martes, 20 de enero de 2015

Fragmentos de una Biblia aún por escribir

Fragmento 23: HABACUC BLUES

Mi nombre (que procede de una planta: concretamente, la albahaca) puede que no os diga nada, pero soy el octavo de los profetas menores. Soy consciente de que había que seleccionar en la voluminosa Biblia para destacar a unos en detrimento de otros. Pero que en un volumen de ¿cuántas? ¿mil quinientas, dos mil páginas? se me dediquen un par de renglones, pues qué queréis que os diga: sabe mal. El octavo de los profetas menores: me siento como uno de esos equipos que están jugándose año tras año la permanencia en tercera regional. Mi libro (en el que recojo mis profecías: está a punto de aparecer la versión de bolsillo) apenas tiene reseñas, su exégesis aún permanece en barbecho. No es que sea el más ameno de la historia, eso lo reconozco, pero tiene su punto. No me falta garra narrativa cuando describo el castigo que amenaza a los saduceos por no respetar la prohibición de mezclar berenjenas con carne de jumento en la comida de los viernes impares de la segunda luna de julio. Y el episodio de la batalla de Leb-Qamay fue alabado por el ceñudo crítico del Jerusalem Books Review, que afirmó sin ambages: “Pueden sentirse los tajos de las espadas sobre los infames cráneos de los enemigos del Señor”. Pero no, la gente prefiere a profetas más campanudos, como el sobrevalorado Ezequiel, o Isaías, tan farragoso como incierto. Ay, otro gallo me cantaría si hubiera hecho caso a mi mujer y me hubiera buscado un buen agente literario.

 Fragmento 29: JOB LAVA MÁS BLANCO

           Disculpa que no me levante a agasajarte, pero desde que Yavhé me bendijo con la artrosis no estoy para muchos trotes. No es que me queje, pero si ya me envió la halitosis, la glosopeda, la enfermedad esa que hace que confundas a los hombres con las mujeres, la tuberculosis y no sé cuántas más, la verdad es que no sé a qué montañas de mansedumbre he de trepar para que se dé cuenta de que acepto de buen rollo sus designios. No, gracias, no puedo tomar agua, me produce paludismo: otro de los regalos de mi idolatrado Yavhé. Y eso que ya he dejado bien clara mi resignación durante estos años. Al principio, cada vez que me mataba a un hijo me llevaba un disgusto, uno es así de sentimental. Pero nos acostumbramos a todo, y ahora los entierro por la mañana, y por la tarde ya me he olvidado hasta de sus nombres. Y que me haya fulminado a todos los corderos, pues qué quieres que te diga: ya hacía tiempo que quería diversificar mis esfuerzos empresariales, la ganadería es muy esclava. Estoy pensando en importar alfombras de Anatolia. Siempre que a Yavhé no le parezca mal, por supuesto: si no quiere, que me lo diga, y aquí paz y después gloria. Pero no me lo dirá así: “Job, no importes alfombras”, qué va, Yavhé es más de comunicación no verbal. Dejará que abra la tienda, y cuando ya me haya hecho con una cartera de clientes me los exterminará de un plumazo, con lo que cuesta hacerte un nicho de mercado. No sé, chico, a veces me gustaría ser menos servil y dar un puñetazo en la mesa: es una lástima que la lepra me haya dejado sin manos, con los muñones no es lo mismo.

Fragmento 61.b: LÁZARO Y EL OCASO

          Más pudor me da a mí, se lo juro. Póngase en mi lugar, tener que contar a todo el mundo mi historia y que nadie te crea. En serio, no es ninguna bicoca: “¿Que tú qué? ¿Y luego qué?”. A veces renuncio y les digo que era una broma, un chiste, como ese de que van dos filisteos en una carreta y se encuentran a un hitita haciendo auto-stop. Ah, que se lo sabe. Bueno, pues usted ya me entiende, que ir contando que yo estaba muerto y que luego resucité no es plato de gusto. Pero con usted es diferente, a usted tengo que decírselo porque nos une un vínculo jurídico (se dice así, ¿verdad?), y, aunque no soy avaricioso, tengo que cobrar esa cantidad que me prometió cuando firmamos la póliza: el alquiler del nicho, aunque solo fuera por unos días, te sale por un pico. Hombre, ya sé que el mío es un caso excepcional y que no suele recogerse en los seguros de vida, pero qué quiere que le diga, se estipuló una cantidad de monedas de plata a mi muerte, y yo, morir, lo que se dice morir, he muerto. Como si dijéramos, he cumplido con mi parte del trato. No se me ponga farruco, que he leído el pergamino de cabo a rabo y no dice nada de anulación en caso de resurrección. La cláusula décimo tercera enumera las causas de denegación del cobro, mire, mire, aquí está, y solo habla de suicidio y del advenimiento del Armagedón. Nada más. Y no me amenace, que el amigo que me hizo esto puede venir y hacerle a usted lo contrario.



