lunes, 20 de marzo de 2017

En recuerdo del poeta al que llamábamos Derek Walcott

Desde luego, si escoges como alojamiento un hotel que se llama “Suerte Loca”, después no tienes derecho a quejarte. Es febrero de 2011, y estoy en Sidi Ifni, esa ciudad rara y atmosférica que dormita al sur de Marruecos, y que durante unos años fue Plaza de Soberanía española, a saber qué significa una formulación tan enigmática. Hace mucho frío, el tenaz aire del Atlántico se cuela por las rendijas mal encajadas de mi ventana, el aparato de calefacción es un señuelo para turistas ingenuos. Decido intentarlo por última vez: bajo a recepción, ¡mi habitación está congelada!, mis quejas no inmutan al hierático encargado, estamos en invierno, murmura con un punto de desdén. Subo de nuevo a mi cuarto, me tumbo en la cama, me arrebujo en las mantas, el viento sigue soplando con rabia, como si quisiera comprobar la solidez de las cosas, su voluntad de resistencia. Minutos antes de empezar a preguntarme qué hago yo aquí saco uno de los libros que traigo en la mochila, “Garcetas blancas”, de Derek Walcott. Hum, reflexiono, no sé yo si es el momento. No soy buen lector de poesía: hay algo en su esencia que se me escapa, sus sutilezas dan vueltas a mi alrededor y no termino de atraparlas, se escurren entre mis dedos como mariposas fugitivas. Empiezo a leer a pequeños tragos, con cautela, ronroneando cuando un verso acierta a acariciarme. La voz de Walcott, llegada desde el otro lado de este océano que ruge a un centenar de metros del hotel, va afirmándose poco a poco, va elevando su tono, me habla con la actitud amistosa y sabia del que sabe identificar el canto de los pájaros. De repente, como si hubiera estado agazapado esperando su momento, un verso me salta a la cara, me señala el cercano mar: “You see those breakers (…) bowing like nuns in a procession?”. “¿Ves las olas como procesión de monjas con la cabeza gacha?”. Parpadeo deslumbrado. ¡Eso es! ¡Toda la vida observando el mar y hasta ahora no me había dado cuenta! Me quito las mantas, me acerco a la ventana, allá abajo compruebo que Walcott tiene razón. Sigo teniendo mucho frío, pero algo ha cambiado: el gran arte no sirve para caldear la temperatura de tu habitación, pero puede elevar muchos metros los límites de tu entusiasmo. Vuelvo a la cama, acompaño al poeta antillano en su recorrido por la vieja Europa: no la recordaba yo tan bella, tan fragante. Resulta reconfortante reconocer una mirada tan amorosa con este continente nuestro al que nacionalismos y populismos quieren desintegrar, qué ironía que alguien tan lejano sea quien ensalce su grandiosidad, su embriagadora belleza. Solo dejo el libro cuando descubro que tengo hambre: yo soy muy de comer.

