viernes, 3 de marzo de 2017

Dos días en Granada. Tarde de vagabundaje.


            Regreso al centro por la calle Obispo Hurtado, y allí descubro la librería “Picasso”, en la que huroneo durante un rato: siempre que viajo me gusta comprar un libro como recuerdo. No termino de decidirme, hay un autor local del que promocionan sus obras completas, Javier Egea, poeta de “La Otra Sentimentalidad” como García Montero. La poesía: qué coñazo. Ya lo he contado en otra ocasión: cuando gano algún concurso de cuentos y acudo a la ceremonia de entrega de premios siempre hay poetas que acuden al condumio y se empeñan en enseñarte los sonetos que llevan en una carpeta azul de gomas. Y como te da pena su incipiente alopecia y sus gafas de culo de vaso le dices: venga, uno, y te leen cuarenta, y te quedas sin canapés por su culpa. Pues eso, que no, vuelvo a dejarlo en su sitio, salgo, sigo paseando. Al rato me topo con otra librería, esta es de genuino pelaje alternativo: todo lo que venden son panfletos anticapitalistas y libertarios, en los que denuncian las monstruosidades del sistema. Ah, chavalote, me gustaría poder decir al hirsuto dependiente, a tu edad yo era como tú (qué coño iba a ser así, yo siempre he sido un socialdemócrata timorato), sigue luchando. Tampoco me compro nada: qué hago yo con un breviario para cultivar mi propia marihuana, con decir que me da la tos cada vez que pego una calada está todo dicho. Me despido, al salir compruebo que el sol ha aflojado un poco, me armo de valor y tras un largo paseo llego hasta el Monasterio de la Cartuja. También lo visitamos en el viaje de COU, y en cuanto entro corroboro la impresión de entonces: qué agobio. El catolicismo en todo su abarrotado esplendor, en toda su histérica hiperactividad. No hay centímetro cuadrado sin decorar: abundan los baldaquinos, las columnas salomónicas espolvoreadas de espejos, los dorados, los tabernáculos, los escorzos, las arquivoltas. “Más es mucho más”, podría ser el lema de estos detractores avant la lèttre del minimalismo. Me centro en los cuadros de la iglesia: la atenta observación de las pinturas de Sánchez Cotán me confirma que se puede ser un genio en un aspecto concreto de un determinado arte (sus bodegones, casi todos en El Prado, son una maravilla), pero vulgar y pedestre en todo lo demás (estos cuadros religiosos son de una mediocridad desarmante). Afortunadamente, el patio (el “Claustrillo”, como lo llaman aquí) es un espacio cuerdo y cabal, con sus arcos de medio punto y sus tiestos de toda la vida. A la salida noto que tengo sed, llegando a la Plaza del Triunfo me meto en un bar para tomarme una caña. Nada reseñable: retratos de Camarón (no hay bar sin él) y estampas de vírgenes (lo mismo). A mi lado, apoyado en la barra, se bebe un vino un ciego de verdad, de esos que no se molestan en disimular su mala leche: me cago en dios, José, este vaso está sucio (¿cómo lo habrá podido saber?). El tal José no le hace ni caso. Pago y salgo, llego a la Gran Vía de Colón, al pasar por delante dudo si entrar o no a la Catedral, me da pereza, estoy que me lo toco del síndrome de Stendhal (y además ya la he visto varias veces), desemboco en la Plaza Nueva. Veo un corro de gente, rodean a una familia de japoneses (creo que son japoneses) en plena actuación flamenca: el padre toca la guitarra, la madre baila entre estertores, el niño de unos nueve o diez años (con un espeluznante sombrero cordobés incrustado en la cabeza) canta incansablemente eso de “¡Anda jaleo, jaleo!”. Nosotros nos hacemos budistas y ellos se hacen flamencos: el mundo al revés. Dejo una moneda: Sayonara, baby (como siempre, haciéndome el graciosete).

