lunes, 27 de febrero de 2017

Dos días en Granada. Intro.


En agosto de 2013 pasé un par de días en Granada, y en mi cuaderno recogí una serie de anotaciones que lo mismo tienen algún interés. Someramente repasadas aquí las ofrezco.  

Situado junto al riachuelo que le da nombre, “El Zaguán del Darro” es un antiguo palacete del XVI, coquetamente rehabilitado como hotel con encanto (¿para cuándo una “Guía de Hoteles sin Encanto”? Habrá gente que los prefiera, vamos, digo yo). El pequeño patio interior abunda en maderas, en sofás más o menos étnicos, en cuadros, en cornucopias intoxicadas de barniz: es como estar en una chamarilería zen, sin rastro de alérgenos. El recepcionista, joven e informal, me entrega la llave de la habitación “Fernando el Católico”: ah, el buen rey, pienso, antaño espejo de monarcas (léase a Maquiavelo), hoy degradado al papel de Garfunkel en el dúo Isabel & Fernando (no hay más que ver con qué facilidad su nombre se cayó del cartel, en aras de lo políticamente absurdo, en la famosa serie de televisión de hace unos años). La habitación, eso sí, está más que bien: cama grande, colchón duro, ducha generosa. Pero lo mejor está al otro lado de la ventana: la Torre de la Vela (insomne, cubista) se alza a mi disposición, podré leer el “Romancero viejo” bajo su atenta vigilancia, es como estar en primera línea de batalla durante la reconquista de Granada. Sonrío, una agradable sensación de hogar provisional me envuelve. Aquí una persona podría ser feliz, me digo ingenuamente.

Muñoz en 1981: impresionante documento gráfico
Me aseo, saco mi camiseta de Rock’n’roll Animal (¡qué careto tenía Mr. Reed en aquella época! ¡Como para encontrártelo en un callejón oscuro!) y me la pongo, echo al zurrón una guía, un mapa, la libreta, me he olvidado la cámara de fotos (siempre me pasa lo mismo), qué le vamos a hacer. Me lanzo a la calle al trote, antes que nada tengo una cita: sucedió en aquel año mágico de 1981, a mediados de abril, con el ruido de los tanques aún reverberando por ciertas esquinas. Por aquí recto, atravesando la Plaza Nueva, eso es. Once alumnos de COU y un profesor del Instituto de Educación Secundaria Complutense II (al que no conocíamos de nada y que nos impusieron para que no nos desmandásemos demasiado) vinimos a Granada para realizar ese viaje ritual que marca el adiós a la adolescencia y el trabajoso alistamiento en la edad madura, o por lo menos así yo lo entendí. Aquí había que torcer a la derecha, hacia la Gran Vía de Colón: voilà. Creo recordar (y me enternece recordar) una noche entera en el tren, sentados en bancos de madera, con montones de reclutas que correteaban muy fumados por los pasillos y asediaban a nuestras chicas. Creo recordar (y me regocija recordar) que fui a muchas discotecas y bebí muchos cubalibres, y bailé muchas canciones (el hit del viaje fue “On the road again”, el pastiche pseudofunky de Barrabás, aquel grupo formado alrededor de Fernando Arbex). ¡La pastelería López-Mezquita sigue en su sitio! Creo recordar (y me interesa recordar) que visitamos iglesias y corralas, la Alhambra casi a solas, durante mucho tiempo rodó por casa una foto en la que se me ve sentado en una de las esculturas del patio de los Leones. Creo recordar (y me emociona recordar) que me enamoré de una chica y que otra se enamoró de mí, a Manuel Machado le pasó lo mismo (pero no con las mismas chicas). La Catedral quedaba en la otra acera, de eso estoy seguro. Creo recordar (y me parto al recordar) que pasamos la última noche en una cueva del Sacromonte que se llamaba “Disco-Dancing El Camborio” (¡lo juro!), rodeados de gitanos con camisas inenarrables que se empeñaron en invitarnos a más y más botellas de vino (y quién es el guapo que se atreve a rechazar un vaso colmado de tintorro hasta el borde que te ofrece un tipo tan patilludo como patibulario). Quizás fue entonces (antes solo lo intuía) cuando me di cuenta de que la vida es formidable, un regalo para los sentidos: ha pasado mucho desde entonces, pero básicamente sigo pensando lo mismo. Ya no debe de estar lejos, quizás sea aquel edificio, calle Gran Vía 17, enfrente había una especie de iglesia o seminario con pilastras acanaladas (lo habíamos aprendido en Historia del Arte). En fin, que aquel chaval que desembarcó en Atocha muerto de sueño y de resaca decide pagar tributo a la pensión en la que dejó de ser niño para convertirse en adulto (es una forma de hablar), por lo que no puedo evitar un cosquilleo de felicidad cuando me planto ante ella, treinta y dos años no son nada. Bueno, quizás algo sí que son: cuando se me disipa el globo nostálgico veo que aquella pensión de viajantes de posguerra se ha convertido en “Apartamentos Hábitat”, uno de esos espacios asépticos en los que se alojan turistas no menos asépticos. Observo el portal, suspiro, estoy a esto de meterme y contarle mi vida al recepcionista, un hipster con barba de condotiero, pero mejor no, los jóvenes no suelen apreciar la melancolía, su sistema digestivo aún no está preparado. En fin, será mejor que lo deje correr: a otra cosa, mariposa.

