miércoles, 1 de febrero de 2017

Auge y caída del After Eight


¿Alguien se acuerda del After Eight, aquellas chocolatinas rellenas de menta que te dejaban durante horas en la boca una sensación de cosmopolitismo y terciopelo? Pues durante las primeras semanas de 1977, todo el planeta, en abigarrada sincronía, experimentó esa misma sensación cada vez que encendía la radio: dos LPs que provenían de la luminosa California llevaron a la cima el sonido adulto y satinado que (paradojas del destino) sería triturado sin contemplaciones por los punks a mediados de ese mismo año.

Pero no adelantemos acontecimientos. El 8 de diciembre de 1976, el quinteto californiano Eagles (melenas cuidadas, pinta así como de canallitas, las Ray-Ban estratégicamente colgadas del escote de la camisa) sacaba su quinto álbum de estudio, titulado como su canción estrella, seis minutos y medio exactos que son el Aleph del AOR (Adult Oriented Rock), género en el que destacaron grupos como Boston, Kansas o Toto, gracias a los cuales la libido del rock subió muchos enteros, tras los años de atonía fornicatoria que trajo el asexuado rock progresivo. Desde aquella fecha, “Hotel California” es uno de los momentos álgidos de todos los guateques que se precien, y el espeluznante solo final (protagonizado por las guitarras de Don Felder y Joe Walsh) es la banda sonora perfecta para decirle a la chica si no sería mejor que salierais al jardín a tomar un poco el aire. Gracias a la canción de marras, ciudades de todo pelaje y condición han visto cómo la antigua “Fonda Mari Cruz” ha sido rebautizada de una forma no demasiado original, permitiendo a varias generaciones de mochileros fumarse un canuto a la salud de Felder, Henley y Frey (no, no son un bufete de abogados judíos: son los compositores). Es verdad que el resto del álbum se resiente de un inicio tan impactante, y solo “New kid in town” puede competir con el himno introductorio (incluso hay quien la prefiere: le alabo el gusto). Las otras canciones, sin ser desdeñables, son una colección indiferenciada de soft rock, ese género que se inventó para rellenar video clips de esos en los que una modelo ligera de ropa y su novio adicto al gimnasio se pelean durante un par de minutos (¡hasta se tiran cosas!), para acabar al final besándose sobre el capó de un Chevrolet: bobadas.

Los locutores de FM (¡incluso los españoles!) se hartarían de pinchar el disco, y sus ventas fueron monstruosas: a día de hoy, se estima que se han despachado 32 millones de copias en todo el planeta. La California hippy (que ya había enterrado previamente a la ingenua California de los Beach Boys) mudaba de piel y volvía a ponerse de moda: se nos antojaba un paraíso nocturno cool a más no poder, en el que ejecutivos discográficos y productores sin escrúpulos compartían toneladas de cocaína y comida macrobiótica en misteriosos hoteles regentados por reinas de la belleza (y eso a pesar de que tenían como Gobernador a un tal Ronald Reagan). Como suele pasar en estos casos, los Eagles se dejarían abrumar por el monumental éxito del disco, tardarían casi cuatro años en sacar nuevo material (el muy olvidable “The Long Run”) y acabarían separándose en un revuelo de abogados.

Pero como en las novelas (es decir, como en la vida real), el estratosférico límite artístico y de ventas que establecieron las Águilas no duró ni siquiera dos meses, pues el 4 de febrero Fleetwood Mac sacaron “Rumours”, y todas las alabanzas y zalemas que había recibido “Hotel California” se quedaron cortas. ¿Vidas paralelas? Bueno, Eagles venían del country, mientras que los Fleetwood surgieron como poderoso artefacto al servicio de la guitarra blues de Peter Green (antiguo protegé de John Mayall). Eagles eran quintaesencialmente americanos (su nombre provenía del ave nacional: el águila calva), mientras que los Fleetwood eran un injerto británico en los EEUU. Pero la diferencia más importante era que mientras que los inquilinos del famoso hotel eran cinco cowboys, los Fleetwood eran tres chicos y dos chicas, siendo estas últimas las que corrían con el grueso de la composición. Además de lo expuesto, se diferenciaban en que en “Rumours” no había una canción que eclipsara a las demás, por lo que se trataba de un disco mucho más equilibrado y completo: cada una de las once maravillas de las que consta el LP son verdaderas obras maestras, unas joyas que dispararon las ventas hasta niveles antes nunca vistos (aún hoy en día sigue siendo uno de los cinco discos más vendidos de la historia). Y aunque el concepto de autenticidad no tiene mucha cabida en el AOR, hay que reconocer que las vicisitudes personales del quinteto (formado por dos parejas que acababan de romper poco antes de meterse en el estudio de grabación, más el larguirucho batería Mick Fleetwood) dejan su poso en las composiciones. Por decirlo de otra forma: me creo más la pose delicada y evanescente de “Dreams” que la macarrada de “Victim of love”.

Pero que no nos apabullen las cifras ni los reconocimientos: quien se enfrente por primera vez a “Rumours” se encontrará ante un disco casi pop (no lo es en absoluto), y solo tras sucesivas escuchas irá atisbando sus profundidades, sus capas, los densos estratos. Los tres compositores principales (Stevie Nicks, Christine McVie y Lindsey Buckingham) dejaron jirones de piel en sus textos, y los innumerables ganchos y estribillos no disimulan el acíbar que derraman voces tan gloriosas. Pero, como si de una maldición se tratara, también “Rumours” supuso poco menos que el testamento artístico del grupo: vendrían nuevos discos, sacarían aún canciones gloriosas (“Sara” es un prodigio de emoción y sensibilidad), pero los Fleetwood ya estaban en la cuesta de bajada, convertidos en el reflejo paródico de una California que no levantaría cabeza (musicalmente hablando) hasta que un grupo tan en sus antípodas como Red Hot Chili Peppers diera un puñetazo de Funk Rock en la mesa. En todo caso, “Rumours” es una delicatesen que fue ampliamente degustada en todas las FMs de aquel glorioso 1977, cuyos oyentes difícilmente podrían sospechar que en los garajes de Londres unos tipos de dentadura podrida y sin pelos en la lengua enterrarían sonidos tan celestiales bajo toneladas de decibelios y mala leche. El After Eight estaba a punto de dejar paso a los caramelos Sugus: toscos, amateurs y terriblemente divertidos.

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