jueves, 8 de enero de 2015

Amor ardiente

            Ya llevaba esperándole casi media hora en la terminal cuando le vi aparecer. Por entre la multitud reconocí su horrible gorra de los Pacers, y al acercarse descubrí (oh, qué sorpresa) que bebía nerviosamente de algo que ocultaba en una bolsa de papel de estraza. Al divisarme hizo un patoso gesto de saludo, y se acercó bamboleándose. Cuando éramos pequeños, Michael y yo le llamábamos el oso Yogui, y desde entonces no había cambiado, seguía siendo una especie de gran saco de melaza con patas. En otras cosas puede que sí, pero en eso seguía siendo inconfundible. El olor a whisky de malta le precedía un buen par de yardas.
            - Hey, tipo duro ¿Es que no le vas a dar un abrazo a tu papaíto?
            Llevaba uno de esos chalecos de caza que apestan a sangre reseca y a cigarrillos de verdad, nada de esas mariconadas light que ahora se fuman en la ciudad. Tuve que dejar que me palmeara la espalda durante unos segundos interminables, mientras sentía su barba mal afeitada desollándome las mejillas. Es tu padre, me repetía una especie de Pepito Grillo interior, respétale, qué te cuesta. Cuando nos separamos me miró fijamente: le brillaban los ojos, y una lágrima se dejó caer por entre el laberinto de sus arrugas. Oh, no, me angustié, otra vez no.
            - ¿Te ha dejado Jenny?
            Jenny, en realidad, no se llamaba Jenny, sino un extravagante nombre latino que sonaba a virgen mexicana: María de los Guacamoles, o Lupita Flagelación, algo así. La última vez que había venido a verle me la había presentado como su verdadero amor, como la mujer de su vida, y, aunque el día de mi partida no pararon de gritarse no hacían mala pareja. El gigante de ojos claros y Miss Espalda Mojada '85. Como no pareció oír mi pregunta, se la repetí.
            - ¿Ya no estás con Jenny?
            Su cara se contrajo como si quisiera besarse la punta de la nariz. Cuando pretendía hacernos reír a Michael y a mí ponía ese mismo gesto, y nosotros le decíamos que se parecía a un chino. Se arreó otro lingotazo de la bolsa: todo lo solucionaba así. Decidí dejarlo correr, con él era lo mejor.
            - Michael está bien y te manda saludos.
            Yo hacía más de un año que no veía a Michael; concretamente, desde que tuve que ir a pagarle la fianza por la historia esa del Triumph. Supuse que le gustaría oír algo de su otro hijo, aunque no dio muestras de haberme escuchado.
            - La muy zorra se ha llevado mi Montana. No sé cómo coño se las va a apañar para conducir una ranchera. Por eso ahora tengo que conducir este coche de sarasas.
           Iba a decirle que no importaba, que en la ciudad mucha gente tenía coches japoneses, incluso más pequeños que el suyo. También iba a decirle que no se preocupara, que después de Jenny probablemente habría muchas otras, la vida es así. Podría habérselo dicho, soy muy bueno con las mentiras, todo el mundo me cree: quizás se deba a los muchos años que llevo vendiendo coches de segunda mano, es alucinante lo fácil que es engañar a la peña. No le dije nada de eso, no había necesidad. Se restregó los ojos con el dorso de la mano, y me sonrió. Era una sonrisa de borracho, la misma sonrisa con la que, antes de largarse con aquella camarera (¿Judy? ¿Melissa?), acogía mis poesías para el día de Acción de Gracias, o mis regalos de cumpleaños. Pero intuí que en algún lugar recóndito de esa sonrisa latía una brizna de complicidad. Joder, es mi padre: un poco sí que le conozco.
