Las capitales de provincia cuentan todas
con su cronista oficial, y una de las exigencias para auparlo a tal cargo es
que posea un nombre deliciosamente obsoleto: Telesforo, Aniceto, Arsenio, algo
así (sí, también vale Emeterio). También tienen su propio periódico, que indefectiblemente
acaba reutilizado para envolver los churros, aquí no se tira nada. El de Jaén
se llama Jaén hoy: no es
especialmente innovador ni en sus planteamientos ni en su diseño, reconozcámoslo,
pero absorbe la grasa estupendamente. En las capitales de provincia (y Jaén es
una de ellas, como Guadalajara o Teruel) se ven señoras estupendas que llevan a
sus hijos a las academias de inglés: los idiomas abren muchas puertas, ya se
sabe. En las capitales de provincia siempre se está casando alguien, es como si
no escarmentaran. En las capitales de provincia no tardas en encontrarte con
una delegación o subdelegación del Banco de España, un edificio feo y
antipático: para qué hacerlo atractivo, allí se
va a tratar de dinero, no a solazarse con su arquitectura. Por el contrario, y
quizás para compensar, en las capitales de provincia es fácil
encontrar uno de esos museos de segunda división a los que no van los turistas,
pero en los que puedes pasar el rato si te encuentras medio perdido un gélido
miércoles de enero. Y como ese es mi caso, pregunto por el Palacio de Villadompardo:
ahí mismo, me señala un labriego (o un campesino, no sé muy bien la
diferencia).
Se trata de un edificio renacentista
al que dotan de cierto aire levantino unas palmeras datileras a las que se
defiende contra el picudo rojo. Tras muchas vicisitudes ha acabado como centro
cultural multiusos, lo mismo vale para un roto que para un descosío. La entrada
es gratis, y lo primero que me encuentro es un patio de mucha prestancia, con sus arcos
y sus columnas. Me imagino que aquí es donde actúan todos los veranos las
compañías locales de aficionados, con sus familias rompiéndose las manos a
aplaudir. Pero hace un frío que pela, y me meto a ver lo que me han dicho que
es la joya del centro, cuya restauración les hizo merecedores de la Medalla de
Honor del Premio Europa Nostra.
Desciendo unas escaleras, saludo a un guardia
que se aburre (en las capitales de provincia siempre hay un guardia que se aburre)
y llego a los Baños Árabes, que datan del S. XI. Tienen una extensión de 450
m2, lo que los convierte en los más extensos y mejor conservados de Europa y el
Norte de África. Hay que reconocer que están impecables, qué gustazo da
comprobar que a veces nuestras autoridades dan buen uso a los fondos públicos.
Me paseo un rato entre las columnas, me siento en el aljibe, intento ponerme
andalusí pero no lo consigo, no funciona, me dejan un poco frío, todo está
demasiado bien acabado, carecen de la
lóbrega autenticidad de los de Ronda, que visité hace un par de años, qué le
vamos a hacer.
Subo de nuevo las escaleras,
consulto el folleto: resulta que la primera planta alberga el Museo
Internacional de Arte Naïf “Manuel Moral”. ¿Arte Naïf? ¿No es eso lo que hacen
los pintores de domingo, o las folklóricas cuando no están de gira? Uf, qué
pereza. Pero fuera sigue lloviznando, y de repente pienso que hay que dar una
oportunidad a la paz (yo me entiendo), adentro. La primera impresión es desarmante,
así ha de sentirse uno después de haberse bebido de golpe un cubata de Mimosín
muuuuuy cargado. Intento aparcar mis prejuicios y contemplo con esfuerzo
algunos de los cuadros: es como entrar a hurtadillas en el cuarto de aquella
tía solterona que todos tenemos, y que dedicó su vida a coleccionar cucharitas
de postre y a velar por su doncellez.
Leo que el Museo acoge más de seiscientas
obras, españolas y de países como Haití, Tibet (sic), Francia, Colombia, etc…
Al fijarme veo que la inmensa mayoría de las obras han sido donadas por sus
propios autores, y que casi todas ellas vienen firmadas por mujeres (y, no sé
por qué, me descubro pensando que es lógico: ¿son ellas naives y nosotros malîns?,
hum, arduo debate). Hay una que me hace mucha gracia, un collage de tejidos de
Marta Rodríguez Salmones, titulado “La coronación de S.M. el Rey Juan Carlos
I”, que confirma lo que yo hace tiempo sospechaba: la monarquía no es tanto una
forma de estado como un avatar de la fantasía, un recurso literario para sacar
a escena conceptos con poca salida estilística, como tronos, vasallaje o
hemofilia.
Un rey es una figura imaginaria, como un gnomo o un elfo, no tiene
nada que ver con la política, pertenece al ámbito mágico de las cosas (¿no
afirman tener sangre azul?: voilà). Uf, se me está yendo la chola: estoy
rodeado por demasiadas hadas, por demasiadas muñecas de porcelana, por
demasiados miriñaques y campanillas. Cuando empiezo a oler a lo que huelen las
nubes comprendo que tengo que salir: necesito algo más, euh, masculino. No necesito
buscar mucho: dos salas más allá se encuentra el Museo de Artes y Costumbres
Populares: es decir, cómo era el mundo antes del advenimiento de la Santa
Internet. Y (por cierto) era bastante tosco: venga carruajes, venga botijos,
venga hoces, venga guadañas… Esto es otra cosa, me tranquilizo.
A las seis y media me lo he visto
todo, y abandono el Palacio. Está anocheciendo, el frío se hace cada vez más
opresivo, me hago un selfie con el edificio de fondo, intento sonreír pero
estoy congelado, salgo con el careto que puso Scott poco antes de convertirse
en medallones de merluza en el Polo Sur.
¿Qué se me habrá perdido a mí en Jaén,
vamos a ver? No sé, quizás esté buscando alguna respuesta, a veces me pasa. ¿El
arte naïf es esa respuesta? ¿Debería ver el mundo con ese colorido, con ese
candor, con esa alegría un poco infantiloide? ¿Debería dejar el tenebrismo (por
seguir estirando la metáfora pictórica) y abrazar el universo pop? ¿Debería
olvidarme de mi atormentada personalidad tipo Montgomery Clif para adoptar el
luminoso optimismo de Doris Day? A lo lejos diviso el campanario de la
catedral, hacia él me dirijo (¿debería tirar a la basura mis discos de Leonard
Cohen, rebosantes de amargo cinismo, y sustituirlos por las mermeladas
filosóficas de los libros de autoayuda?). Las capitales de provincia son a
menudo inescrutables, hay que estar muy iniciado para entender sus mensajes,
saben ser retorcidamente sutiles. De repente levanto los ojos, ahí está.
Uf, un
poco duro, pero es así. Sí, ésa es la única certidumbre que nos queda, más
claro no se puede decir. Anulo mi propósito de visitar la catedral, total para
qué, me vuelvo al hotel a ver la tele, una película, un concurso, lo que sea:
cualquier cosa antes de enfrentarme al inapelable dictamen que descubrí en una
capital de provincia un miércoles de enero.
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