Desde luego,
si escoges como alojamiento un hotel que se llama “Suerte Loca”, después no
tienes derecho a quejarte. Es febrero de 2011, y estoy en Sidi Ifni, esa ciudad
rara y atmosférica que dormita al sur de Marruecos, y que durante unos años fue
Plaza de Soberanía española, a saber qué significa una formulación tan
enigmática. Hace mucho frío, el tenaz aire del Atlántico se cuela por las
rendijas mal encajadas de mi ventana, el aparato de calefacción es un señuelo
para turistas ingenuos. Decido intentarlo por última vez: bajo a recepción, ¡mi
habitación está congelada!, mis quejas no inmutan al hierático encargado,
estamos en invierno, murmura con un punto de desdén. Subo de nuevo a mi cuarto,
me tumbo en la cama, me arrebujo en las mantas, el viento sigue soplando con
rabia, como si quisiera comprobar la solidez de las cosas, su voluntad de resistencia.
Minutos antes de empezar a preguntarme qué hago yo aquí saco uno de los libros
que traigo en la mochila, “Garcetas blancas”, de Derek Walcott. Hum,
reflexiono, no sé yo si es el momento. No soy buen lector de poesía: hay algo
en su esencia que se me escapa, sus sutilezas dan vueltas a mi alrededor y no
termino de atraparlas, se escurren entre mis dedos como mariposas fugitivas. Empiezo
a leer a pequeños tragos, con cautela, ronroneando cuando un verso acierta a
acariciarme. La voz de Walcott, llegada desde el otro lado de este océano que
ruge a un centenar de metros del hotel, va afirmándose poco a poco, va elevando
su tono, me habla con la actitud amistosa y sabia del que sabe identificar el
canto de los pájaros. De repente, como si hubiera estado agazapado esperando su
momento, un verso me salta a la cara, me señala el cercano mar: “You see those breakers (…) bowing like nuns
in a procession?”. “¿Ves las olas como procesión de monjas con la cabeza
gacha?”. Parpadeo deslumbrado. ¡Eso es! ¡Toda la vida observando el mar y hasta
ahora no me había dado cuenta! Me quito las mantas, me acerco a la ventana, allá
abajo compruebo que Walcott tiene razón. Sigo teniendo mucho frío, pero algo ha
cambiado: el gran arte no sirve para caldear la temperatura de tu habitación,
pero puede elevar muchos metros los límites de tu entusiasmo. Vuelvo a la cama,
acompaño al poeta antillano en su recorrido por la vieja Europa: no la
recordaba yo tan bella, tan fragante. Resulta reconfortante reconocer una
mirada tan amorosa con este continente nuestro al que nacionalismos y
populismos quieren desintegrar, qué ironía que alguien tan lejano sea quien
ensalce su grandiosidad, su embriagadora belleza. Solo dejo el libro cuando
descubro que tengo hambre: yo soy muy de comer.