Vuelvo grupas, por la Gran Vía de Colón me dirijo hacia la oficina en la que se pueden conseguir las entradas para la Alhambra. Un abigarrado ejército de turistas ha tomado la ciudad, se escuchan palabras muy guturales, abundan los alemanes, también los franceses, a los que delata la Guide du Routard y esa mezcla de condescendencia y admiración con la que tratan todo lo que huela a español. Todos soportamos, con mayor o menor entereza, el inefable sol de agosto, empeñado en echarnos el aliento en el cogote como lo haría un padre que espía la primera salida de su hija. No espero demasiado en la cola, y una señorita muy políglota me dice que mañana, a las once y media y que sea muy puntual. Ante mi gesto de extrañeza me explica que, debido a la masiva afluencia de gente, la entrada a los palacios nazaríes está minuciosamente reglada, a fin de poder disfrutar con un mínimo de confort de sus cabriolas decorativas. Me permito otro suspiro nostálgico (y van), en afectado homenaje a aquellos tiempos no tan lejanos en los que éramos un país inculto y cainita, cuando nuestros monumentos y museos solo acogían a poetas en busca de inspiración y a estetas decididamente afeminados. Hoy en día (por lo menos en Madrid, y supongo que también en el resto de España) es imposible pasar más de diez segundos frente a un cuadro sin ser atropellado por un grupo de jubiladas que, amable pero implacablemente, exigen su hinterland para poder cotorrear a gusto: ella dirá lo que quiera, Merceditas, pero yo la veo cada vez más depre. Exposiciones de pintura muy abstracta, autos sacramentales, conciertos de música uzbeka dodecafónica, exhibiciones de teatro kabuki, performances de ambiguo significado: por muy raro o elitista que sea, te encontrarás rodeado de una multitud entusiasta y confianzuda que (y aquí viene lo sorprendente) asiste al evento con una cortesía y erudición que, hace solo unos años, hubiésemos creído impensable en este viejo país de cabreros. A ver si se me entiende: pues claro que me alegra que por fin otorguemos a las artes y a la cultura el valor que merecen, pero el snob que anida en mí añora aquella edad en la que, con la única compañía de un adormilado vigilante, pasé casi media hora extasiándome ante el descendimiento de Antonello de Messina del Museo del Prado. En fin, no le demos más vueltas, a ver qué tal mañana en la Alhambra, son casi las dos y media, mi estómago ruge, yo soy muy de comer.

