Fragmento 23: HABACUC BLUES
Mi nombre (que
procede de una planta: concretamente, la albahaca) puede que no os diga nada,
pero soy el octavo de los profetas menores. Soy consciente de que había que
seleccionar en la voluminosa Biblia para destacar a unos en detrimento de
otros. Pero que en un volumen de ¿cuántas? ¿mil quinientas, dos mil páginas? se
me dediquen un par de renglones, pues qué queréis que os diga: sabe mal. El
octavo de los profetas menores: me siento como uno de esos equipos que están
jugándose año tras año la permanencia en tercera regional. Mi libro (en el que
recojo mis profecías: está a punto de aparecer la versión de bolsillo) apenas
tiene reseñas, su exégesis aún permanece en barbecho. No es que sea el más
ameno de la historia, eso lo reconozco, pero tiene su punto. No me falta garra
narrativa cuando describo el castigo que amenaza a los saduceos por no respetar
la prohibición de mezclar berenjenas con carne de jumento en la comida de los
viernes impares de la segunda luna de julio. Y el episodio de la batalla de
Leb-Qamay fue alabado por el ceñudo crítico del Jerusalem Books Review, que afirmó
sin ambages: “Pueden sentirse los tajos de las espadas sobre los infames
cráneos de los enemigos del Señor”. Pero no, la gente prefiere a profetas más
campanudos, como el sobrevalorado Ezequiel, o Isaías, tan farragoso como
incierto. Ay, otro gallo me cantaría si hubiera hecho caso a mi mujer y me
hubiera buscado un buen agente literario.
Fragmento 29: JOB LAVA MÁS BLANCO
Disculpa
que no me levante a agasajarte, pero desde que Yavhé me bendijo con la artrosis
no estoy para muchos trotes. No es que me queje, pero si ya me envió la
halitosis, la glosopeda, la enfermedad esa que hace que confundas a los hombres
con las mujeres, la tuberculosis y no sé cuántas más, la verdad es que no sé a
qué montañas de mansedumbre he de trepar para que se dé cuenta de que acepto de
buen rollo sus designios. No, gracias, no puedo tomar agua, me produce
paludismo: otro de los regalos de mi idolatrado Yavhé. Y eso que ya he dejado
bien clara mi resignación durante estos años. Al principio, cada vez que me
mataba a un hijo me llevaba un disgusto, uno es así de sentimental. Pero nos
acostumbramos a todo, y ahora los entierro por la mañana, y por la tarde ya me
he olvidado hasta de sus nombres. Y que me haya fulminado a todos los corderos,
pues qué quieres que te diga: ya hacía tiempo que quería diversificar mis
esfuerzos empresariales, la ganadería es muy esclava. Estoy pensando en
importar alfombras de Anatolia. Siempre que a Yavhé no le parezca mal, por
supuesto: si no quiere, que me lo diga, y aquí paz y después gloria. Pero no me
lo dirá así: “Job, no importes alfombras”, qué va, Yavhé es más de comunicación
no verbal. Dejará que abra la tienda, y cuando ya me haya hecho con una cartera
de clientes me los exterminará de un plumazo, con lo que cuesta hacerte un
nicho de mercado. No sé, chico, a veces me gustaría ser menos servil y dar un
puñetazo en la mesa: es una lástima que la lepra me haya dejado sin manos, con
los muñones no es lo mismo.
Fragmento 61.b: LÁZARO Y EL OCASO
Más
pudor me da a mí, se lo juro. Póngase en mi lugar, tener que contar a todo el
mundo mi historia y que nadie te crea. En serio, no es ninguna bicoca: “¿Que tú
qué? ¿Y luego qué?”. A veces renuncio y les digo que era una broma, un chiste,
como ese de que van dos filisteos en una carreta y se encuentran a un hitita
haciendo auto-stop. Ah, que se lo sabe. Bueno, pues usted ya me entiende, que
ir contando que yo estaba muerto y que luego resucité no es plato de gusto.