Fragmento 88: FÁBULA DE LO SUMERGIBLE Y LO INSUMERGIBLE

            La magnitud, también la insensatez de la tarea abruma a Noé. Quizás os equivocáis, Oh Todopoderoso, hay otro Noé dos pueblos más allá, puede que sea a él a quien buscáis. La ira del Señor no deja lugar a dudas: no solo no hay equivocación posible, sino que las nubes empiezan a enfurruñarse, hay que ir dándose prisita. Reúne a sus tres hijos Sem, Cam y Jafet, a los que bautizó conforme a misteriosas onomatopeyas: ¿vosotros sabéis distinguir un lagarto macho de un lagarto hembra? No, responden recelosos los tres zangolotinos, ¿es una de esas preguntas trampa? Pues vais a tener que ir aprendiendo, chavales. Mientras sus retoños husmean entre las entrepiernas de los animales, Noé encarga mil codos de la mejor madera de cedro a su vecino Adramélec. Esto te va a salir por un pico, le espeta el astuto comerciante, ¿cuándo piensas saldar tu deuda? ¿Te viene bien un pagaré a noventa días?, replica el no menos astuto Noé, sabedor de que está firmando papel mojado (nunca mejor dicho). En fin, que entre unas cosas y otras llegó el diluvio, y desde su bien calafateado barco el padre de la humanidad (al que todas estas movidas ni le van ni le vienen) piensa que a él lo que de verdad le hubiera gustado ser es músico, anda que no disfruta tañendo la deleitosa lira o entonando cánticos que bordean lo licencioso. Pero qué le vamos a hacer, suspira asomado por la borda, indeciso sobre qué animal cocinarán por la noche, una especie más o menos no va a ninguna parte. 

Fragmento 123: LONG LIVE MATUSALÉN

            No soy teólogo, que conste, pero no me resulta difícil imaginar el infierno como una continua fiesta de cumpleaños. Sé lo que me digo, me encuentro a punto de celebrar mi noveno centenario: estoy hasta el gorro de frascos de colonia y de corbatas. Por razones que no me explico, Yavhé quiso premiar mi anodina vida prolongándola casi hasta el infinito. Porque os voy a ser sincero: ni he sido un profeta de esos de relumbrón, ni he guiado a mi pueblo a pagos en los que mana la leche y la miel. Nada de eso. Me he limitado a ir al taller, descansar el Sabbath, lapidar adúlteros de vez en cuando… Como cualquier hijo de vecino, vaya. Y sin venir mucho a cuento, Yavhé ha pensado: pues a este tío le voy a hacer casi inmortal. Se nota que no ha venido por mi pueblo, el sitio más aburrido del mundo. Desde hace quinientos trece años, por poneros un ejemplo, no tenemos una buena guerra que anime esto. Y la última plaga que tiñó todo el valle de sangre se remonta a los tiempos de mis abuelos. Un rollazo, ya os lo digo. Y eso por no hablar de las dificultades para tener relaciones sexuales: a partir de los trescientos años es un milagro echar un macabeo en condiciones. Y el caso es que habrá más de uno que piense: vaya suerte, vivir tantísimo tiempo. Pues no. Si va contra natura que un padre entierre a sus hijos, qué decir de un padre que entierre a sus nietos, a sus bisnietos, a sus tataranietos, a los hijos de sus tataranietos, a los nietos de los tataranietos, a los bisnietos de los tataranietos… (no es necesario que siga, ¿verdad?: ya se entiende lo que quiero decir).




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