- ¿Qué
quiere? ¿Quién le envía?
- Vengo a
visitar el monasterio – le informo.
La
monjita me mira de abajo a arriba, no debe de medir más de un metro cincuenta
de altura. A pesar de la barba de apóstol que gasto últimamente no termina de
fiarse de mí. Sus ropajes solo dejan al descubierto el rostro, de las cejas a
la barbilla. Entrecierra una vez más los ojos.
-
¿Pero quién le envía?
Estoy
a punto de desconcertarme. Según el folleto que me han proporcionado en la
oficina de turismo, el Monasterio de la Encarnación es la sede del Museo de
Arte Sacro: a eso vengo. Llame usted al timbre, y una hermana le guiará, me
habían dicho, sin avisarme de que había un password para entrar. Decido
improvisar.
-
¿El Espíritu Santo?
La
monjita sigue sin reaccionar, escrutándome de hito en hito, y casi me alegro de
que no haya hecho caso de mi tontería. Por fin se encoge de hombros, hace un
gesto y me conmina a entrar. Compro la entrada, sonrío.
-
¿De dónde es?
-
De Alcalá de Henares. Allí también hay muchas monjas.
Asiente
con la cabeza. Quizás debería preguntarle de dónde es ella, tiene evidente
acento sudamericano, probablemente colombiano o caribeño, a pesar de lo cual
sus carrillos son rubicundos, como de sólida doncella prusiana. No se lo
pregunto y me dejo guiar. Antes de que me dé tiempo a decir nada me avisa que
nada de fotos.
-
No soy muy de hacer fotos – miento.
Atravesamos
una iglesia de una sola nave, sin nada especialmente remarcable: la habitual
sobreabundancia decorativa del barroco andaluz, ese estilo para el que nunca es
bastante. El altar, los retablos, las estatuas, los cuadros, las alfombras:
todo está perfectamente restaurado, impecable.
-
Aquí es donde rezamos. Ahora pasemos al Museo.
Bien
visto, toda España es un elefantiásico museo de arte sacro, una incansable
repetición de un escaso número de temas y motivos. En éste se han especializado
en estatuillas del Niño Jesús. Las tienen en todas sus infinitas variedades: es
decir, sentados y de pie.
-
Niño Jesús del siglo XVII. Niño Jesús napolitano del siglo XVIII. Niño Jesús
del siglo XVI. Niño Jesús de marfil del siglo XVIII.
Es
curioso el lenguaje: en castellano hay dos palabras que parecen exigir el
diminutivo. La una es monjita, es
como si para serlo se exigiera una cierta concentración, un acabado de
miniatura, las jugadoras de baloncesto no profesarán jamás. La otra es braguitas: en este caso las razones se
me antojan más procaces, y quizás éste no sea el sitio para desarrollarlas, ya
habrá tiempo cuando salga. Un carraspeo me saca de mis ensoñaciones
filológicas, se me invita a entrar por una puerta: voy A continuación salimos a
un pequeño patio. La monjita me señala el zócalo, formado por azulejos, un
friso con imágenes de las estaciones del año, de la actividad de la
congregación y de otras muchas cosas más: una estética ingenua, como de portada
de Vainica Doble. Subimos al segundo piso, y nos paramos ante un cuadro en el
que se representan, de abajo a arriba, los infiernos, la vida en la tierra y
ese cielo de nubes algodonosas que espera a los buenos cristianos.
-
Ahí es donde todos queremos ir ¿verdad?
Ups,
con eso no contaba, no sé si está poniendo a prueba mis conocimientos
teológicos. Decido no mojarme.
-
Supongo que sí.
No
parece satisfecha con la vaguedad de mi respuesta, y vuelve a mirarme de
soslayo, como diciendo: no deberíamos dejar entrar a los librepensadores.
Cuando estoy a punto de soltar alguna estupidez (tipo: “bueno, depende de lo
que entendamos por cielo, esa misma palabra no significa lo mismo para un cura
que para una azafata, y no digamos para un meteorólogo”) aparece otra monja.
Igual de pequeñita, pero mucho más sonriente.
-
Buenos días, espero que esté disfrutando de nuestro museo.
También
es sudamericana, y decide unirse a nosotros. Me cuenta que es una suerte poder
visitar el monasterio a solas, que así se puede disfrutar mejor de los tesoros
que en él se guardan.
-
Y más en un día tan maravilloso como éste. Qué sol, ¿verdad?
Sí,
el día es maravilloso, miramos sincronizadamente los tres al formidable azul y
por un momento nos quedamos callados. El silencio de un monasterio no es un silencio
normal, no es la mera desaparición de ruidos, es como un silencio dentro de un
silencio, es el silencio que emiten las flores o los acantilados. No, admito
que yo no podría vivir en estas condiciones, es más, me parece contra natura,
pero empiezo a intuir alguna de las ventajas del régimen de clausura, ese
remecerse en el propio bordoneo interior. Se ve que ellas están más
acostumbradas, a mí me cuesta seguir así, y por eso decido romper el hechizo y
preguntar algo, lo que sea, hay silencios que pesan como grilletes.
-
¿Cuántas monjas viven en el Monasterio?
-
Somos diecisiete.
¿Cuántas
redes de silencio pueden tejerse entre diecisiete personas que tienen vedado
hablar entre sí, o apenas sienten la necesidad de hacerlo? Volvemos a caminar,
me rodean de nuevo docenas y docenas de Niños Jesuses que me son minuciosamente
descritos, las dos monjitas y yo atravesamos estancias hasta regresar al zaguán
de entrada. Estoy por despedirme cuando la primera de las monjitas, haciendo
gala de una zalamería hasta entonces inédita, me dice que ellas mismas hacen
dulces, que si quiero comprar alguno, que están muy ricos.
-
Tenemos rosquillas de anís, de vino, de almendras.
Miro
las cajas, de un diseño rudo, sin abalorios, nada que ver con el mundo-floritura
en el que vivimos. Claro que compro una caja, no tengo temple para negarle nada
a una monjita, son solo cinco euros. Me despido de ellas con cierta admiración,
qué envidia mantener ese candor en los siglos que corren.
-
Adiós.
Cruzo
el portón del monasterio, el sol de invierno es blando, ya se aproxima la hora
de comer algo. Pasa un coche tamborileando sobre el empedrado y casi agradezco
el ruido: qué densos pueden llegar a ser algunos silencios, qué reveladores.
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