La
imagen era dantesca, todas las televisiones se hartaron de sacarla: una de las estanterías
del juzgado de Instrucción nº 6 de Luarca se había derrumbado debido al peso de
los innumerables expedientes, aplastando a dos funcionarios, afortunadamente no
sufrieron heridas graves. Casualidad o no, sucesos muy parecidos habían tenido
lugar un par de días antes en Livorno, y en Birmingham, y en Detroit, hasta en
la muy civilizada Estocolmo. Un tertuliano de ensortijada cabellera nos dio la
clave: desde que internet había convertido el mundo en un gigantesco patio de
vecinos, las denuncias por injurias en las redes colapsaban los juzgados de
todo el planeta, no daban abasto. Si unos años atrás tus insultos apenas
llegaban a donde alcanzase la potencia de tus gritos, ahora podías darte el
lujo de mentarle la madre a un esquimal, pongamos por caso. O a un maorí. O, ya
puestos, a todos los maorís o maoríes, no sé muy bien cómo se dice. Sesudos
tratadistas intentaron establecer una clasificación de lo que era admisible y
lo que no, pero no sirvió de nada. ¿Idiota sí, pero imbécil no?: venga ya. A
medida en que aumentaban exponencialmente las aplicaciones de comunicación (y
no solo vía móvil o tablet: los electrodomésticos empezaron a comunicarse entre
ellos, y podías criticar ferozmente el punto que le daba a la cocción un
argentino en su lejana Buenos Aires: ¡vaya asado de porquería que te va a
salir, boludo!) el mundo se iba convirtiendo en un lugar muy abrupto, lleno de
cuchillas verbales, era como estar chupando a todas horas alambre de espino. La
ONU tuvo que admitir que no podía seguir sufragando el envío de Cascos Azules a
cada trifulca que provocaba Twitter, por lo que su Secretario General (harto de
interponer demandas a todos aquellos que se mofaban de su corta estatura y su
mala pronunciación en inglés) decidió cortar por lo sano, y tras una rápida
deliberación aumentó el listado de los derechos fundamentales del ciudadano: a
partir de hoy, proclamó, la libertad de expresión es absoluta. Se puede
insultar a cualquiera, aunque habrá que aceptar que ese cualquiera
contraataque, incluso con muy mala baba. Los políticos (al fin y al cabo, ellos
iban a recibir la primera andanada) se resignaron: será un sarampión, como las
revistas eróticas, cuando se legalizaron coparon el kiosko, pero hoy ya casi no
se publican. El ciberespacio acogió con un enorme emoji de alegría una noticia
tan libertaria, y un minuto después las redes se llenaron de improperios de
todo tipo. Primero fueron a por Trump, a por el Papa, a por Putin, luego a por
los futbolistas y los actores, al final a por todo quisqui. Al principio no
podías evitar reírte, había gente con mucho ingenio. Pero la colorista algarabía
de los primeros días duro un suspiro: poco a poco, el rotundo adjetivo
“fascista” eliminó a todos sus competidores, erigiéndose como el paradigma del
insulto, para qué devanarte los sesos si era el culmen de la vejación, el
Himalaya del agravio. Sin gran sorpresa, descubrimos que todos éramos fascistas:
el que sacaba un libro muy comercial, el que hacía ruido por la noche al mover
los muebles, el que aparcaba donde no podía. Por esas cosas del lenguaje, la
dichosa palabrita pasó a ser sinónimo de maldad, de perversión, incluso de mera
contrariedad: qué día tan fascista hace, cabeceabas apesadumbrado si la lluvia
te pillaba sin paraguas; este vino está fascista, reprochabas al camarero que te
traía una botella picada; no voy a trabajar, me encuentro un poco fascista,
susurrabas por teléfono a tu jefe cuando te acosaba la fiebre. Fue quizás por
eso que, apenas unos meses después, y debido a su uso tan abrumador, todos nos
lo tomamos a chunga cuando se nos advirtió que unos fascistas uniformados
estaban entrando por la avenida principal, y que disparaban a diestro y
siniestro montados en sus tanques.
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