miércoles, 1 de marzo de 2017

Dos días en Granada. La huerta de San Vicente.


            Tras atravesar la ruidosa avenida Arabial, llena de coches, se abre un claro verdoso que respetan los edificios, un remanso de césped y algunos árboles que conduce a una casa blanca, de dos plantas, una construcción sólida y nada presuntuosa. La Huerta de San Vicente fue la casa de verano de la familia García Lorca entre los años 1926 y 1936, y en ella pasó Federico sus últimos días, antes de ser fusilado. De repente me asalta la impresión de estar muy lejos de Granada, muy lejos de la Alhambra y del Darro: estoy metido en aquellos manuales de literatura que utilizábamos en el Instituto, y para los que Federico era menos un poeta que un mártir, el portentoso árbol sobre el que se había abatido el rayo de la sinrazón y el odio, ese mismo rayo que abrasaría a toda España durante los siguientes cuarenta años. Es significativo y resume a la perfección el zeitgeist de aquellos días de la Transición que nuestro profesor dedicara más tiempo de clase a explicarnos la ignominiosa muerte del poeta que a comentar sus versos, los mismos que eran musicados sin piedad por cantautores de mucho compromiso y poco talento (no, que quede claro: los grupos que yo escuchaba por entonces no lo hacían, más interesados en Groenlandia o en la moda juvenil). Sin embargo (y la imagen me asalta mientras franqueo el portón), recuerdo que el primer libro que me compré, sin ser obligado por las tareas académicas, fue el que reunía en un solo volumen el “Romancero gitano” y el “Poema del cante jondo” en la venerable colección Austral de Espasa-Calpe. Mi propia juventud me impidió (quizás me inmunizó) apreciar la tragedia del autor, y mis profundas convicciones punkies me vacunaron contra el ritmillo trotón que Manzanita había imprimido a su versión rumbera del “Romance sonámbulo”, por lo que aventuro que fui de las pocas personas que, en aquellos años grumosos, supo leer a Lorca sin verse influido por su leyenda. El tiempo no ha malbaratado aquel fervor inicial (que compartí, azares del destino, con el teatro del absurdo: Ionesco y Lorca, extraños compañeros de cama), y no puedo evitar comprarme la edición facsímil que aquí venden, una preciosidad. Otras lecturas, seguramente menos devotas, me hicieron saber que se trataba de la obra maestra más anacrónica de la Historia de la Literatura: apenas unos pocos años después de que Proust, Joyce, Kafka y otros declarasen la veda abierta para retorcer y eviscerar el lenguaje hasta límites inverosímiles, un abogadito granaíno reinventaba el romancero recurriendo a figuras tan poco vanguardistas como gitanos, cantaoras y guardias civiles. Releo (y van) mi poema favorito (“La casada infiel”: cuántas muchachas me habrán oído susurrar, tras el alborotado coito, eso de “…la voz del entendimiento / me hace ser muy comedido”), el guía nos insta a comenzar la visita, un momento, le digo, hasta que no compruebo por enésima vez que la chica sigue declarándose mozuela (ejem) no me uno al grupo.

