miércoles, 15 de febrero de 2017

Habas e ideogramas


Te han dicho que te tranquilices, que todo es normal (y puede que tengan razón, seguro que tienen razón: ellos son muchos y tú eres uno). Te han dicho que hay seis mil y pico millones de personas en el mundo, anda que no habrá gente a la que pase lo mismo que a ti, y no hay que hacer una montaña de un grano de arena, tiene bastante lógica. Te han dicho que en todas partes cuecen habas, que a ver si lo que quieres es llamar la atención, reclamar durante unos minutos la mirada de los demás, sentirte (nos puede pasar a todos, eh, eso nosotros lo comprendemos) un poquito protagonista. Te lo han dicho, y tú mueves la cabeza como reconociéndolo, algo de razón sí que llevan, te traiciona ese lado conformista que te caracteriza y asientes, pues sí, seguro que hay mucha gente (por ejemplo, así, a ojo, a cuántas personas ahora mismo les estarán diagnosticando un cáncer, que es mucho peor que lo tuyo, y no te llegan sus quejas, ni siquiera sabes si se están quejando), no lo dudas, pero es a mí (no a otro: a mí) a quien han echado del trabajo (no con esas palabras, claro: el verbo “echar” denota demasiada violencia, nada que ver con la suavidad con la que ha transcurrido todo) por ser demasiado mayor con cincuenta y un años, a esa edad Mozart ya estaba muerto, no te vienen más ejemplos a la cabeza hasta que te acuerdas de Jesucristo y de Alejandro Magno (James Dean, pero él era un artista, y los artistas ya se sabe), también tu primo Andrés.


Lo vuelves a recordar mientras recoges las dos fotos y el flexo que te compraste para no dejarte los ojos: en todas partes cuecen habas, y (ah, sí) también te han dicho que el mismo ideograma chino quiere decir crisis y oportunidad, no es la primera vez que oyes la frasecita en los últimos tiempos, tiene que haber otro ideograma que signifique (cómo lo diría) tristeza y ganas de dormir durante muchas, muchas horas, porque eso es lo que tú sientes ahora mismo, mientras te diriges a la salida con tus cosas guardadas en una caja de cartón (no tenías tantos trastos, lo de la caja es un poco como en las películas cuando se jubila ese contable maniático pero buena gente que lleva toda la vida en la oficina, le regalan un reloj con su nombre).
         
         Almacenas según pasas y saludas (Antúnez, Marisa, los Antonios) las últimas miradas a lo que ha sido durante casi dos décadas (que se dice pronto) tu lugar de trabajo, tu refugio frente a desavenencias domésticas (cuando estuviste a punto de separarte de María, acuérdate, venías aquí incluso los sábados por la tarde), tu patio de Monipondio (así lo llama Torres, él sabrá porqué), tu isla de naufrago, tu castillo secreto: oscuro, áspero (pero tuyo). Nunca pensaste (sí que lo pensaste) que aquello tendría un final, hay que ser muy ingenuo para creer que ese semisótano alzó el telón para que tú entraras en él y lo bajará en cuanto tú lo dejes, hay que ser muy ingenuo, en eso estamos de acuerdo, pero tú lo pensaste en más de una ocasión, qué pereza buscarse algo por si acaso. Te despides de González, de Arrieta, te despides de Verónica, que apenas retiene las lágrimas (ella sabe que va a ser la próxima, todo el mundo sabe que va a ser el próximo), también le dirán que en todas partes cuecen, que el ideograma.
      
            Bueno, venga, que seguro que encuentras pronto otra cosa, anda que no hay sitios en los que, el abrazo de Miguel es sincero, de todos tus compañeros (ya ex compañeros) es el que con menos impostura puedes calificar como amigo, es el único al que contaste lo de Marta, fue el padrino de la pequeña, pero él se queda y tú no, hay un pequeño matiz de fondo que os separa, y ese matiz es un abismo insondable. Le llamarás para tomar cervezas, irás a su casa para ver partidos, pero él se queda y tú te vas: en el caso de (improbable) guerra nuclear, si vuestros cadáveres fuesen encontrados juntos y acabaran en un hipotético Museo del Holocausto, estarían en vitrinas diferentes, no sé si me estoy explicando. Su abrazo se hace demasiado largo, demasiado forzado, seguro que hay un ideograma chino para describir ese tipo de abrazos, te sueltas alegando que la caja pesa, que el lumbago (pero nos llamamos, ¿eh?)

            La máquina del café (qué horrible brebaje, mira, eso no lo echaré de menos: ése es el espíritu, encontrar siempre el lado bueno), el único ventanuco por el que se cuela un atisbo de luz natural, el ficus que nació seco o era de plástico, tu mesa ya empieza a ser un lejano recuerdo (ya no es tu mesa). Álvarez se ha asomado desde su caverna, es todo un detalle, ha salido a darte la mano, envíame tu currículum, quién sabe (¿quién? tú lo sabes: no hay esperanzas para el que traspasa esa puerta: te gusta ponerte un poco dramático), cada vez se valora más la experiencia (sí, y el mundo es plano, y los niños vienen de París), de todos modos es un detalle, podía haberse quedado en su despacho y ha salido, su palmadita es cálida, deja su mano en tu hombro más tiempo de lo necesario, es majo (no evitas pensar que no siempre va a tener veintiocho años, que ya envejecerá, bajará la guardia y entonces la caja, los abrazos), llámame para lo que quieras (no le llamarás, ambos lo sabéis)

       
     Bueno, pues nada, allí estás, las dos manos ocupadas en sujetar la caja, desde las sombras notas todas las miradas clavadas en ti, no querréis que dé un discurso, la carcajada general destensa el ambiente (Álvarez ya ha vuelto a su despacho, qué le costaba haberse quedado un par de minutitos más), pero sabes que no quieren que des un discurso, tienes que irte para que puedan suspirar sin remordimientos y decir menos mal que no soy yo el que sale por esa puerta (Verónica será quien lo diga con mayor énfasis). Tienes que dar ese paso (nada metafórico), es un paso real. Pero tienes cincuenta y un años, date un par de meses para cargar pilas, y dentro de nada estarás de nuevo en lo más alto (hasta puede que aprenda inglés, fíjate). Hasta siempre, y no te tiembla la voz, abres la puerta, das un pequeño paso, fuera acecha la primavera, como un ideograma siniestro. 

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