domingo, 25 de enero de 2015

Cosas que hacer en Jaén cuando no tienes nada que hacer

            Las capitales de provincia cuentan todas con su cronista oficial, y una de las exigencias para auparlo a tal cargo es que posea un nombre deliciosamente obsoleto: Telesforo, Aniceto, Arsenio, algo así (sí, también vale Emeterio). También tienen su propio periódico, que indefectiblemente acaba reutilizado para envolver los churros, aquí no se tira nada. El de Jaén se llama Jaén hoy: no es especialmente innovador ni en sus planteamientos ni en su diseño, reconozcámoslo, pero absorbe la grasa estupendamente. En las capitales de provincia (y Jaén es una de ellas, como Guadalajara o Teruel) se ven señoras estupendas que llevan a sus hijos a las academias de inglés: los idiomas abren muchas puertas, ya se sabe. En las capitales de provincia siempre se está casando alguien, es como si no escarmentaran. En las capitales de provincia no tardas en encontrarte con una delegación o subdelegación del Banco de España, un edificio feo y antipático: para qué hacerlo atractivo, allí se va a tratar de dinero, no a solazarse con su arquitectura. Por el contrario, y quizás para compensar, en las capitales de provincia es fácil encontrar uno de esos museos de segunda división a los que no van los turistas, pero en los que puedes pasar el rato si te encuentras medio perdido un gélido miércoles de enero. Y como ese es mi caso, pregunto por el Palacio de Villadompardo: ahí mismo, me señala un labriego (o un campesino, no sé muy bien la diferencia).
            Se trata de un edificio renacentista al que dotan de cierto aire levantino unas palmeras datileras a las que se defiende contra el picudo rojo. Tras muchas vicisitudes ha acabado como centro cultural multiusos, lo mismo vale para un roto que para un descosío. La entrada es gratis, y lo primero que me encuentro es un patio de mucha prestancia, con sus arcos y sus columnas. Me imagino que aquí es donde actúan todos los veranos las compañías locales de aficionados, con sus familias rompiéndose las manos a aplaudir. Pero hace un frío que pela, y me meto a ver lo que me han dicho que es la joya del centro, cuya restauración les hizo merecedores de la Medalla de Honor del Premio Europa Nostra. 
       Desciendo unas escaleras, saludo a un guardia que se aburre (en las capitales de provincia siempre hay un guardia que se aburre) y llego a los Baños Árabes, que datan del S. XI. Tienen una extensión de 450 m2, lo que los convierte en los más extensos y mejor conservados de Europa y el Norte de África. Hay que reconocer que están impecables, qué gustazo da comprobar que a veces nuestras autoridades dan buen uso a los fondos públicos. Me paseo un rato entre las columnas, me siento en el aljibe, intento ponerme andalusí pero no lo consigo, no funciona, me dejan un poco frío, todo está demasiado bien acabado, carecen de  la lóbrega autenticidad de los de Ronda, que visité hace un par de años, qué le vamos a hacer.
            Subo de nuevo las escaleras, consulto el folleto: resulta que la primera planta alberga el Museo Internacional de Arte Naïf “Manuel Moral”. ¿Arte Naïf? ¿No es eso lo que hacen los pintores de domingo, o las folklóricas cuando no están de gira? Uf, qué pereza. Pero fuera sigue lloviznando, y de repente pienso que hay que dar una oportunidad a la paz (yo me entiendo), adentro. La primera impresión es desarmante, así ha de sentirse uno después de haberse bebido de golpe un cubata de Mimosín muuuuuy cargado. Intento aparcar mis prejuicios y contemplo con esfuerzo algunos de los cuadros: es como entrar a hurtadillas en el cuarto de aquella tía solterona que todos tenemos, y que dedicó su vida a coleccionar cucharitas de postre y a velar por su doncellez. 
        Leo que el Museo acoge más de seiscientas obras, españolas y de países como Haití, Tibet (sic), Francia, Colombia, etc… Al fijarme veo que la inmensa mayoría de las obras han sido donadas por sus propios autores, y que casi todas ellas vienen firmadas por mujeres (y, no sé por qué, me descubro pensando que es lógico: ¿son ellas naives y nosotros malîns?, hum, arduo debate). Hay una que me hace mucha gracia, un collage de tejidos de Marta Rodríguez Salmones, titulado “La coronación de S.M. el Rey Juan Carlos I”, que confirma lo que yo hace tiempo sospechaba: la monarquía no es tanto una forma de estado como un avatar de la fantasía, un recurso literario para sacar a escena conceptos con poca salida estilística, como tronos, vasallaje o hemofilia. 
       Un rey es una figura imaginaria, como un gnomo o un elfo, no tiene nada que ver con la política, pertenece al ámbito mágico de las cosas (¿no afirman tener sangre azul?: voilà). Uf, se me está yendo la chola: estoy rodeado por demasiadas hadas, por demasiadas muñecas de porcelana, por demasiados miriñaques y campanillas. Cuando empiezo a oler a lo que huelen las nubes comprendo que tengo que salir: necesito algo más, euh, masculino. No necesito buscar mucho: dos salas más allá se encuentra el Museo de Artes y Costumbres Populares: es decir, cómo era el mundo antes del advenimiento de la Santa Internet. Y (por cierto) era bastante tosco: venga carruajes, venga botijos, venga hoces, venga guadañas… Esto es otra cosa, me tranquilizo.

            A las seis y media me lo he visto todo, y abandono el Palacio. Está anocheciendo, el frío se hace cada vez más opresivo, me hago un selfie con el edificio de fondo, intento sonreír pero estoy congelado, salgo con el careto que puso Scott poco antes de convertirse en medallones de merluza en el Polo Sur. 
¿Qué se me habrá perdido a mí en Jaén, vamos a ver? No sé, quizás esté buscando alguna respuesta, a veces me pasa. ¿El arte naïf es esa respuesta? ¿Debería ver el mundo con ese colorido, con ese candor, con esa alegría un poco infantiloide? ¿Debería dejar el tenebrismo (por seguir estirando la metáfora pictórica) y abrazar el universo pop? ¿Debería olvidarme de mi atormentada personalidad tipo Montgomery Clif para adoptar el luminoso optimismo de Doris Day? A lo lejos diviso el campanario de la catedral, hacia él me dirijo (¿debería tirar a la basura mis discos de Leonard Cohen, rebosantes de amargo cinismo, y sustituirlos por las mermeladas filosóficas de los libros de autoayuda?). Las capitales de provincia son a menudo inescrutables, hay que estar muy iniciado para entender sus mensajes, saben ser retorcidamente sutiles. De repente levanto los ojos, ahí está. 
           Uf, un poco duro, pero es así. Sí, ésa es la única certidumbre que nos queda, más claro no se puede decir. Anulo mi propósito de visitar la catedral, total para qué, me vuelvo al hotel a ver la tele, una película, un concurso, lo que sea: cualquier cosa antes de enfrentarme al inapelable dictamen que descubrí en una capital de provincia un miércoles de enero.

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