Je suis
Charlie: también en España hemos podido ver la
pancarta que simbolizaba nuestra solidaridad con las víctimas de la matanza
parisina. Pero… ¿de verdad somos Charlie? ¿Existen en nuestro país humoristas o
escritores que puedan competir en ferocidad y mala leche con Wolinski, Cabu y
demás? Hum, permitidme que lo dude: desde que murió Quevedo (léanse sus
poesías: es difícil encontrar algo que las supere en salvajismo), durante siglos
nos hemos abonado a la guasa y a la gracieta, a los chistes chuscos y a la mofa
de las minorías, nada que inquietara en demasía al poder. La Transición no hizo
más que visibilizar el humor de trinchera al que somos tan aficionados, y que
consiste en burlarse despiadadamente de los adversarios, sin osar nunca
cuestionar nuestros propios defectos. A día de hoy (y reconociendo que apenas
he leído “Mongolia”, de la que no puedo opinar), solo veo dos propuestas
humorísticas que se atrevan a saltarse las concertinas impuestas por la
dictadura de lo políticamente correcto: la viñeta que cada día nos regala El
Roto en “El País”, y la trayectoria de “Els Joglars”, la compañía teatral
creada por Albert Boadella hace más de cincuenta años, y que desde 2012 dirige
su discípulo, el superdotado histrión Ramon Fontseré.
Vaya por delante que soy fan
absoluto de Boadella: qué queréis que os diga, me encantan los tocapelotas. Sin
disculpar sus volteretas político-taurinas, reconozco que viendo “El increíble
caso del doctor Floïd y Mister Pla” (creo que fue en 1997, en el ahora
desoladoramente vacío teatro Albéniz) lloré de risa como no he vuelto a hacerlo
en una platea: qué mala baba tiene este cabrón, recuerdo haber musitado
mientras me secaba las lágrimas. Además, la lectura de su autobiografía
“Memorias de un bufón” es un saludable recordatorio de cómo era la rauxa catalana antes de que se
convirtiera en un arma de secesión masiva. Años después vería “El retablo de
las maravillas” (muy divertida también, pero con menos chispa), y en 2011
“Omena-G”, en la que el azufre tradicional de la compañía aparecía bastante
diluido, era como si sus provocaciones estuviesen pasadas de fecha.
Acudí anoche al malagueño Teatro
Cervantes con cierta inquietud: temía que la bajada de tensión que advertí en
“Omena-G” se hubiese convertido en una franca decadencia. Una hora y media
después comprobé que, sin llegar a las excelencias de sus grandes obras,
Joglars (ahora se han quitado el artículo) tienen cuerda para rato. En
“V.I.P.”, los irreductibles catalanes dirigen sus dardos contra una plaga de
nuestro tiempo: la sobreprotección con la que asfixiamos a nuestros hijos, y
que les convierte en unos pequeños tiranos. Una escenografía sobria y la
contrastada eficacia actoral de la compañía convierten la obra en una carga de
profundidad contra una sociedad que, ya desde la misma cuna, imbuye en los
críos la conciencia de que poseen todos los derechos, sin tener que hacer
frente a ninguna responsabilidad. Las risas nerviosas y los carraspeos culposos
que coreaban las andanzas de Lucas, el niño protagonista (interpretado por
Fontserè) confirmaban que muchos de los espectadores se sentían identificados
con esos padres que, en uno de los momentos más decapantes de la obra, amenazan
al profesor de su hijo simplemente porque ha intentado meterle ligeramente en
vereda: “La disciplina es de fachas”, le espeta su padre, y en la butaca de al
lado un hombre en su cuarentena ríe para, a continuación, alzar las cejas como
pillado en falta, quizás sea una de sus frases de cabecera. Cuando baja el telón
todos aplaudimos agradecidos: nos han hecho reír y pensar, qué más se puede
pedir.
Salgo del teatro dándole vueltas al
mensaje de la obra: ¿de verdad estamos tan esclavizados por los más pequeños? ¿Hasta qué punto nuestros complejos de culpa respecto de ellos nos
impide tratarles no ya con rigor, sino siquiera con justicia? ¿Llegará un día
en que nuestra mala conciencia nos lleve a bajar la edad para poder votar a los
catorce, a los diez, a los cuatro años? Dejo atrás la plaza de la Victoria, la
agradable temperatura del enero malagueño (trece grados a las diez y media de
la noche) me permite pasear sumido en mis pensamientos. De repente, frente al
teatro romano, descubro el cartel que acompaña a estas líneas: sí, algo estamos
haciendo mal cuando tenemos que proclamar que somos amigos de la
infancia. Para poder decir algo sin caer en la mera retórica también ha de ser
pensable poder decir lo contrario: ¿habría alguna posibilidad de que una ciudad
se proclamara “enemiga de la infancia”? Maldito Disney, qué daño nos has hecho
a todos, mascullo mientras vuelvo a casa.
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