martes, 13 de enero de 2015

"V.I.P.", de Joglars

Je suis Charlie: también en España hemos podido ver la pancarta que simbolizaba nuestra solidaridad con las víctimas de la matanza parisina. Pero… ¿de verdad somos Charlie? ¿Existen en nuestro país humoristas o escritores que puedan competir en ferocidad y mala leche con Wolinski, Cabu y demás? Hum, permitidme que lo dude: desde que murió Quevedo (léanse sus poesías: es difícil encontrar algo que las supere en salvajismo), durante siglos nos hemos abonado a la guasa y a la gracieta, a los chistes chuscos y a la mofa de las minorías, nada que inquietara en demasía al poder. La Transición no hizo más que visibilizar el humor de trinchera al que somos tan aficionados, y que consiste en burlarse despiadadamente de los adversarios, sin osar nunca cuestionar nuestros propios defectos. A día de hoy (y reconociendo que apenas he leído “Mongolia”, de la que no puedo opinar), solo veo dos propuestas humorísticas que se atrevan a saltarse las concertinas impuestas por la dictadura de lo políticamente correcto: la viñeta que cada día nos regala El Roto en “El País”, y la trayectoria de “Els Joglars”, la compañía teatral creada por Albert Boadella hace más de cincuenta años, y que desde 2012 dirige su discípulo, el superdotado histrión Ramon Fontseré.

            Vaya por delante que soy fan absoluto de Boadella: qué queréis que os diga, me encantan los tocapelotas. Sin disculpar sus volteretas político-taurinas, reconozco que viendo “El increíble caso del doctor Floïd y Mister Pla” (creo que fue en 1997, en el ahora desoladoramente vacío teatro Albéniz) lloré de risa como no he vuelto a hacerlo en una platea: qué mala baba tiene este cabrón, recuerdo haber musitado mientras me secaba las lágrimas. Además, la lectura de su autobiografía “Memorias de un bufón” es un saludable recordatorio de cómo era la rauxa catalana antes de que se convirtiera en un arma de secesión masiva. Años después vería “El retablo de las maravillas” (muy divertida también, pero con menos chispa), y en 2011 “Omena-G”, en la que el azufre tradicional de la compañía aparecía bastante diluido, era como si sus provocaciones estuviesen pasadas de fecha. 
            Acudí anoche al malagueño Teatro Cervantes con cierta inquietud: temía que la bajada de tensión que advertí en “Omena-G” se hubiese convertido en una franca decadencia. Una hora y media después comprobé que, sin llegar a las excelencias de sus grandes obras, Joglars (ahora se han quitado el artículo) tienen cuerda para rato. En “V.I.P.”, los irreductibles catalanes dirigen sus dardos contra una plaga de nuestro tiempo: la sobreprotección con la que asfixiamos a nuestros hijos, y que les convierte en unos pequeños tiranos. Una escenografía sobria y la contrastada eficacia actoral de la compañía convierten la obra en una carga de profundidad contra una sociedad que, ya desde la misma cuna, imbuye en los críos la conciencia de que poseen todos los derechos, sin tener que hacer frente a ninguna responsabilidad. Las risas nerviosas y los carraspeos culposos que coreaban las andanzas de Lucas, el niño protagonista (interpretado por Fontserè) confirmaban que muchos de los espectadores se sentían identificados con esos padres que, en uno de los momentos más decapantes de la obra, amenazan al profesor de su hijo simplemente porque ha intentado meterle ligeramente en vereda: “La disciplina es de fachas”, le espeta su padre, y en la butaca de al lado un hombre en su cuarentena ríe para, a continuación, alzar las cejas como pillado en falta, quizás sea una de sus frases de cabecera. Cuando baja el telón todos aplaudimos agradecidos: nos han hecho reír y pensar, qué más se puede pedir.
       Salgo del teatro dándole vueltas al mensaje de la obra: ¿de verdad estamos tan esclavizados por los más pequeños? ¿Hasta qué punto nuestros complejos de culpa respecto de ellos nos impide tratarles no ya con rigor, sino siquiera con justicia? ¿Llegará un día en que nuestra mala conciencia nos lleve a bajar la edad para poder votar a los catorce, a los diez, a los cuatro años? Dejo atrás la plaza de la Victoria, la agradable temperatura del enero malagueño (trece grados a las diez y media de la noche) me permite pasear sumido en mis pensamientos. De repente, frente al teatro romano, descubro el cartel que acompaña a estas líneas: sí, algo estamos haciendo mal cuando tenemos que proclamar que somos amigos de la infancia. Para poder decir algo sin caer en la mera retórica también ha de ser pensable poder decir lo contrario: ¿habría alguna posibilidad de que una ciudad se proclamara “enemiga de la infancia”? Maldito Disney, qué daño nos has hecho a todos, mascullo mientras vuelvo a casa.  


  

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