            - Bueno, pues aquí estoy, deseando ver esa sorpresa de la que me hablaste…
            Arrancamos, y en mi mente se acumularon los malos presagios: un año y pico antes (el fin de semana en que me presentó a Jenny) me había jurado que se estaba muriendo: cogí el primer avión, con el corazón brincando en mi pecho, para luego acabar en un espectáculo de mujeres luchadoras en barro, donde se atrevió a confesarme que sí, que le habían detectado una cosilla en los pulmones, pero que nadie iba a acabar con el viejo Bud. Y cuando vine para lo del tío Jack no esperamos siquiera a que lo metieron en el hoyo y me arrastró a un bar: nos pasamos los dos días siguientes bebiendo cerveza caliente y disparando con su escopeta de caza contra los mapaches que rondaban por la parte de atrás de la roulotte. Me era difícil imaginar qué me reservaba esta vez. Y me era más difícil aún intentar averiguar por qué había accedido a su chantaje emocional, con la de cosas que tenía que hacer en Chicago. Remordimientos, quizás. Muchos de los clientes que me compraban coches a sus parientas lo hacían por eso: se la pegaban con otra, y para compensarlas les regalaban un coche. Pequeño, eso sí, tampoco había que pasarse. El ser humano: valiente disparate. Llevábamos una decena de millas recorridas cuando su voz interrumpió mis pensamientos.
            - Había planeado llevarte mañana, pero no puedo esperar más.
            Me volví para mirarle. Seguía sonriendo, y me pareció que un rastro de su antigua dignidad se enseñoreaba de su cara, supliendo el pelo perdido y ocultando las arrugas. Por unos instantes volvía a ser mi padre, aquél con el que me iba a pescar o el que se las apañó para buscarme una camiseta firmada por James Worthy. Luego me enteré de que la firma no era original, que la había falsificado él mismo, pero ya para entonces no me gustaba el baloncesto. En fin, que de eso ya ha pasado mucho tiempo. Joder, ya lo creo que ha pasado mucho tiempo: Carter estaba aún en la Casa Blanca, y hoy en día es casi imposible encontrar a alguien que se acuerde de aquel mamonazo.
            - Me gustaría, hijo, que te sintieras orgulloso de tu padre.
            Comenzó a sollozar, y pisó aún más el acelerador. Qué coño hago aquí, me pregunté para mis adentros, qué coño hago escuchando esta retahíla de estupideces. No, mejor dicho: la pregunta es por qué aguanté tanto tiempo antes de escaparme de aquí, por qué fui tan cobarde de esperar hasta los treinta y pico años, debía de haber huido cuando me lo propuso Bill, o cuando la vacante aquella en Providence. En fin, ya nada de aquello tenía remedio, y preferí mirar por la ventanilla. Supuse que estábamos más allá de Great Oak, cerca de Taunton: desde que me largué todos aquellos paisajes me parecían iguales en su fealdad, alternando maizales y fábricas abandonadas. No le des más vueltas, intenté convencerme, ya queda menos para largarte, piensa que es tu buena acción del año. Quizás fuésemos a pescar como en los viejos tiempos, y las cañas y todo lo demás estuviese en el maletero. Era una chifladura, eso estaba claro, pero cualquiera le decía que no cuando se empeñaba en algo. Ya no recordaba si estábamos en temporada o no, aunque eso a mi padre le daba absolutamente igual, para él la ley era una cosa que incumbía a los demás. De repente dejamos la autopista, y nos metimos en una carretera secundaria, levantando oleadas de polvo. Sus ojos estaban secos de nuevo, y su mirada chispeaba.