Salgo
del Hotel, busco un restaurante, mientras espero al cuscús de pescado hago
memoria: solo había visto a Walcott una vez, el día que vino a Alcalá de
Henares a ser nombrado Doctor Honoris Causa, allá por 1994, dos años después de
haber recibido el Premio Nobel de Literatura. Era alto y robusto, subió al
estrado del Paraninfo saltando de dos en dos los escalones, nada que ver con
esos vates tuberculosos que suspiran en alejandrinos. Para mi sorpresa, su
discurso fue sencillo y luminoso, alejado de las abstracciones cuánticas tan al
uso en la poesía contemporánea. En un momento dado mencionó a las cigüeñas,
cuyos nidos rodeaban la Universidad, y en “Garcetas blancas” deja constancia de
aquella imagen: “Two storks on the bell
tower in Alcalá” (“Dos cigüeñas en aquel campanario de Alcalá”). Qué raro,
recuerdo que pensé mientras le escuchaba, un poeta que observa el mundo en
lugar de ensimismarse con las onanistas elucubraciones de su intelecto. Bien
hecho, Derek, le jaleé. Al final del acto tuve ocasión de que me lo
presentaran: le di la mano, que sacudió con energía, le solté un par de tópicos
sobre su obra (que aún no había leído), tuvo la amabilidad de fingir interés
por mis chorradas. Al verle tan de cerca comprobé que tenía los ojos verdes: no
sé si eso influye a la hora de escribir, pero los especialistas no deberían
minusvalorar tal circunstancia. Al final me dedicó un ejemplar de “Islas”, el
primero de sus libros que se publicaba en España, y que fui leyendo a ratos,
intrigado por la cruda luz del trópico que destilaban sus versos. Me fascinó la
sensibilidad con la que convertía en materia poética realidades que, durante
muchos años, hemos asociado a los folletos turísticos: la arena bajo el sol,
las palmeras, el denso palpitar del océano. Reinventando aquel viejo eslogan de
que bajo los adoquines está la playa, Walcott me descubrió que bajo la playa
está la épica, la epopeya de los marinos caribeños que, durante siglos, han
tejido una cultura anfibia tan deslumbrante como la que asociamos con el
Mediterráneo. Un aliento de grandes espacios emanaba de aquellos poemas, nada
que ver con esa sofocante poesía de interiores cuya lectura tanta claustrofobia
me provoca.
Se
ve que disfrutó de su estancia, pues me consta que volvió con cierta
reiteración a España, tejiendo amistades que le duraron hasta el final de sus
días. En las entrevistas dejaba agradecida constancia de su aprecio por nuestro
país, especialmente su devoción por Lorca: llegó a ir a Granada y se acercó al
barranco de Víznar, donde se cree que reposan los restos del creador del
“Romancero Gitano”. Le gustaba mucho Alcalá: para una persona tan abrochada al
mar como él, una ciudad tan mesetaria como la nuestra habría de resultar un
enigma, una fascinante anomalía tan metida tierra adentro, oler nuestro aire
tan despojado de salitre seguramente le desconcertó (todo esto me lo he
inventado, que conste, aunque no me extrañaría nada)
Pero
estábamos en Marruecos. Pasé un par de días más en Ifni, y volviendo hacia
Marrakech se estropeó el autobús. A lo lejos se adivinaba el Atlas,
completamente nevado. Le pregunté al conductor si iba a tardar mucho en
arreglarlo, mi avión salía en unas pocas horas. El tipo se encogió de hombros:
depende de Alá, me soltó. No están los tiempos como para enfrascarse en
discusiones teológicas, por lo que me arrellané en mi asiento y saqué de nuevo
“Garcetas blancas”, no tenía nada mejor que hacer. Apenas necesité un par de
poemas para tranquilizarme, para comprender que todo iba a salir bien: cuando
las cosas se tuercen, nada hay más eficaz que aferrarse a la precaria
estructura de un buen poema. Supongo que el arte consiste en eso, en señalarnos
con el dedo cosas que llevamos milenios viendo pero que aún no hemos logrado
descifrar: las olas, las cigüeñas, el mar, los insondables misterios del amor.
Tan enfrascado estaba en la lectura que no noté que el conductor había
arreglado el motor: por los pelos, pero logré llegar a tiempo al aeropuerto. Y
ya en el avión pude leer un poema que no sé si fue escrito pensando en nuestra
plaza Cervantes, pero cuyos fervorosos versos bien podrían grabarse en alguno
de sus muros, en recuerdo de aquel poeta de ojos verdes tan amigo de los
pájaros: “Suppose I lived in this town,
there would be a fountain, / a tower with two storks, I called them cranes, /
and black-haired beauties passing, then again, / I wouldn’t be living in a posh
hotel; all of Spain’s / heart is in this square, its side streets shot / and
halved by the August sun”. (“Si yo viviera en esta ciudad habría una
fuente, / una torre con dos cigüeñas, grullas las llamé, / pasearían bellezas
de negros cabellos, aunque / no viviría en un hotel de lujo; el corazón / de
España se encuentra en esta plaza, sus callejuelas / tostadas y encogidas por
el sol de agosto”).
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