lunes, 13 de marzo de 2017

Aventuras en la Transvanguardia

            ¡Estamos que lo tiramos, oiga! Cuando aún sigue incandescente la hoguera provocada por los nuevos gestores de Matadero Madrid (que van a convertir al flamante recinto cultural junto al Manzanares en un reducto de la cultura más innovadora, en detrimento de esos montajes viejunos en los que los actores hablan), recibo una reveladora llamada de mi contacto en las alcantarillas de lo que está In y lo que está Out:

            - ¿El Matadero? ¿La Tabacalera? Eso es superburgués, colega. No me extrañaría que cualquier día te topases con el Borbón y su churri dándose un paseo por allí.

Mi Informador expulsa el humo de su sempiterno cigarro al otro lado de la línea telefónica. Qué tipo más cool, me admiro. No solo fuma, sino que a veces se come (el muy imprudente) una hamburguesa: ¡hala, como si tal cosa! Cuando le pregunto angustiado qué puedo hacer para que no se oxide mi inmarcesible reputación de estar siempre cutting edge, me suelta: Déjate caer por la Neomudéjar y luego me cuentas.

            ¡Pardiez! Qué astuto es el sistema capitalista: para acabar con la cultura y el arte ha decidido llenar nuestras ciudades de Contenedores Culturales Alternativos, y así poder desacreditar a aquellos que reprochan que en el muy corrompido Occidente solo hay grandes superficies comerciales ¡Qué sutilidad! ¡Me quito el sombrero! El caso es que cerca de la estación de Atocha, en una vieja nave industrial que durante mucho tiempo funcionó como cochera para trenes, desde hace un año está abierto un Museo que es a la vez Centro de Artes de Vanguardia y Residencia Artística Internacional. Sin pensármelo dos veces  me planto allí, y entro a ver qué tal.

            Me recibe un chaval con el pelo azul y las uñas pintadas de negro a lo Lou Reed en su etapa más yonki. ¿Qué te esperabas, me reprendo, un tipo de derechas bien peinadito y vestido con ropa ultracara? ¡Ni que esto fuera Malasaña! Sacó la entrada, y la primera en la frente: la visita cuesta cuatro eurazos. Joder con la vida alternativa, me asombro, recordando que los muy demodés Matadero y Tabacalera son gratuitos. Pero no hemos venido hasta aquí para desanimarnos, menudo soy yo.

         Entro, e inmediatamente el espacio me deja con la boca abierta: se trata de arqueología industrial en todo su esplendor, con techos altos, columnas de hierro y esa herrumbre que deja el rastro embrutecedor del maquinismo. Obviamente, nadie se ha preocupado por barrer un poco la mugre acumulada o por darle un brochazo consolador a las paredes, que lucen como si aún estuviésemos dentro de las novelas proletarias de Emile Zola. Me imagino que así (o peor) estarán los cientos y cientos de edificios a medio disolver que pueden verse desde la ventanilla de los trenes, con sus ventanas desmoronadas y sus chimeneas de ladrillo sirviendo como hogar a las cigüeñas. Lo diré muy clarito: aplaudo sin reservas la iniciativa de rescatar este espacio de las garras de la especulación inmobiliaria para dedicarlo a, bueno, a lo que demonios sea esto, que no lo tengo muy claro.

Una vez que me centro en el supuesto contenido cultural me dejo embalsamar por la perplejidad, esa misma sensación que me asalta cada vez que voy a uno de esos museos / receptáculos / tabernáculos de la ultramodernidad. Hay cosas raras diseminadas a tresbolillo, proclamas solidarias, televisores antiguos encendidos (¡qué vintage!), paredes grafiteadas, video arte hecho con el ZX Spectrum: el paquete básico, vaya. Estoy a esto de proclamar qué clónica es la diversidad, pero no lo hago, en mi taller literario me han prohibido las boutades. Al final me limito a desenvainar la misma frase que utilizo siempre en estos casos: este chiste ya me lo sé. He visto objetos artísticos (llamémosles así) similares en decenas de exposiciones durante los últimos treinta años, y sin variaciones sustanciales. Sin ir más lejos, la Tabacalera y el Matadero (además del muy institucional Reina Sofía) programan exposiciones gemelas a esta día sí y día también (ahora que lo pienso: ¡cuatro centros super avant garde para una ciudad tan casposa como Madrid! ¡Aquí hay algo que no me cuadra! ¡A ver si al final no vamos a ser esa metrópolis colonialista y casposa que tanto critican los gobiernos autonómicos!). 