  
            Somos una docena de visitantes, y no hay que ser muy perspicaz para saber que el barbudo del fondo, un sexagenario de relamido acento sevillano, es el tocapelotas que hay en todo grupo de turistas, aquel que viene menos a ver el monumento en cuestión que a interrumpir constantemente con preguntas y digresiones en las que pretende exhibir sus supuestos conocimientos. Antes incluso de que el guía abra la boca ya está soltando una perorata sobre el surrealismo en “Poeta en Nueva York”. Enseguida pienso: cállate, gilipollas, aunque no lo digo, para los exabruptos soy muy mirado, prefiero callármelos y somatizarlos, ya estarán incrustándose en mi páncreas o preparando el terreno para el inminente advenimiento de algún trastorno digestivo, eso es seguro. Entramos en la sala, el guía nos adentra en el muy petit bourgueois mundo familiar de Federico: la riqueza repentina del padre, el comercio de remolacha que sustituye al azúcar cubano, la solidez inmutable de la vida en provincias. Da igual, el barbudo vuelve a la carga: yo, que también soy poeta, la frasecita me obliga a buscar refugio, y lo hago concentrándome en los muebles, en la sobria geometría de una decoración que no interfiere, que no busca protagonismo. Me encantan dos de los cuadros, ambos muy “Nueva Objetividad”: uno muestra a una de sus hermanas tocando el piano, mientras que en el otro vemos al propio Federico en bata de andar por casa, con gesto amargo, un rictus muy poco acorde con su bien merecida fama de ser luminoso, de príncipe de la alegría. El cuadro (me fijo) está pintado en 1931, cuando ya estaba considerado la estrella emergente de las letras españolas, y su trágico final aún se antojaba impensable. Es, pues, un cuadro que anticipa, el revés exacto del retrato de Dorian Gray. Vuelvo mi atención al grupo, donde el guía explica las cosas con una exquisita mezcla de erudición y teatralidad. Torea con elegancia las mamarrachadas del barbudo, ha de estar muy acostumbrado. Cuenta anécdotas con un vívido descaro, como si le hubieran sucedido a él mismo. Es obviamente gay, y me descubro especulando sobre si será o no una condición imprescindible para trabajar aquí. No me parece una cuestión disparatada: en los museos parroquiales los taquilleros siempre tienen pinta de seminaristas, y en los centros de arte contemporáneo raro es encontrar un miembro de la plantilla que no lleve rastas o piercings (por no hablar de la FNAC: busca un dependiente que se peine con raya, te pueden dar las uvas). Subimos a la segunda planta, en la que está el dormitorio de Federico, una habitación de una austeridad eremítica. En las blancas paredes solo hay dos cuadros, uno de no sé qué virgen, otro con el afiche enmarcado de la Barraca. La pieza apenas tiene tres muebles: una cama, una mesa y una silla, diseñadas todas mucho antes de que se inventara el concepto de ergonomía. Aquí fue donde escribió o remató una decena de obras maestras, en unas condiciones que provocarían los afectados lloriqueos de muchos autores posmodernos: no hay luces indirectas, no hay regulador de humedad, no hay sillón reclinable, no hay aislamiento acústico. Una mesa espartana y un puñado de folios, además de un talento descomunal, fue todo lo que necesitó Federico. Cuando todos salen del cuarto me quedo en él unos minutos, paso la mano por el cabecero de la cama, acaricio el respaldo de la silla, me invento una lejana vibración que aún se mantiene en el aire.


            Despedimos al guía con un aplauso, intuyo que ha de ser guapo por cómo le miran dos chicas, el barbudo no quiere evitar una última puntualización que ya no escucho, salgo de la casa sin prisas, no me he traído cámara por lo que no hago fotos, sé que no olvidaré, o si olvido será para adaptar y adoptar en el cañamazo de mis recuerdos. Es como si saliera de visitar a un amigo. Meneo la cabeza: vamos a ver, tú siempre has presumido de ser más machadiano que lorquiano, a qué viene ahora esta súbita infidelidad poética. No, no quiero disolver con una broma la emoción con la que he seguido las explicaciones del guía, las ráfagas de dolor que me han asaltado al escuchar de nuevo las circunstancias de la inexplicable muerte del poeta, el cariño con el que acaricio los libros que he comprado, la gratitud honda y profunda que experimento por alguien que desapareció mucho antes que yo naciera y que se dejó horas y horas de su breve existencia inclinado sobre una mesa que ahora sé incomodísima para crear una serie de obras que me ayudarían a combatir ese dolor y esa angustia que a veces me atenazan, gracias, Federico, digo mientras me marcho. Cuando llego a la avenida me sobresaltan los coches, vuelvo a Granada, vuelvo a este agosto encendido después de haber conectado por unos momentos con el núcleo certero de las cosas. Espero que el semáforo se ponga rojo para cruzar, cuando lo hago me adentro lentamente en la ciudad. (Continuará)


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