Para mi (relativa) sorpresa, los asistentes somos de lo más variopinto, no hay franja de edad o tribu urbana que sobresalga: Hoodies (capuchitas) liándose unos porros, carrozas de larga y nívea cabellera, jóvenes sandungueros, algunas camisetas de Podemos, hasta hay uno con una pegatina de Je suis Charlie. Para tratarse de un Centro que se define por una larga ristra de adjetivos hirsutos (alternativo, contracultural, antisistema), las actividades que en él se desarrollan podrían perfectamente figurar en el plan de estudios de las Ursulinas: yoga para embarazadas, cocinar sin gluten, cerámica para la tercera edad. Ay qué tiempos, suspiro sin nostalgia, en los que en centros como éste se impartían cursos de guerrilla urbana, o talleres de agricultura psicotrópica. Cuando he venido a disfrutar de su patio he coincidido con algún que otro grupo de rastafaris de intimidantes pintas, pero que pasaban el rato enviándose mensajitos con sus móviles de ultimísima generación: nada que haga temer un estallido revolucionario inminente, vaya. No, por mucho que se intente es difícil visualizar este lugar como un peligroso nido de radicales, y quizás por eso el Ayuntamiento ha recurrido a la jerigonza técnica para cerrar sus puertas: si no puedes con la Ley, utiliza el Reglamento.
Respetando escrupulosamente el horario marcado, en el balcón aparece un hombre en su cincuentena, que ejerce como primer orador. Es argentino, y haciendo bueno el tópico su oratoria es fluida y bien estructurada, quizás le han escogido por eso. Narra las circunstancias del cierre y critica el modelo cultural imperante, más proclive al turismo de crucero que al desarrollo de la cultura de base. El discurso es razonado, irreprochable, cabal, nada panfletario, las alusiones al alcalde carecen de belicosidad. Versallescos aplausos le despiden. Superando unos repentinos estertores del micro toma la palabra el segundo orador (¡también argentino!), que, en un fantástico bucle espacio-temporal, nos hace regresar a todos a la Transición y se marca una canción de cantautor con poncho peruano, algo así como lo de Abre la Muralla, pero más vacilona, con unos ripios que él mismo ha compuesto para la ocasión. A mi lado, unos chavales muy jóvenes, vestidos de raperos, observan con cierta sorna a Atahualpa, es como si aquello se les antojase demasiado lírico, demasiado camp (ellos no saben lo que es camp: yo sí). Aplausos correctos otra vez.
Se
ve que los organizadores han programado el acto in crescendo, porque ahora
salen al balcón cuatro malagueños (no hace falta que lo juren), dos hombres y
dos mujeres, que deciden abandonar la retórica sudamericana para adoptar el
desparpajo andaluz, dirigidos por los quejíos flamencos del más veterano. Para
regocijo de los que estamos abajo se arrancan con una chirigota divertidísima,
en la que no faltan (signo de los tiempos) las alusiones a la Casta. Las dos
mujeres van disfrazadas con chupa de cuero negra, peineta a lo Martirio y gafas
de sol, y es entonces cuando compruebo que hay muchas así en la calle, se ve
que lo han adoptado como uniforme reivindicativo. Sí: las chicas están por
todos lados, están más presentes, asumen más protagonismo, parecen disfrutar
más de todo lo que está sucediendo; por el contrario, los varones no acaban de
dejarse llevar, es como si no quisieran comprometer su pinta de malotes, intuyo
que a sus ojos el bullicio y la alegría no son cualidades revolucionarias.
