Regreso
al centro por la calle Obispo Hurtado, y allí descubro la librería “Picasso”,
en la que huroneo durante un rato: siempre que viajo me gusta comprar un libro
como recuerdo. No termino de decidirme, hay un autor local del que promocionan
sus obras completas, Javier Egea, poeta de “La Otra Sentimentalidad” como
García Montero. La poesía: qué coñazo. Ya lo he contado en otra ocasión: cuando
gano algún concurso de cuentos y acudo a la ceremonia de entrega de premios
siempre hay poetas que acuden al condumio y se empeñan en enseñarte los sonetos
que llevan en una carpeta azul de gomas. Y como te da pena su incipiente
alopecia y sus gafas de culo de vaso le dices: venga, uno, y te leen cuarenta, y
te quedas sin canapés por su culpa. Pues eso, que no, vuelvo a dejarlo en su
sitio, salgo, sigo paseando. Al rato me topo con otra librería, esta es de
genuino pelaje alternativo: todo lo que venden son panfletos anticapitalistas y
libertarios, en los que denuncian las monstruosidades del sistema. Ah,
chavalote, me gustaría poder decir al hirsuto dependiente, a tu edad yo era
como tú (qué coño iba a ser así, yo siempre he sido un socialdemócrata
timorato), sigue luchando. Tampoco me compro nada: qué hago yo con un breviario
para cultivar mi propia marihuana, con decir que me da la tos cada vez que pego
una calada está todo dicho. Me despido, al salir compruebo que el sol ha
aflojado un poco, me armo de valor y tras un largo paseo llego hasta el
Monasterio de la Cartuja. También lo visitamos en el viaje de COU, y en cuanto
entro corroboro la impresión de entonces: qué agobio. El catolicismo en todo su
abarrotado esplendor, en toda su histérica hiperactividad. No hay centímetro
cuadrado sin decorar: abundan los baldaquinos, las columnas salomónicas
espolvoreadas de espejos, los dorados, los tabernáculos, los escorzos, las
arquivoltas. “Más es mucho más”, podría ser el lema de estos detractores avant la lèttre del minimalismo. Me
centro en los cuadros de la iglesia: la atenta observación de las pinturas de
Sánchez Cotán me confirma que se puede ser un genio en un aspecto concreto de
un determinado arte (sus bodegones, casi todos en El Prado, son una maravilla),
pero vulgar y pedestre en todo lo demás (estos cuadros religiosos son de una
mediocridad desarmante). Afortunadamente, el patio (el “Claustrillo”, como lo
llaman aquí) es un espacio cuerdo y cabal, con sus arcos de medio punto y sus
tiestos de toda la vida. A la salida noto que tengo sed, llegando a la Plaza
del Triunfo me meto en un bar para tomarme una caña. Nada reseñable: retratos
de Camarón (no hay bar sin él) y estampas de vírgenes (lo mismo). A mi lado,
apoyado en la barra, se bebe un vino un ciego de verdad, de esos que no se
molestan en disimular su mala leche: me cago en dios, José, este vaso está
sucio (¿cómo lo habrá podido saber?). El tal José no le hace ni caso. Pago y
salgo, llego a la Gran Vía de Colón, al pasar por delante dudo si entrar o no a
la Catedral, me da pereza, estoy que me lo toco del síndrome de Stendhal (y
además ya la he visto varias veces), desemboco en la Plaza Nueva. Veo un corro
de gente, rodean a una familia de japoneses (creo que son japoneses) en plena
actuación flamenca: el padre toca la guitarra, la madre baila entre estertores,
el niño de unos nueve o diez años (con un espeluznante sombrero cordobés incrustado
en la cabeza) canta incansablemente eso de “¡Anda jaleo, jaleo!”. Nosotros nos
hacemos budistas y ellos se hacen flamencos: el mundo al revés. Dejo una
moneda: Sayonara, baby (como siempre, haciéndome el graciosete).
Sigo andando.
