolvidables versos dedicados a aquellas mujeres que ocuparon
su corazón (yo, mucho menos dotado para la poesía, me limité a tirármelas).
Ambos, en fin, somos resumen y cifra de nuestras respectivas épocas, y el mundo
nos ha premiado de forma muy similar: él acabó siendo condecorado y agasajado
por casi todas las universidades del mundo, mientras que yo gané el tercer
accésit del concurso literario “Todos contra la celulitis”, organizado por la
Asociación de Vecinos de Aluche, gracias a un cuento que, curiosamente, retoma
un tema acendradamente borgiano: el del delantero centro que, indeciso sobre si
tirar directamente a puerta o regatear una vez más al central, acaba por perder
su oportunidad y el balón es despejado a córner.
Sirvan
estas líneas, en fin, como sentido homenaje a un escritor que a mí siempre me
pareció galvanizante, opinión que mantendré hasta que averigüe qué coño quiere
decir galvanizante.
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