            - Lo descubrí por casualidad hace dos semanas, y en el primero en el que pensé fue en ti, hijo. Así aprenderás que también aquí tenemos cosas interesantes.
            Enigma resuelto: otra de sus majaderías, como cuando me hizo venir para enseñarme su caravana recién comprada, un trasto lleno de óxido que ya debía ser antiguo en la época de los hippies. Pero se ve que, en esta ocasión, se trataba de algo especial: desde que nos habíamos metido en el coche, la botella de whisky yacía abandonada en el asiento de atrás, e incluso conducía dando los intermitentes y respetando las señales. Fuere lo que fuese, aquello le importaba. En fin, no perdía nada por llevarle la corriente, con los viejos nunca se sabe cuándo es la última vez en que vas a tener la oportunidad de verles: lo saben, y se aprovechan de eso. No quise estropearle la sorpresa, y me limité a preguntar si quedaba mucho. Soltó una carcajada antes de ponerse repentinamente serio.
            - Hijo, sé que muchas veces te he decepcionado, pero…
No supo cómo seguir, parecía de nuevo a punto de llorar. Redujo lentamente la velocidad. Joder, qué numerito.
- Ya hemos llegado.
            La carretera se remansaba, y frente a nosotros apareció una gasolinera, con un pequeño restaurante adosado, de esos con techo de madera. Una de esas antiguallas rurales que salen en las películas de los cincuenta, antes de que este país se volviese definitivamente loco. Cuando nos dirigíamos hacia ella, mi padre frenó de golpe, y nos pegamos al arcén, a unas doscientas cincuenta yardas. Se acurrucó en su asiento, carraspeó, y de la guantera sacó sus prismáticos de caza. Dios, pensé, ¿por qué no tengo un padre normal, uno de esos que se dejan extinguir tranquilamente en una residencia? No, el mío tenía que estar dando por culo hasta el último minuto. Estuvo mirando la gasolinera un buen rato, con una enorme sonrisa de satisfacción. Al final volvió a guardar los prismáticos en la guantera,
            - Quiero que te fijes bien en el tipo que nos va a servir la gasolina. Fíjate bien.
            No me dio tiempo siquiera a poner cara de bobo, porque arrancamos, y en un instante estuvimos parados frente a uno de los surtidores. Mi padre me guiñó un ojo antes de tocar el claxon dos veces.
            - ¿Es que nadie sirve aquí?
            A la sombra, sentado en una mecedora había un anciano gordo y calvo, con gafas de sol de esas que te tapan media cara. Se levantó perezosamente de su asiento, musitó algo que no entendí, y se acercó a nosotros, limpiándose las manos con un trapo que se guardó en el bolsillo de su peto vaquero. Por más que lo intenté, no descubrí nada anormal en él: uno más de esos paletos sureños que nacen, viven y mueren sin dejar huella. Como mi padre. Como yo en el caso de no haber huido.  
            - Veinte pavos, por favor.
            Cuando el tipo se dirigió a coger la manguera sentí un pellizco en el muslo. Levanté atónito los ojos, y pude ver cómo mi padre me guiñaba un ojo. El cabrón estaba sonriendo con todos los dientes que le quedaban, parecía un niño arrugado y astroso. Antes de que pudiera siquiera extrañarme por su comportamiento empezó a cantar.
            -  I feel my temperature rising, higher higher, it's burning through to my soul…

