Tras
atravesar la ruidosa avenida Arabial, llena de coches, se abre un claro verdoso
que respetan los edificios, un remanso de césped y algunos árboles que conduce
a una casa blanca, de dos plantas, una construcción sólida y nada presuntuosa.
La Huerta de San Vicente fue la casa de verano de la familia García Lorca entre
los años 1926 y 1936, y en ella pasó Federico sus últimos días, antes de ser
fusilado. De repente me asalta la impresión de estar muy lejos de Granada, muy
lejos de la Alhambra y del Darro: estoy metido en aquellos manuales de
literatura que utilizábamos en el Instituto, y para los que Federico era menos
un poeta que un mártir, el portentoso árbol sobre el que se había abatido el rayo
de la sinrazón y el odio, ese mismo rayo que abrasaría a toda España durante
los siguientes cuarenta años. Es significativo y resume a la perfección el zeitgeist de aquellos días de la
Transición que nuestro profesor dedicara más tiempo de clase a explicarnos la
ignominiosa muerte del poeta que a comentar sus versos, los mismos que eran
musicados sin piedad por cantautores de mucho compromiso y poco talento (no,
que quede claro: los grupos que yo escuchaba por entonces no lo hacían, más
interesados en Groenlandia o en la moda juvenil). Sin embargo (y la imagen me
asalta mientras franqueo el portón), recuerdo que el primer libro que me
compré, sin ser obligado por las tareas académicas, fue el que reunía en un
solo volumen el “Romancero gitano” y el “Poema del cante jondo” en la venerable
colección Austral de Espasa-Calpe. Mi propia juventud me impidió (quizás me
inmunizó) apreciar la tragedia del autor, y mis profundas convicciones punkies
me vacunaron contra el ritmillo trotón que Manzanita había imprimido a su
versión rumbera del “Romance sonámbulo”, por lo que aventuro que fui de las
pocas personas que, en aquellos años grumosos, supo leer a Lorca sin verse
influido por su leyenda. El tiempo no ha malbaratado aquel fervor inicial (que
compartí, azares del destino, con el teatro del absurdo: Ionesco y Lorca,
extraños compañeros de cama), y no puedo evitar comprarme la edición facsímil
que aquí venden, una preciosidad. Otras lecturas, seguramente menos devotas, me
hicieron saber que se trataba de la obra maestra más anacrónica de la Historia
de la Literatura: apenas unos pocos años después de que Proust, Joyce, Kafka y
otros declarasen la veda abierta para retorcer y eviscerar el lenguaje hasta límites
inverosímiles, un abogadito granaíno reinventaba el romancero recurriendo a
figuras tan poco vanguardistas como gitanos, cantaoras y guardias civiles.
Releo (y van) mi poema favorito (“La casada infiel”: cuántas muchachas me
habrán oído susurrar, tras el alborotado coito, eso de “…la voz del
entendimiento / me hace ser muy comedido”), el guía nos insta a comenzar la
visita, un momento, le digo, hasta que no compruebo por enésima vez que la
chica sigue declarándose mozuela (ejem) no me uno al grupo.
Somos
una docena de visitantes, y no hay que ser muy perspicaz para saber que el
barbudo del fondo, un sexagenario de relamido acento sevillano, es el
tocapelotas que hay en todo grupo de turistas, aquel que viene menos a ver el
monumento en cuestión que a interrumpir constantemente con preguntas y
digresiones en las que pretende exhibir sus supuestos conocimientos. Antes
incluso de que el guía abra la boca ya está soltando una perorata sobre el
surrealismo en “Poeta en Nueva York”. Enseguida pienso: cállate, gilipollas,
aunque no lo digo, para los exabruptos soy muy mirado, prefiero callármelos y
somatizarlos, ya estarán incrustándose en mi páncreas o preparando el terreno
para el inminente advenimiento de algún trastorno digestivo, eso es seguro.
