Me
despierto con suavidad, alanceado por los rayos de sol que se filtran por las
contraventanas. Me siento en el sillón, como todas las mañanas pondero la
posibilidad de prescindir (por un día no va a pasar nada) de mis ejercicios de
yoga. Al final se impone el sentido común, recuerdo que me espera una jornada
dura y realizo mis estiramientos matutinos. Hum, ha sido apuntar esto y ya me
empiezan a asaltar las dudas: ¿hasta qué punto han de ser exhaustivos los
escritos de carácter más o menos autobiográfico? En estos tiempos de
autoficción y zarandajas similares, ¿es la prolijidad un signo de spleen posmoderno, una metáfora de
nuestra abulia vital? ¿Nos encontramos ante una estratagema destinada a
reforzar la verosimilitud de la narración? ¿Es un ejercicio de egolatría por
parte del autor, o una concesión a las tendencias cotillas del lector?
Utilicemos un ejemplo: seguidor como soy de la literatura británica actual,
hace dos o tres años leí “Experiencia”, las esperadas memorias de Martin Amis.
Siguiendo las convenciones del género, el hijo de Kingsley desgrana anécdotas y
peripecias de su vida haciendo gala del estilo que le caracteriza esa mezcla de
sarcasmo a veces sin pulir y brío narrativo que tanto me atrajo en “Dinero”. Por
volver a “Experiencia”: si al principio me hizo gracia la forma en la que
abordaba sus problemas dentales, empecé a estragarme conforme se acumulaban los
párrafos relativos a ortodoncias, puentes y empastes, pues entendía que no
añadían nada sustancial a la narración. Pero cuando saltaron las alarmas fue al
recordar un remoto partido de tenis con un amigo: Amis se permite transcribir
incluso el resultado de los cinco sets, no sé si convencido de que se trata de
una pista à clé para entender el resto
del libro. En fin, que sigo sin saber si debo contar cómo transcurrió mi ducha,
si aportará algo mencionar mis vicisitudes excretorias, si mis dudas a la hora
de elegir indumentaria son relevantes. Tiro por el camino de en medio y me
largo a desayunar, ya va siendo hora.
Pido
chocolate con churros (¡sin contemplaciones!) en el “Gran Café Bib-Rambla”,
rodeado de esas señoras que quedan en las cafeterías para hablar de sus cosas.
El sol todavía está ajustándose los guantes en su rincón, no tardará en saltar
al ring para dar hostias como panes. Apenas me como un par de churros siento la
grasaza calafateándome el estómago, noto que se está quedando terso e
impermeable como una zambomba, mi flora intestinal ha engrosado la lista de las
especies en peligro de extinción. Una diadema de sudor se va manifestando en mi
flequillo. La sobredosis de glucosa (no sé si es glucosa) me obliga a caminar,
me pongo en marcha. Dejo atrás Reyes Católicos, llego a la Plaza Nueva, cojo la
cuesta de Gomérez, subo a toda velocidad indiferente ante los miles de souvenirs
(alguno incluso elegante) que se agolpan en sus tiendas, atravieso la primera
puerta de entrada, a mi izquierda empiezan a verse los muros exteriores, aflojo
la marcha, tengo que parar un momento, más abrumado por la nostalgia que por el
esfuerzo: el recuerdo de aquella excursión de COU vuelve a atacar, me siento en
un banco, respiro.
De
la misma manera en que la hay sentimental, también hay una educación estética,
y la mía comenzó aquel mes de abril de 1981, cuando franqueé la puerta de la
Justicia (casi puedo tocarla desde donde estoy sentado) y entré en la Alhambra.