            Sí, ya no cabía duda: el alzheimer, o el parkinson, algo de eso. O el dolor por verse una vez más abandonado por el supuesto amor de su vida. O la inminencia de la muerte, o el repentino descubrimiento de que su vida había sido una mierda, cualquiera de esas razones me valían, por eso me había llamado. Sentí un repunte de ternura: joder, era mi padre, gracias a él estaba en este mundo. Abrí la ventanilla, me estaba ahogando.
            - Your kisses lift me higher, like the sweet song of a choir…

            Pagó canturreando y arrancó. Vi que el anciano regresaba a su mecedora y se dejaba caer en ella: el Sur, en toda su patética resignación. En cuanto volvimos a la carretera, mi padre puso una cara de pueril orgullo y me miró arqueando las cejas, como un crío ansiando reconocimiento. Lo hizo durante tanto tiempo que tuve que reconvenirle para que se centrara en la carretera, que nos la íbamos a dar. Me hizo caso a regañadientes: qué ingrato eres, hijo mío, musitó, vamos a comer a Joe’s, allí hablaremos, dijo lentamente, y yo asentí. Casi mejor, pensé. No nos volvimos a dirigir la palabra hasta llegar a la ciudad.
            Al salir del coche y dirigirnos hacia Joe’s sentí un vahído, una especie de presión en la parte izquierda del pecho. Siempre me ha encantado ese restaurante, son innumerables las veces en que he comido allí, hasta me pareció entrañable que nada hubiera cambiado, que la fachada siguiera pintada de ese rojo chillón tan desagradable a la vista. Pero algo pasó, es como si de repente el vaso se hubiera colmado, todo el líquido se derramaba. No, me dije, yo aquí no aguanto dos días, todo tiene su límite, incluso el más lacerante de los remordimientos lo tiene. Levanté el dedo, gesticulando como un actor de cine mudo fingí que me llamaban al móvil, me aparté de mi padre y simulé hablar con alguien. Al final meneé la cabeza apesadumbrado.
            - McBrady. Un ataque. Tengo que volver para reemplazarle. Lo siento, papá.
            Antes de que pudiera abrir siquiera la boca para protestar ya estaba llamando (esta vez de verdad) al aeropuerto para cambiar mi billete de vuelta. Apenas tardaron unos segundos en coger mi llamada, y una encantadora chica que afirmó llamarse Jacqueline me informó de que había uno en tres horas. Perfecto. Aquella voz suave y de implacable dicción me tranquilizó: hay otra vida lejos de estos tarados con gorra de deportes y de sus caravanas desvencijadas, y yo pertenecía a ella.
            - Te invitó a comer y me voy. Ya vendré para navidades con más tiempo, y así conocerás a Jacqueline.
            Le empujé dentro del restaurante, casi le obligué a sentarse en la primera mesa libre que vi, hasta le elegí la comida, uno de esos chuletones que tanto le gustan, yo me pedí una ensalada. Cuando empiezas a decir mentiras ya no puedes parar, o por lo menos eso me pasa a mí. Supuse que le haría ilusión tener una nuera elegante y guapa, una de esas mujeres con estudios y docenas de trajes nuevos, nada que ver con las empleadas de supermercados que pululaban por aquellos andurriales.
            - ¿De verdad que no sabes quién era el tipo de la gasolinera?
Volvía a la carga: no, por ahí no iba a seguir, mis reservas ya hacía tiempo que se habían agotado. Llamé a voces a la camarera, y cuando pagué le dije que se quedara con las vueltas, tantas eran las ganas tenía de largarme de allí. Ni le dejé que me acercara al aeropuerto, llamé a gritos a un taxi que pasaba: no quiero que te molestes. Le di una palmetada en el hombro, me metí de un salto en el taxi. Ni siquiera había cerrado la puerta cuando le oí suspirar. Allá iba de nuevo.
            - Te voy a dar una pista.
            Reprimí un bufido. Era cuestión de minutos. En nada estaría en el aeropuerto, lejos de todo esto: de las cosechadoras, de las camareras, de su maldita chifladura. Haz un esfuerzo, me ordené, sé amable, puede que sea la última vez.
            - No, no lo sé ¿El viejo Roddie McFerguson? ¿El hijo de los Stevens?
            Se rió. Sentí un poco de vergüenza por lo que pudiera pensar el taxista, pero ya me daba todo igual. El aeropuerto: allí estaban los míos. Incluso pudiera darse que hubiera una azafata llamada Jacqueline, quién sabe. Mi padre ladeó la cabeza, y puso la cara de voy a hacerlo. Dios, cómo conocía yo esa cara.
            - Adiós, papá. Ya te llamaré…
            Y lo hizo. Se quitó la gorra, se peinó un tupé imaginario, y empezó a moverse. Primero despacio, luego más deprisa. Se puso a bailar. A menear las caderas de una lado a otro. Bajaba la rodilla. Cantaba. Era la imitación que hacía en todos los cumpleaños, y tuve que reconocer que le seguía saliendo de puta madre.
- I'm just a hunk, a hunk of burning love, just a hunk, a hunk of burning love…

Le di un grito al taxista, venga, le urgí, echando leches. Salimos a toda hostia, y por el retrovisor vi que mi padre seguía en la acera, imitando a Elvis, sin importarle que le estuviese mirando todo aquel pueblo de mierda.




El Rey hoy hubiera cumplido ochenta años, y este texto es mi pequeño homenaje, un pastiche de Raymond Carver y Edward Hopper. 

2 comentarios:

  1. ¡¡flap!! ¡¡flap!! (son palmadas).

    Los cuadros de Hopper no podian estar mejor elegidos y la historia...sólo podía ser tuya :D

    ¡Me encanta leerte!

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    1. ¡Muchas gracias, Larix! ¡El tuyo es el primer comentario no injurioso que recibo! Si eres quien yo creo que eres, un besazo enorme. (Eso sí: si eres un tío, un educado a la par que distante palmetazo en la espalda)

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