Sigo andando. Está oscureciendo muy despacio, sin ganas. Ya había visto unos cuantos, pero esta zona está plagada, es como si Granada fuera la capital del Califato Independiente de los Perroflautas: andan siempre deprisa, como si tuvieran algo muy urgente entre manos, y nunca sonríen, en eso parecen brokers neoyorkinos. Me cuentan que tienen su Shangri-La en las Alpujarras, donde viven en comunión con la naturaleza en las pocas comunas hippies que han sobrevivido sin verse obligadas a franquiciarse con los Hare Krishna o los Veganos. Sé que soy muy pesado y que lo cuento cada dos por tres, pero aún a día de hoy daría un brazo por haber tenido la posibilidad de entrar, aunque solo hubiera sido un rato, en aquella comuna que había a la salida de Alcalá, a principio de los ochenta, en la carretera de Daganzo. Cuando pasaba en coche con mis padres me quedaba embobado mirando las dos enormes tinajas de barro que ejercían de puertas de entrada, y no podía evitar fantasear sobre cómo sería aquel pandemónium de sexo libre, drogas y rock sinfónico. En fin, cabeceo nostálgico mientras se disipa el recuerdo, qué niño más rarito era yo por entonces, menos mal que ya me he reformado.

Subo por la carrera del Darro, ese arroyo insignificante que abraza al palacio más hermoso del mundo. Miles de turistas suben y bajan, se oyen todos los idiomas, en la penumbra destacan los gritos amarillos de los flashes. Al llegar al paseo del Padre Manjón se ensancha la calle, hay una serie de mesas dispuestas al aire libre para poder cenar bajo el perfil irrepetible o inenarrable de la Alhambra: ni me lo pienso, en cuanto veo una libre me siento. Pido una de jamón de Trévelez y una cerveza, hechizado por la zarabanda de edificios que flota ante mí, con la torre de Comares encabezando el baile, y dudo que haya muchas imágenes que sobrepasen a esta en belleza. Una luna creciente completaría la postal, pero se ve que hoy no toca, tampoco pasa nada, me conformo con lo que hay. Los numerosos músicos ambulantes que se turnan para atraer la atención y las propinas del respetable no me estorban, muy al contrario, es como si expandieran las dimensiones del momento, ni siquiera recurro a una segunda cerveza, ya estoy suficientemente embriagado. Un éxtasis sereno se apodera de mí, desenrolla mis sentidos como serpentinas de colores: estaría por jurar que este jamón es el alimento más delicioso que he comido en mi vida, que este guitarrista que se esfuerza a mi lado es la cumbre misma de la armonía musical, que aquella camarera es la mujer más guapa del mundo y que me casaría con ella sin dudarlo. Según mi reloj apenas ha pasado una hora desde que me senté aquí, pero sé que no es verdad, en realidad he retrocedido treinta y dos años, vuelvo a ser el Muñoz que vino en la excursión de COU, mis ojos siguen tan abiertos como entonces, tan proclives al asombro. Al final sí recurro a la segunda cerveza, que bebo a sorbitos, esperando que se vayan el resto de comensales, poco a poco me voy quedando solo, cuando empiezan a apagar los focos de la Alhambra recojo mis cosas y estoy a esto de ponerme a dar zapatetas por la calle de puro contento (al final no me atrevo, menos mal). Llego al Hotel y en mi habitación me siento junto a la ventana, contemplo la Torre de la Vela, saco el Romancero Viejo (en la edición de Cátedra) y voy picando versos de aquí y de allá: qué musicalidad, qué hermosura, ese ritmillo de octosílabos se te cuela en la respiración, es una poesía para ser recitada a los pies de un castillo amurallado. Me asalta una de esas intuiciones luminosas que solo están al alcance de los profanos: la cadencia trotona del romance español es el perfecto correlato de nuestra visión del mundo (tozuda, austera, rozando lo fanático), de la misma forma que los opulentos endecasílabos del soneto italiano reflejan el carácter seductor y esteticista del país transalpino (poesía destinada a palacios y banquetes). Es una generalización, ya lo sé, pero a mí me suena bien, y ahí lo dejo, estoy demasiado cansado como para ponerme a profundizar en ella, que se encargue el hispanista que expurgue mi obra. Suena medianoche, aparco el libro, mañana tengo faena. Nada más meterme en la cama me quedo dormido. No soñé nada aquella noche, no hubiera estado a la altura.

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