Por entonces yo era un buen estudiante: aunque poco dotado para las asignaturas
científicas, en las humanísticas sacaba excelentes calificaciones (mi profesor
de Literatura de 3º de BUP me otorgó Matrícula de Honor, la primera vez que la
había concedido en toda su carrera, según me confesó), y hasta disfrutaba de
los conocimientos que en ellas adquiría, convenciendo a mi padre para que me
sufragara una enciclopedia de arte por fascículos que aún ha de estar rondando
por mi biblioteca. Pero nada de aquello me había prevenido para la sinfonía de
formas y colores que se desplegó ante mí casi en solitario, y que degusté con
una intensidad que se me hacía insólita para mis pocos años, una embriagadora
mezcla de madurez y temor, parecida a la que experimenté cuando tuve mi primer
sueño húmedo. Los arcos de herradura, los intrincados arabescos que abarrotaban
techos y paredes, las albercas, los tragaluces poligonales de los baños, la
incomprensible caligrafía… Toda aquella explosión sensorial determinó mi
posterior querencia por el arte islámico y los países musulmanes (por decirlo
con mayor precisión: por la fantasía orientalista que en Occidente hemos creado
para poder acercarnos a ellos), sentando las bases de una predilección que dura
hasta hoy mismo, soportando sin esfuerzo el paso de los años y los sucesivos
descubrimientos (lo francés, la India) que completaron, pero nunca hicieron
sombra, a aquella epifanía adolescente.
Vale
ya: por fin me levanto, reemprendo la marcha, el acceso está ahora centralizado
más arriba. Al superar un repecho compruebo que la visita no va a poder
encontrar aquellas condiciones ideales: riadas de gente, autobuses, guías que
pastorean a sus grupos, mozalbetes y turistas, numerosas parejas (todas con
niño que llora) de obvia ascendencia musulmana… ¡Esto es la guerra!, exagero
(pero poco). En el último momento me pongo melodramático, me viene a la cabeza
esa frase que afirma que no se debe regresar a los lugares donde se fue feliz.
Menos literatura, me digo, adentro. Me hago con un mapa, y como no puedo
acceder a los Palacios Nazaríes hasta las 13:30 decido empezar por el
Generalife, hacia allá me dirijo. El sol ya se ha dejado de medias tintas: la
madre que me parió, exclamo, y eso que solo son las diez y algo. Dejo a un lado
un enorme teatro al aire libre, y al reconocer unos bancos de piedra corridos a
la sombra de unos cipreses los señalo con el dedo enfáticamente y sonrío: aquí
fue donde me comí con mis camaradas de COU los bocadillos que nos habíamos
traído. Un primer impulso me lleva a preguntarme qué habrá sido de ellos (a
alguna de las chicas la sigo frecuentando), pero gracias a uno de esos
requiebros mentales que tanto me singularizan, la hoja de ruta de mis pensamientos
me lleva a otra senda de reflexión. En aquella iniciática excursión bebimos
como cosacos y no hubo discoteca en la que no meneásemos frenéticamente el
esqueleto (por decirlo utilizando la ya muy periclitada jerga de entonces), a
pesar de lo cual todas las mañanas, ignorando nuestras juveniles resacas, nos
levantábamos dispuestos para cumplir con el exigente programa cultural que
habíamos pactado con nuestro profesor. Hasta los más macarras del grupo (que
los había: concretamente todos menos yo) aceptaron sin rechistar el atracón
museístico (no solo la Alhambra, sino también la Catedral, la Cartuja, el
monasterio de San Jerónimo y todas las iglesias, panteones, cofradías y
deuteronomios que se cruzaron por nuestro camino). O tempora, o mores, recito, y me dispongo a embarcarme en ese
tópico que existe desde que el mundo es mundo, y que consiste en denigrar a los
jóvenes simplemente por el hecho de serlo: según me cuentan, en las actuales
excursiones de 2º de Bachiller (el equivalente de nuestro COU), los estudiantes
solo aceptan como destino las playas de Mallorca (entre las que se ha hecho
nefastamente famosa la de Magaluf), lugar en el que, además de alcohol de
garrafón y sexo atolondrado, cuentan con la certidumbre de no tener cerca
ningún monumento ni museo que pueda contribuir a cultivar su sensibilidad. En
fin, me digo, eso a ti no te atañe, deja a la generación más preparada de
nuestra historia (anda que no habré escuchado veces la frasecita) que cometa
sus propios errores, solo de ellos se aprende. Salgo de mi trip
nostálgico-cascarrabias cuando me topo con una cola de gente: hay tantísima que
está restringido el acceso a los jardines del Generalife, hay que esperar a que
desalojen para poder entrar. Me cabreo como un mono, y eso que estamos en agosto,
dice no sé quién, es uno de los meses en los que viene menos gente, en fin, me
aguanto y espero, en el cielo el sol toca a zafarrancho, ah, Magaluf, quién
estuviera allí, bromeo (o no). (Continuará)
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