Me asomo al Corral del Carbón. Tras su maravilloso arco de entrada, un grupo de operarios se afana colocando sillas frente a una tarima, presumiblemente para algún concierto o actuación. Ya digo, estamos rodeados por todas partes de cultura, qué agobio. A lo que vamos: camino apenas unos metros y me meto en “Cisco y tierra”, me siento, pido media de queso y una cerveza. Solo tras el segundo trago recuerdo que soy escritor y paso a describir: rotunda mezcla de maderas muy barnizadas y jamones de Damocles por doquier, la música de fondo es indistinguible, o, al menos, a mí me lo parece. Cuelgan de las paredes gorras de policía, no sé (ni me importa) si es un capricho decorativo o una declaración de intenciones políticas. El queso está estupendo, pero se acaba pronto, y cuando releo la carta en busca de refuerzos tengo que reconocer que, en el plazo de muy pocos meses, he perdido vista de cerca, la borrasca de la presbicia se adentra en mi mapa de isobaras. Ah, cómo añoro aquellos tiempos no tan lejanos en los que todo era sólido y gozaba de perfiles bien definidos: hoy las cosas a mi alrededor (y las personas, y las ideas) se empastan, difuminan sus fronteras, nunca sabes dónde acaba una y empieza la otra. Quizás un bar de Granada no sea el sitio ideal para descubrirlo, pero es ahora cuando me doy cuenta de que, por mucho que se empeñen los apocalípticos, el mundo no acabará con una explosión (si comenzó con un big bang, razonan perezosamente los guionistas de Hollywood, ha de acabar con un last and bigger bang). No, de eso nada, no me seáis ingenuos: el mundo se irá disolviendo muy paulatinamente (la presbicia no es más que un periodo de adaptación), el vacio que subyace en el centro de todo irá perdiendo sus capas cual hurí que se despoja de sus velos, nosotros mismos iremos prescindiendo de atributos y extremidades hasta quedar convertidos en pulidas piedras de río, más tarde en granos de arena, finalmente en anodinos átomos o protones, qué más da. Llamadme hipocondríaco, pero la perspectiva no me hace ni puta gracia. “¿Qué tal la berenjena rebozada?”, pregunto a la camarera, un poco por cambiar de conversación, levanta el pulgar como diciendo que superior, yo hago un gesto como que sí, qué mal estoy llevando esto de la edad, me da tiempo a reflexionar antes de que me traiga la ración. Con veinte, con treinta años no se piensan estas tonterías, solo piensas en follar, mucho más sano, dónde va a parar. Llegan las berenjenas, me las papeo a toda prisa, me levanto y pago la liviana cuenta (solo en follar: qué tiempos), salgo a la calle, hay mucho que ver.

Fuera hace calor. Tomo la calle de las Recogidas, busco la sombra de los prognáticos balcones, me dispongo a degustar aunque sea un poco de esa guarnición insípida que nadie se come, pero que inevitablemente acompaña a todo centro monumental, ese forro polar que se interpone entre el corazón histórico y los desprotegidos suburbios. A ambos lados de la calle se despliegan brutales edificios de los setenta y ochenta, en sus portales tenebrosos y profundos dormitan los últimos porteros, aquellos profesionales que lo mismo te purgaban un radiador que, bueno, en fin, no recuerdo que hicieran mucho más, por lo menos el que teníamos en Alcalá. A los pocos minutos empiezan a aparecer esos comercios singulares y un poco oxidados que aún se resisten a la uniformización de las franquicias y las grandes marcas: “Mercería Carmen”, “Modas Belén”, “Pastelería Vda. De Vázquez”, “Aluminios Juanmi”. Escaparates sin fantasía, prendas con dos modas de retraso, eslogans mal escritos a los que difumina el sol. Es una lástima que nuestros poetas dediquen tanto tiempo a mirarse el ombligo, aquí tendrían material de sobra para marcarse un tempus fugit detrás de otro. También hay tiendas de chinos: qué barbaridad, se diría que en el Imperio del Centro no se ha quedado ni uno y se han venido todos a España. Atravieso la avenida Arabial, en una zona verde está la Huerta de San Vicente, mi destino inmediato: sin darme cuenta me pego un manotazo al flequillo, me peino, hasta reconozco estar un poco nervioso. (Continuará)

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