Un
aplauso atronador me saca de mis cavilaciones: el cuarteto chirigotero se
retira del balcón, y sale otra mujer, con una especie de mapa en la mano, que nos
explica por dónde va a discurrir la manifestación. Muy nerviosa (atacada,
reconoce ella), la mujer se confunde varias veces, rectifica, se contradice,
primero dice una calle y luego otra, la gente jalea su batiburrillo mental: me
parece el primer momento verdaderamente anarquista de la mañana, que quizás soy
el único en apreciar. Por fin se tranquiliza, saca otro papel para leernos el
orden con el que vamos a desfilar, y que hay que respetar: primero los músicos,
luego los teatreros, tras ellos el grupo Brócoli (sic), los yayoflautas, los
guiris, el Chiquigrupo, los afectados por desahucios… Al mencionar al grupo Feminista, la calle estalla en un clamor: sí, definitivamente ellas han tomado
el mando, y es una gozosa noticia. Poco a poco, con orden y determinación, la
marcha da comienzo, se van colocando en su sitio todos los presentes.
Bueno,
todos no. Yo no tengo grupo al que adscribirme. Ninguno de los enunciados se me
acomoda ni siquiera remotamente, vaya un bicho raro que soy. Y de repente noto
que el empático regocijo a mi alrededor se va transformando en silencio, la
animosa sensación de fraternidad se disuelve, me voy quedando solo en la
desierta calle Nosquera. Algo en mí se desgarra, con ese crujido característico
que atribuimos a los glaciales que se quiebran. Sin pretenderlo, la taxativa
enumeración de la mujer me ha puesto de frente a una de mis características
vitales más indigestas: mi incapacidad para abrazar incondicionalmente una
identidad, una ideología, una bandera. No me cuesta participar (incluso
entusiasmarme) del ambiente festivo y bullicioso de esta manifestación, incluso
comparto muchas de sus propuestas y actitudes, pero no estoy dispuesto a
dejarme disolver en la comodidad de las respuestas monolíticas, en la pereza
intelectual de los automatismos programáticos, en la trampa maniquea que divide
al mundo en buenos y malos (y que, oh casualidad, hace que los malos siempre
sean los otros). No, yo nunca tendré la inquebrantable fe dogmática de la que
hacen gala Esperanza Aguirre o Willy Toledo, nunca llevaré esas gafas
amaestradas que permiten ver la vida siempre desde la perspectiva que nos
conviene. Y esa objeción (sigo analizándome mientras busco una terraza donde
sentarme) no es un mero inconveniente a la hora de adoptar un punto de vista
tajante sobre las cosas, también me impide (y esto duele más) entregarme por
completo en el terreno de las relaciones personales, un terreno en el que no
caben los votos particulares ni los matices, un mundo en el que se juega al
todo o nada. Ah, acelero el paso, necesito sentarme, empiezo a sentirme como un
cirujano que se está operando a sí mismo. Encuentro una terraza junto al Museo
de las Tradiciones Populares, me dejo caer en la silla, pido una cerveza,
retomo mis pensamientos: ¿qué es lo que se interpone entre mi yo más profundo y
el abandono total que exige el amor? ¿Qué circunstancia personal me ha
convertido en indócil y correoso a la hora de entregarme, cuando soy
acomodaticio y hasta conformista para otras muchas cosas? ¿Por qué soy tan
celoso de mi libertad, o de lo que yo entiendo por mi libertad?
Miro
a mi alrededor: no, evidentemente la docena larga de personas que están
disfrutando de la soleada mañana no comparten mi angustia, al contrario,
parecen en paz con el mundo, encantados incluso. Su forma de hablar, su
indumentaria, las muchas bolsas de tiendas franquiciadas que descansan a sus
pies me demuestran que estoy en las antípodas sociales de mis ya lejanos
camaradas de la Casa Invisible. Y si con los manifestantes me fue imposible
integrarme, con estos tampoco lo lograría, por mucho que lo intentara, me
incomoda extraordinariamente esta identidad barnizada y autosuficiente que
exhiben. Tres mujeres, rigurosamente alicatadas de ropa de temporada, cotorrean
sin parar sobre un asunto que (y mira que escucho con atención) no acabo de
entender, no sé si se quejan de una compañera de trabajo o especulan sobre sus
futuras vacaciones, tan disperso es el target de su conversación. Una pareja de
pijos malagueños (apostaría que el único centro cultural que frecuentan es el
Círculo Mercantil) juguetean en silencio con sus respectivos móviles (¿no
hacían lo mismo los rastafaris de la Casa Invisible?: a ver si va a resultar
verdad eso de que los extremos se tocan). Un padre evidentemente divorciado se
toma un vermut con su hijo adolescente, no sabe muy bien de qué hablarle, ya le
ha preguntado dos veces si quiere otra Coca-Cola, el chaval niega con hosquedad,
quizás no le gusta (la bebida, o el padre, o ambos). La longitud de onda es
distinta, de acuerdo, pero todos emanan esa misma certidumbre de pertenencia
que detecté hace apenas una hora en los manifestantes, ese orgullo de rebaño:
todo el mundo parece saber cuál es su lugar en el mundo, menos yo.
