¿Alguien
se acuerda del After Eight, aquellas chocolatinas rellenas de menta que te
dejaban durante horas en la boca una sensación de cosmopolitismo y terciopelo?
Pues durante las primeras semanas de 1977, todo el planeta, en abigarrada
sincronía, experimentó esa misma sensación cada vez que encendía la radio: dos
LPs que provenían de la luminosa California llevaron a la cima el sonido adulto
y satinado que (paradojas del destino) sería triturado sin contemplaciones por
los punks a mediados de ese mismo año.
Pero
no adelantemos acontecimientos. El 8 de diciembre de 1976, el quinteto
californiano Eagles (melenas cuidadas, pinta así como de canallitas, las
Ray-Ban estratégicamente colgadas del escote de la camisa) sacaba su quinto
álbum de estudio, titulado como su canción estrella, seis minutos y medio
exactos que son el Aleph del AOR (Adult Oriented Rock), género en el que
destacaron grupos como Boston, Kansas o Toto, gracias a los cuales la libido
del rock subió muchos enteros, tras los años de atonía fornicatoria que trajo
el asexuado rock progresivo. Desde aquella fecha, “Hotel California” es uno de
los momentos álgidos de todos los guateques que se precien, y el espeluznante
solo final (protagonizado por las guitarras de Don Felder y Joe Walsh) es la
banda sonora perfecta para decirle a la chica si no sería mejor que salierais
al jardín a tomar un poco el aire. Gracias a la canción de marras, ciudades de
todo pelaje y condición han visto cómo la antigua “Fonda Mari Cruz” ha sido
rebautizada de una forma no demasiado original, permitiendo a varias
generaciones de mochileros fumarse un canuto a la salud de Felder, Henley y
Frey (no, no son un bufete de abogados judíos: son los compositores). Es verdad
que el resto del álbum se resiente de un inicio tan impactante, y solo “New kid
in town” puede competir con el himno introductorio (incluso hay quien la
prefiere: le alabo el gusto). Las otras canciones, sin ser desdeñables, son una
colección indiferenciada de soft rock, ese género que se inventó para rellenar
video clips de esos en los que una modelo ligera de ropa y su novio adicto al
gimnasio se pelean durante un par de minutos (¡hasta se tiran cosas!), para
acabar al final besándose sobre el capó de un Chevrolet: bobadas.
Los
locutores de FM (¡incluso los españoles!) se hartarían de pinchar el disco, y
sus ventas fueron monstruosas: a día de hoy, se estima que se han despachado 32
millones de copias en todo el planeta. La California hippy (que ya había
enterrado previamente a la ingenua California de los Beach Boys) mudaba de piel
y volvía a ponerse de moda: se nos antojaba un paraíso nocturno cool a más no
poder, en el que ejecutivos discográficos y productores sin escrúpulos
compartían toneladas de cocaína y comida macrobiótica en misteriosos hoteles
regentados por reinas de la belleza (y eso a pesar de que tenían como
Gobernador a un tal Ronald Reagan). Como suele pasar en estos casos, los Eagles
se dejarían abrumar por el monumental éxito del disco, tardarían casi cuatro
años en sacar nuevo material (el muy olvidable “The Long Run”) y acabarían
separándose en un revuelo de abogados.
Pero
como en las novelas (es decir, como en la vida real), el estratosférico límite
artístico y de ventas que establecieron las Águilas no duró ni siquiera dos
meses, pues el 4 de febrero Fleetwood Mac sacaron “Rumours”, y todas las
alabanzas y zalemas que había recibido “Hotel California” se quedaron cortas. ¿Vidas
paralelas? Bueno, Eagles venían del country, mientras que los Fleetwood
surgieron como poderoso artefacto al servicio de la guitarra blues de Peter
Green (antiguo protegé de John
Mayall). Eagles eran quintaesencialmente americanos (su nombre provenía del ave
nacional: el águila calva), mientras que los Fleetwood eran un injerto
británico en los EEUU. Pero la diferencia más importante era que mientras que
los inquilinos del famoso hotel eran cinco cowboys, los Fleetwood eran tres
chicos y dos chicas, siendo estas últimas las que corrían con el grueso de la
composición. Además de lo expuesto, se diferenciaban en que en “Rumours” no
había una canción que eclipsara a las demás, por lo que se trataba de un disco
mucho más equilibrado y completo: cada una de las once maravillas de las que
consta el LP son verdaderas obras maestras, unas joyas que dispararon las
ventas hasta niveles antes nunca vistos (aún hoy en día sigue siendo uno de los
cinco discos más vendidos de la historia). Y aunque el concepto de autenticidad
no tiene mucha cabida en el AOR, hay que reconocer que las vicisitudes
personales del quinteto (formado por dos parejas que acababan de romper poco
antes de meterse en el estudio de grabación, más el larguirucho batería Mick
Fleetwood) dejan su poso en las composiciones. Por decirlo de otra forma: me
creo más la pose delicada y evanescente de “Dreams” que la macarrada de “Victim
of love”.
Pero
que no nos apabullen las cifras ni los reconocimientos: quien se enfrente por
primera vez a “Rumours” se encontrará ante un disco casi pop (no lo es en
absoluto), y solo tras sucesivas escuchas irá atisbando sus profundidades, sus
capas, los densos estratos. Los tres compositores principales (Stevie Nicks,
Christine McVie y Lindsey Buckingham) dejaron jirones de piel en sus textos, y
los innumerables ganchos y estribillos no disimulan el acíbar que derraman
voces tan gloriosas. Pero, como si de una maldición se tratara, también
“Rumours” supuso poco menos que el testamento artístico del grupo: vendrían
nuevos discos, sacarían aún canciones gloriosas (“Sara” es un prodigio de
emoción y sensibilidad), pero los Fleetwood ya estaban en la cuesta de bajada,
convertidos en el reflejo paródico de una California que no levantaría cabeza
(musicalmente hablando) hasta que un grupo tan en sus antípodas como Red Hot
Chili Peppers diera un puñetazo de Funk Rock en la mesa. En todo caso,
“Rumours” es una delicatesen que fue ampliamente degustada en todas las FMs de
aquel glorioso 1977, cuyos oyentes difícilmente podrían sospechar que en los
garajes de Londres unos tipos de dentadura podrida y sin pelos en la lengua
enterrarían sonidos tan celestiales bajo toneladas de decibelios y mala leche.
El After Eight estaba a punto de dejar paso a los caramelos Sugus: toscos,
amateurs y terriblemente divertidos.
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