Para añadir más confusión, el espacio funciona como Residencia de Estudiantes, y al adentrarme en una estancia veo que un artista (barbudo, de mi edad más o menos) está manipulando objetos sin forma definida, y los está colocando al desgaire en el suelo, sin recurrir a patrón estético evidente. Saludo con amabilidad, él me contesta con indudable acento italiano, y sigue impertérrito a su bola. Como ver a Velazquez pintar las Meninas, estoy tentado de pensar, dejándome llevar por el sarcasmo. De repente le suena el móvil, abandona lo que estaba haciendo y contesta. Estoy a punto de irme para no estorbar su privacidad, pero… La conversación es aparentemente banal. Y si digo aparentemente es porque me asalta una duda: ¿Y si está haciendo una performance solo para mí? ¿Y si esta consiste en fingir una conversación por teléfono, con la finalidad de escenificar la, pongamos, alienación del hombre moderno y su falta de comunicación, o nuestra sumisión a la dictadura impalpable de la tecnología? ¿Y si está denunciando el heteropatriarcado ese del que todo el mundo habla? Me quedo como un pasmarote mirando: me daría coraje estropearle el rollo, que lo mismo lleva ensayando mucho tiempo. Pero al rato empiezo a sospechar (a juzgar por cómo se descojona con su interlocutor) que lo mismo me he pasado de frenada, que esto no es una performance ni nada parecido, qué decepción. Me eclipso discretamente, me pierdo por otros derroteros, anda que no hay salas.

En la más grande descubro una máquina enorme, una especie de turbina (no me hagáis mucho caso, yo de eso no tengo ni idea), sobre la que han colocado en precario equilibrio una serie de retratos en los que un tal Mauro Valenti pretende expresar (dejadme que lo lea) “la necesidad de transformarse, y dentro de la transformación capto el periodo de la deformación”. Como no quiero meterme donde no me llaman me abstengo de sugerir su más que evidente plagio del estilo de Francis Bacon. Eso sí, cuando llevo un rato en la sala (y aprovechando que no hay nadie por los alrededores) me vengo arriba, me digo que yo no soy menos que nadie, y me decido a emprender una intervención: con dos cojones. Para ello, voy a alterar las coordenadas espacio-temporales de una de las obras de Valente, a fin de denunciar las contradicciones de la sociedad capitalista en la que vivimos, y que nos empuja hacia un consumismo vacuo y deshumanizador. Es decir, que cojo la obra en cuestión (fig. 1)...



... y al cambiar su posición poniéndola boca abajo estoy contribuyendo a resituar el ojo del espectador (fig. 2), 


... a fin de proporcionarle una amplitud de miras que le permita enfrentarse a las vicisitudes de la problemática postindustrial desde un punto de vista descontextualizado a la par que liberado de toda corrosión eurocéntrica y lo que te rondaré morena (fig. 3). 


Voila! ¡Soy el nuevo Marcel Duchamp! ¡El nuevo Jeff Koons! ¡El nuevo Louis de Funes!


Abandono el Museo muy satisfecho tras haber engrosado la nómina de los artistas contemporáneos, aunque a la salida tengo que pasar por las horcas Caudinas de la Gift Store (¡sí! ¡También aquí!). Eso sí, no creo que muchos de los presentes del próximo día del Padre salgan de sus polvorientas estanterías: si yo le regalo al mío, en lugar de su habitual corbata, “Coño Potens”, o la “Teoría Crítica del Patriarcado”, o “Porno Terrorismo” me deshereda de inmediato (y con razón). Rechazo amablemente tan tentadoras propuestas editoriales y abandono el Museo con una sensación agridulce: es evidente que estamos ante una paparruchada más, no me voy a andar con medias tintas, el Museo se parece demasiado sospechosamente a una parodia de los excesos del arte contemporáneo (a veces te asalta la duda de estar en el rodaje de un sketch de José Mota o de Muchachada Nui para burlarse de los sedicentes vanguardistas). Pero aún así envidio (hasta cierto punto) esa fe ciega que tienen todos estos artistas en la trascendencia de su obra, ese convencimiento casi demoníaco en que sus chorraditas son un desafío al sistema, como si Amancio Ortega o Warren Buffet vivieran angustiados por si la nueva obra del tal Mauro Valenti evidenciara de una vez por todas el entramado ficticio que supone el capitalismo. Para comprobar que no ha sido así me paseo por la calle Atocha, y veo que no hay tu tía: todas las tiendas están abiertas de par en par, la gente compra a mansalva, por el aire se extiende el atronador sonido que expele la caja registradora y que demuestra la buena salud del capitalismo. Lo siento, Mauro, cabeceo apenado, vas a tener que seguir intentándolo.        

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