            Salgo del Hotel, busco un restaurante, mientras espero al cuscús de pescado hago memoria: solo había visto a Walcott una vez, el día que vino a Alcalá de Henares a ser nombrado Doctor Honoris Causa, allá por 1994, dos años después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura. Era alto y robusto, subió al estrado del Paraninfo saltando de dos en dos los escalones, nada que ver con esos vates tuberculosos que suspiran en alejandrinos. Para mi sorpresa, su discurso fue sencillo y luminoso, alejado de las abstracciones cuánticas tan al uso en la poesía contemporánea. En un momento dado mencionó a las cigüeñas, cuyos nidos rodeaban la Universidad, y en “Garcetas blancas” deja constancia de aquella imagen: “Two storks on the bell tower in Alcalá” (“Dos cigüeñas en aquel campanario de Alcalá”). Qué raro, recuerdo que pensé mientras le escuchaba, un poeta que observa el mundo en lugar de ensimismarse con las onanistas elucubraciones de su intelecto. Bien hecho, Derek, le jaleé. Al final del acto tuve ocasión de que me lo presentaran: le di la mano, que sacudió con energía, le solté un par de tópicos sobre su obra (que aún no había leído), tuvo la amabilidad de fingir interés por mis chorradas. Al verle tan de cerca comprobé que tenía los ojos verdes: no sé si eso influye a la hora de escribir, pero los especialistas no deberían minusvalorar tal circunstancia. Al final me dedicó un ejemplar de “Islas”, el primero de sus libros que se publicaba en España, y que fui leyendo a ratos, intrigado por la cruda luz del trópico que destilaban sus versos. Me fascinó la sensibilidad con la que convertía en materia poética realidades que, durante muchos años, hemos asociado a los folletos turísticos: la arena bajo el sol, las palmeras, el denso palpitar del océano. Reinventando aquel viejo eslogan de que bajo los adoquines está la playa, Walcott me descubrió que bajo la playa está la épica, la epopeya de los marinos caribeños que, durante siglos, han tejido una cultura anfibia tan deslumbrante como la que asociamos con el Mediterráneo. Un aliento de grandes espacios emanaba de aquellos poemas, nada que ver con esa sofocante poesía de interiores cuya lectura tanta claustrofobia me provoca.


            Se ve que disfrutó de su estancia, pues me consta que volvió con cierta reiteración a España, tejiendo amistades que le duraron hasta el final de sus días. En las entrevistas dejaba agradecida constancia de su aprecio por nuestro país, especialmente su devoción por Lorca: llegó a ir a Granada y se acercó al barranco de Víznar, donde se cree que reposan los restos del creador del “Romancero Gitano”. Le gustaba mucho Alcalá: para una persona tan abrochada al mar como él, una ciudad tan mesetaria como la nuestra habría de resultar un enigma, una fascinante anomalía tan metida tierra adentro, oler nuestro aire tan despojado de salitre seguramente le desconcertó (todo esto me lo he inventado, que conste, aunque no me extrañaría nada)

            Pero estábamos en Marruecos. Pasé un par de días más en Ifni, y volviendo hacia Marrakech se estropeó el autobús. A lo lejos se adivinaba el Atlas, completamente nevado. Le pregunté al conductor si iba a tardar mucho en arreglarlo, mi avión salía en unas pocas horas. El tipo se encogió de hombros: depende de Alá, me soltó. No están los tiempos como para enfrascarse en discusiones teológicas, por lo que me arrellané en mi asiento y saqué de nuevo “Garcetas blancas”, no tenía nada mejor que hacer. Apenas necesité un par de poemas para tranquilizarme, para comprender que todo iba a salir bien: cuando las cosas se tuercen, nada hay más eficaz que aferrarse a la precaria estructura de un buen poema. Supongo que el arte consiste en eso, en señalarnos con el dedo cosas que llevamos milenios viendo pero que aún no hemos logrado descifrar: las olas, las cigüeñas, el mar, los insondables misterios del amor. Tan enfrascado estaba en la lectura que no noté que el conductor había arreglado el motor: por los pelos, pero logré llegar a tiempo al aeropuerto. Y ya en el avión pude leer un poema que no sé si fue escrito pensando en nuestra plaza Cervantes, pero cuyos fervorosos versos bien podrían grabarse en alguno de sus muros, en recuerdo de aquel poeta de ojos verdes tan amigo de los pájaros: “Suppose I lived in this town, there would be a fountain, / a tower with two storks, I called them cranes, / and black-haired beauties passing, then again, / I wouldn’t be living in a posh hotel; all of Spain’s / heart is in this square, its side streets shot / and halved by the August sun”. (“Si yo viviera en esta ciudad habría una fuente, / una torre con dos cigüeñas, grullas las llamé, / pasearían bellezas de negros cabellos, aunque / no viviría en un hotel de lujo; el corazón / de España se encuentra en esta plaza, sus callejuelas / tostadas y encogidas por el sol de agosto”). 

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