domingo, 18 de enero de 2015

Monjas en Osuna


             Tras cinco o seis timbrazos se abre la puerta, y una monjita diminuta asoma la cabeza con recelo.
            - ¿Qué quiere? ¿Quién le envía?
            - Vengo a visitar el monasterio – le informo.
            La monjita me mira de abajo a arriba, no debe de medir más de un metro cincuenta de altura. A pesar de la barba de apóstol que gasto últimamente no termina de fiarse de mí. Sus ropajes solo dejan al descubierto el rostro, de las cejas a la barbilla. Entrecierra una vez más los ojos.
            - ¿Pero quién le envía?
            Estoy a punto de desconcertarme. Según el folleto que me han proporcionado en la oficina de turismo, el Monasterio de la Encarnación es la sede del Museo de Arte Sacro: a eso vengo. Llame usted al timbre, y una hermana le guiará, me habían dicho, sin avisarme de que había un password para entrar. Decido improvisar.
            - ¿El Espíritu Santo?
            La monjita sigue sin reaccionar, escrutándome de hito en hito, y casi me alegro de que no haya hecho caso de mi tontería. Por fin se encoge de hombros, hace un gesto y me conmina a entrar. Compro la entrada, sonrío.
            - ¿De dónde es?
            - De Alcalá de Henares. Allí también hay muchas monjas.
            Asiente con la cabeza. Quizás debería preguntarle de dónde es ella, tiene evidente acento sudamericano, probablemente colombiano o caribeño, a pesar de lo cual sus carrillos son rubicundos, como de sólida doncella prusiana. No se lo pregunto y me dejo guiar. Antes de que me dé tiempo a decir nada me avisa que nada de fotos.
            - No soy muy de hacer fotos – miento.
            Atravesamos una iglesia de una sola nave, sin nada especialmente remarcable: la habitual sobreabundancia decorativa del barroco andaluz, ese estilo para el que nunca es bastante. El altar, los retablos, las estatuas, los cuadros, las alfombras: todo está perfectamente restaurado, impecable.
            - Aquí es donde rezamos. Ahora pasemos al Museo.
            Bien visto, toda España es un elefantiásico museo de arte sacro, una incansable repetición de un escaso número de temas y motivos. En éste se han especializado en estatuillas del Niño Jesús. Las tienen en todas sus infinitas variedades: es decir, sentados y de pie.
            - Niño Jesús del siglo XVII. Niño Jesús napolitano del siglo XVIII. Niño Jesús del siglo XVI. Niño Jesús de marfil del siglo XVIII.
            Es curioso el lenguaje: en castellano hay dos palabras que parecen exigir el diminutivo. La una es monjita, es como si para serlo se exigiera una cierta concentración, un acabado de miniatura, las jugadoras de baloncesto no profesarán jamás. La otra es braguitas: en este caso las razones se me antojan más procaces, y quizás éste no sea el sitio para desarrollarlas, ya habrá tiempo cuando salga. Un carraspeo me saca de mis ensoñaciones filológicas, se me invita a entrar por una puerta: voy A continuación salimos a un pequeño patio. La monjita me señala el zócalo, formado por azulejos, un friso con imágenes de las estaciones del año, de la actividad de la congregación y de otras muchas cosas más: una estética ingenua, como de portada de Vainica Doble. Subimos al segundo piso, y nos paramos ante un cuadro en el que se representan, de abajo a arriba, los infiernos, la vida en la tierra y ese cielo de nubes algodonosas que espera a los buenos cristianos.
            - Ahí es donde todos queremos ir ¿verdad?
            Ups, con eso no contaba, no sé si está poniendo a prueba mis conocimientos teológicos. Decido no mojarme.
            - Supongo que sí.

            No parece satisfecha con la vaguedad de mi respuesta, y vuelve a mirarme de soslayo, como diciendo: no deberíamos dejar entrar a los librepensadores. Cuando estoy a punto de soltar alguna estupidez (tipo: “bueno, depende de lo que entendamos por cielo, esa misma palabra no significa lo mismo para un cura que para una azafata, y no digamos para un meteorólogo”) aparece otra monja. Igual de pequeñita, pero mucho más sonriente.
            - Buenos días, espero que esté disfrutando de nuestro museo.
            También es sudamericana, y decide unirse a nosotros. Me cuenta que es una suerte poder visitar el monasterio a solas, que así se puede disfrutar mejor de los tesoros que en él se guardan.
            - Y más en un día tan maravilloso como éste. Qué sol, ¿verdad?
            Sí, el día es maravilloso, miramos sincronizadamente los tres al formidable azul y por un momento nos quedamos callados. El silencio de un monasterio no es un silencio normal, no es la mera desaparición de ruidos, es como un silencio dentro de un silencio, es el silencio que emiten las flores o los acantilados. No, admito que yo no podría vivir en estas condiciones, es más, me parece contra natura, pero empiezo a intuir alguna de las ventajas del régimen de clausura, ese remecerse en el propio bordoneo interior. Se ve que ellas están más acostumbradas, a mí me cuesta seguir así, y por eso decido romper el hechizo y preguntar algo, lo que sea, hay silencios que pesan como grilletes.
            - ¿Cuántas monjas viven en el Monasterio?
            - Somos diecisiete.
            ¿Cuántas redes de silencio pueden tejerse entre diecisiete personas que tienen vedado hablar entre sí, o apenas sienten la necesidad de hacerlo? Volvemos a caminar, me rodean de nuevo docenas y docenas de Niños Jesuses que me son minuciosamente descritos, las dos monjitas y yo atravesamos estancias hasta regresar al zaguán de entrada. Estoy por despedirme cuando la primera de las monjitas, haciendo gala de una zalamería hasta entonces inédita, me dice que ellas mismas hacen dulces, que si quiero comprar alguno, que están muy ricos.
            - Tenemos rosquillas de anís, de vino, de almendras.
            Miro las cajas, de un diseño rudo, sin abalorios, nada que ver con el mundo-floritura en el que vivimos. Claro que compro una caja, no tengo temple para negarle nada a una monjita, son solo cinco euros. Me despido de ellas con cierta admiración, qué envidia mantener ese candor en los siglos que corren.
            - Adiós.
            Cruzo el portón del monasterio, el sol de invierno es blando, ya se aproxima la hora de comer algo. Pasa un coche tamborileando sobre el empedrado y casi agradezco el ruido: qué densos pueden llegar a ser algunos silencios, qué reveladores.

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