Pero con usted es diferente, a usted tengo que decírselo porque nos une un
vínculo jurídico (se dice así, ¿verdad?), y, aunque no soy avaricioso, tengo
que cobrar esa cantidad que me prometió cuando firmamos la póliza: el alquiler
del nicho, aunque solo fuera por unos días, te sale por un pico. Hombre, ya sé
que el mío es un caso excepcional y que no suele recogerse en los seguros de
vida, pero qué quiere que le diga, se estipuló una cantidad de monedas de plata
a mi muerte, y yo, morir, lo que se dice morir, he muerto. Como si dijéramos,
he cumplido con mi parte del trato. No se me ponga farruco, que he leído el
pergamino de cabo a rabo y no dice nada de anulación en caso de resurrección.
La cláusula décimo tercera enumera las causas de denegación del cobro, mire,
mire, aquí está, y solo habla de suicidio y del advenimiento del Armagedón.
Nada más. Y no me amenace, que el amigo que me hizo esto puede venir y hacerle
a usted lo contrario.
Fragmento 88: FÁBULA DE LO SUMERGIBLE Y LO INSUMERGIBLE
La
magnitud, también la insensatez de la tarea abruma a Noé. Quizás os equivocáis,
Oh Todopoderoso, hay otro Noé dos pueblos más allá, puede que sea a él a quien
buscáis. La ira del Señor no deja lugar a dudas: no solo no hay equivocación
posible, sino que las nubes empiezan a enfurruñarse, hay que ir dándose
prisita. Reúne a sus tres hijos Sem, Cam y Jafet, a los que bautizó conforme a
misteriosas onomatopeyas: ¿vosotros sabéis distinguir un lagarto macho de un
lagarto hembra? No, responden recelosos los tres zangolotinos, ¿es una de esas
preguntas trampa? Pues vais a tener que ir aprendiendo, chavales. Mientras sus
retoños husmean entre las entrepiernas de los animales, Noé encarga mil codos
de la mejor madera de cedro a su vecino Adramélec. Esto te va a salir por un
pico, le espeta el astuto comerciante, ¿cuándo piensas saldar tu deuda? ¿Te
viene bien un pagaré a noventa días?, replica el no menos astuto Noé, sabedor
de que está firmando papel mojado (nunca mejor dicho). En fin, que entre unas
cosas y otras llegó el diluvio, y desde su bien calafateado barco el padre de
la humanidad (al que todas estas movidas ni le van ni le vienen) piensa que a
él lo que de verdad le hubiera gustado ser es músico, anda que no disfruta
tañendo la deleitosa lira o entonando cánticos que bordean lo licencioso. Pero
qué le vamos a hacer, suspira asomado por la borda, indeciso sobre qué animal
cocinarán por la noche, una especie más o menos no va a ninguna parte.
Fragmento 123: LONG LIVE MATUSALÉN
No
soy teólogo, que conste, pero no me resulta difícil imaginar el infierno como
una continua fiesta de cumpleaños. Sé lo que me digo, me encuentro a punto de
celebrar mi noveno centenario: estoy hasta el gorro de frascos de colonia y de
corbatas. Por razones que no me explico, Yavhé quiso premiar mi anodina vida
prolongándola casi hasta el infinito. Porque os voy a ser sincero: ni he sido
un profeta de esos de relumbrón, ni he guiado a mi pueblo a pagos en los que
mana la leche y la miel. Nada de eso. Me he limitado a ir al taller, descansar
el Sabbath, lapidar adúlteros de vez en cuando… Como cualquier hijo de vecino,
vaya. Y sin venir mucho a cuento, Yavhé ha pensado: pues a este tío le voy a
hacer casi inmortal. Se nota que no ha venido por mi pueblo, el sitio más
aburrido del mundo. Desde hace quinientos trece años, por poneros un ejemplo,
no tenemos una buena guerra que anime esto. Y la última plaga que tiñó todo el
valle de sangre se remonta a los tiempos de mis abuelos. Un rollazo, ya os lo
digo. Y eso por no hablar de las dificultades para tener relaciones sexuales: a
partir de los trescientos años es un milagro echar un macabeo en condiciones. Y
el caso es que habrá más de uno que piense: vaya suerte, vivir tantísimo
tiempo. Pues no. Si va contra natura que un padre entierre a sus hijos, qué
decir de un padre que entierre a sus nietos, a sus bisnietos, a sus
tataranietos, a los hijos de sus tataranietos, a los nietos de los
tataranietos, a los bisnietos de los tataranietos… (no es necesario que siga,
¿verdad?: ya se entiende lo que quiero decir).
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