Está oscureciendo muy despacio, sin ganas. Ya había visto unos cuantos, pero
esta zona está plagada, es como si Granada fuera la capital del Califato
Independiente de los Perroflautas: andan siempre deprisa, como si tuvieran algo
muy urgente entre manos, y nunca sonríen, en eso parecen brokers neoyorkinos. Me cuentan que tienen su Shangri-La en las
Alpujarras, donde viven en comunión con la naturaleza en las pocas comunas
hippies que han sobrevivido sin verse obligadas a franquiciarse con los Hare
Krishna o los Veganos. Sé que soy muy pesado y que lo cuento cada dos por tres,
pero aún a día de hoy daría un brazo por haber tenido la posibilidad de entrar,
aunque solo hubiera sido un rato, en aquella comuna que había a la salida de
Alcalá, a principio de los ochenta, en la carretera de Daganzo. Cuando pasaba
en coche con mis padres me quedaba embobado mirando las dos enormes tinajas de
barro que ejercían de puertas de entrada, y no podía evitar fantasear sobre
cómo sería aquel pandemónium de sexo libre, drogas y rock sinfónico. En fin,
cabeceo nostálgico mientras se disipa el recuerdo, qué niño más rarito era yo
por entonces, menos mal que ya me he reformado.
Subo
por la carrera del Darro, ese arroyo insignificante que abraza al palacio más
hermoso del mundo. Miles de turistas suben y bajan, se oyen todos los idiomas,
en la penumbra destacan los gritos amarillos de los flashes. Al llegar al paseo
del Padre Manjón se ensancha la calle, hay una serie de mesas dispuestas al
aire libre para poder cenar bajo el perfil irrepetible o inenarrable de la
Alhambra: ni me lo pienso, en cuanto veo una libre me siento. Pido una de jamón
de Trévelez y una cerveza, hechizado por la zarabanda de edificios que flota
ante mí, con la torre de Comares encabezando el baile, y dudo que haya muchas
imágenes que sobrepasen a esta en belleza. Una luna creciente completaría la
postal, pero se ve que hoy no toca, tampoco pasa nada, me conformo con lo que
hay. Los numerosos músicos ambulantes que se turnan para atraer la atención y
las propinas del respetable no me estorban, muy al contrario, es como si
expandieran las dimensiones del momento, ni siquiera recurro a una segunda
cerveza, ya estoy suficientemente embriagado. Un éxtasis sereno se apodera de
mí, desenrolla mis sentidos como serpentinas de colores: estaría por jurar que
este jamón es el alimento más delicioso que he comido en mi vida, que este
guitarrista que se esfuerza a mi lado es la cumbre misma de la armonía musical,
que aquella camarera es la mujer más guapa del mundo y que me casaría con ella
sin dudarlo. Según mi reloj apenas ha pasado una hora desde que me senté aquí,
pero sé que no es verdad, en realidad he retrocedido treinta y dos años, vuelvo
a ser el Muñoz que vino en la excursión de COU, mis ojos siguen tan abiertos
como entonces, tan proclives al asombro. Al final sí recurro a la segunda
cerveza, que bebo a sorbitos, esperando que se vayan el resto de comensales, poco
a poco me voy quedando solo, cuando empiezan a apagar los focos de la Alhambra
recojo mis cosas y estoy a esto de ponerme a dar zapatetas por la calle de puro
contento (al final no me atrevo, menos mal). Llego al Hotel y en mi habitación
me siento junto a la ventana, contemplo la Torre de la Vela, saco el Romancero Viejo
(en la edición de Cátedra) y voy picando versos de aquí y de allá: qué
musicalidad, qué hermosura, ese ritmillo de octosílabos se te cuela en la
respiración, es una poesía para ser recitada a los pies de un castillo
amurallado. Me asalta una de esas intuiciones luminosas que solo están al
alcance de los profanos: la cadencia trotona del romance español es el perfecto
correlato de nuestra visión del mundo (tozuda, austera, rozando lo fanático),
de la misma forma que los opulentos endecasílabos del soneto italiano reflejan
el carácter seductor y esteticista del país transalpino (poesía destinada a
palacios y banquetes). Es una generalización, ya lo sé, pero a mí me suena
bien, y ahí lo dejo, estoy demasiado cansado como para ponerme a profundizar en
ella, que se encargue el hispanista que expurgue mi obra. Suena medianoche,
aparco el libro, mañana tengo faena. Nada más meterme en la cama me quedo
dormido. No soñé nada aquella noche, no hubiera estado a la altura.
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