Entramos en la sala, el guía nos adentra en el muy petit bourgueois mundo familiar de Federico: la riqueza repentina
del padre, el comercio de remolacha que sustituye al azúcar cubano, la solidez
inmutable de la vida en provincias. Da igual, el barbudo vuelve a la carga: yo,
que también soy poeta, la frasecita me obliga a buscar refugio, y lo hago
concentrándome en los muebles, en la sobria geometría de una decoración que no
interfiere, que no busca protagonismo. Me encantan dos de los cuadros, ambos
muy “Nueva Objetividad”: uno muestra a una de sus hermanas tocando el piano,
mientras que en el otro vemos al propio Federico en bata de andar por casa, con
gesto amargo, un rictus muy poco acorde con su bien merecida fama de ser
luminoso, de príncipe de la alegría. El cuadro (me fijo) está pintado en 1931,
cuando ya estaba considerado la estrella emergente de las letras españolas, y
su trágico final aún se antojaba impensable. Es, pues, un cuadro que anticipa,
el revés exacto del retrato de Dorian Gray. Vuelvo mi atención al grupo, donde
el guía explica las cosas con una exquisita mezcla de erudición y teatralidad.
Torea con elegancia las mamarrachadas del barbudo, ha de estar muy
acostumbrado. Cuenta anécdotas con un vívido descaro, como si le hubieran
sucedido a él mismo. Es obviamente gay, y me descubro especulando sobre si será
o no una condición imprescindible para trabajar aquí. No me parece una cuestión
disparatada: en los museos parroquiales los taquilleros siempre tienen pinta de
seminaristas, y en los centros de arte contemporáneo raro es encontrar un
miembro de la plantilla que no lleve rastas o piercings (por no hablar de la
FNAC: busca un dependiente que se peine con raya, te pueden dar las uvas).
Subimos a la segunda planta, en la que está el dormitorio de Federico, una
habitación de una austeridad eremítica. En las blancas paredes solo hay dos
cuadros, uno de no sé qué virgen, otro con el afiche enmarcado de la Barraca.
La pieza apenas tiene tres muebles: una cama, una mesa y una silla, diseñadas
todas mucho antes de que se inventara el concepto de ergonomía. Aquí fue donde
escribió o remató una decena de obras maestras, en unas condiciones que
provocarían los afectados lloriqueos de muchos autores posmodernos: no hay
luces indirectas, no hay regulador de humedad, no hay sillón reclinable, no hay
aislamiento acústico. Una mesa espartana y un puñado de folios, además de un
talento descomunal, fue todo lo que necesitó Federico. Cuando todos salen del
cuarto me quedo en él unos minutos, paso la mano por el cabecero de la cama,
acaricio el respaldo de la silla, me invento una lejana vibración que aún se
mantiene en el aire.
Despedimos
al guía con un aplauso, intuyo que ha de ser guapo por cómo le miran dos
chicas, el barbudo no quiere evitar una última puntualización que ya no
escucho, salgo de la casa sin prisas, no me he traído cámara por lo que no hago
fotos, sé que no olvidaré, o si olvido será para adaptar y adoptar en el
cañamazo de mis recuerdos. Es como si saliera de visitar a un amigo. Meneo la
cabeza: vamos a ver, tú siempre has presumido de ser más machadiano que
lorquiano, a qué viene ahora esta súbita infidelidad poética. No, no quiero
disolver con una broma la emoción con la que he seguido las explicaciones del
guía, las ráfagas de dolor que me han asaltado al escuchar de nuevo las
circunstancias de la inexplicable muerte del poeta, el cariño con el que
acaricio los libros que he comprado, la gratitud honda y profunda que
experimento por alguien que desapareció mucho antes que yo naciera y que se
dejó horas y horas de su breve existencia inclinado sobre una mesa que ahora sé
incomodísima para crear una serie de obras que me ayudarían a combatir ese
dolor y esa angustia que a veces me atenazan, gracias, Federico, digo mientras
me marcho. Cuando llego a la avenida me sobresaltan los coches, vuelvo a Granada,
vuelvo a este agosto encendido después de haber conectado por unos momentos con
el núcleo certero de las cosas. Espero que el semáforo se ponga rojo para
cruzar, cuando lo hago me adentro lentamente en la ciudad. (Continuará)
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