Pago la
cerveza, me levanto. Pongo rumbo a la playa, intuyo que allí mis dudas existenciales
se retirarán, es difícil ponerse intenso junto al mar, el olor a salitre lo
disuelve todo. Acabo en un chiringuito en la Malagueta (“Caleta Playa”), me
pido un espeto y una Alhambra, en la bahía se refleja todo el sol del universo.
¡Hazte de Podemos, me grita de repente mi Pepito Grillo particular, o facha, o
feminista, pero hazte de algo, joder, deja de creerte especial, deja de
cuestionar todo a tu alrededor o te quedarás solo para los restos, recibe las
tablas de la ley como hizo Moisés, entrégate!: la madre que lo parió, qué
tocapelotas es. Pero tiene algo de razón, necesito alguna respuesta, acumulo
demasiadas preguntas, y el signo de interrogación es demasiado sinuoso, no se
puede construir nada sobre él, se te derrumba todo a las primeras de cambio.
Por el contrario, ¡qué sólidos son los signos de admiración, la manifestación
más visible de la rotundidad! ¡Son como los pilares sobre los que se edifican
las certezas! Veo que lo vas comprendiendo, ataca de nuevo el jodido Pepito:
¡hazte runner, o conviértete en homosexual, o en separatista, o en yihadista, lo
que quieras, pero hazte ya con una identidad, con uno de esos códigos
autorreferenciales que te proporcionan respuestas a todas las preguntas! Hum,
no sé, cómo voy a hacerlo si en el colegio me cascaban por rojo y cuando llegué
al Instituto me despreciaban por facha, me empiezo a agobiar de nuevo (sí,
incluso en una playa cuajada de palmeras se puede poner uno denso,
centroeuropeo). Necesito una respuesta, normalmente la música ambiental me
ayuda, me da pistas, pero en esta ocasión no sé interpretarla (los éxitos de
los Bee Gees anteriores a “Fiebre del sábado noche”: no lo pillo). Deja de
vivir en tus fantasías, afíliate a la realidad, paga sus cuotas mensualmente,
benefíciate de su ventajoso plan de jubilación. Estoy a punto de claudicar para
que se calle el puto Pepito, bueno, a ver dónde tengo de firmar, qué sensación
de desasosiego. Ya estoy preparando la pluma cuando levanto los ojos hacia el
mar y, sobre el lomo del horizonte, diviso la silueta de un buque de carga. No,
eso sí que no, se alborota Pepito, ¡deja de fantasear!, ¡nunca darás la vuelta al
mundo, tienes cincuenta tacos, eres un carroza!, ¡nunca publicarán tus novelas!, ¡deshazte
de esa maldita autoindulgencia que tanto daño te ha hecho y firma de una vez! Se pone furioso, sabe que me ha tenido contra las cuerdas pero ha perdido su oportunidad: no me doblegaré.
El buque es una respuesta, es una promesa de que el mundo está ahí, esperándome,
es difícil de explicar, pero yo me entiendo. Le doy un pescozón a Pepito, buen
intento, pero no, me acabo la Alhambra, sonrío, pago la comida, vuelvo a casa
caminando por el paseo marítimo, por el rabillo del ojo no dejo de observar
agradecido al buque.
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