miércoles, 29 de marzo de 2017

El joven Druso


 (El busto conocido como "El joven Druso" o "Druso el menor" se encuentra en el Museo Arqueológico de Córdoba)

            Entre tú y yo lo de menos es el tiempo transcurrido, parece decirnos, mucho más vasto es el espacio mental que nos separa. El joven Druso no conoció la incertidumbre, ese vasto mar en el que chapoteamos sus descendientes. El mundo, entonces, se regía por las rígidas y sabias normas del derecho romano, y todo aquel que osara interponerse en su camino era convertido en tasajo para los buitres si era un hombre, en yermo desierto si era un pueblo. Códigos y espadas, las dos caras de un Jano sin piedad.

Hoy, tendríamos que explicarle al joven Druso, las cosas ya no son así. Mira a tu alrededor, le sugeriríamos con cautela, estás en un museo, un templo dedicado al orden y a la ciencia. La gente no se parapeta con un escudo, hay normas de convivencia. El débil tiene el mismo derecho a existir que el fuerte, la razón cuenta más que la violencia, todos somos iguales ante la ciega justicia.

El joven Druso, inmortalizado en el cenit de su energía, nos escucharía con incredulidad: la única justicia la dicta el filo de mi espada, nos espetaría impaciente, el resto son sofismas de perdedores. No hay más que contemplar su rostro, ya casi eterno: la frente lisa, la gran nariz desafiante, los ojos insomnes. Es fácil imaginarlo urgiendo al escultor a que acabe su tarea: ahí fuera hay mucho mundo que conquistar, bien pudiera haberle dicho.

           Ahí fuera: para el joven Druso, para la altanera camada de próceres a la que pertenece, el mundo no es más que un terco antagonista al que someter. ¿De verdad que en vuestra época no existe la violencia?, pregunta, y le tenemos que contestar que no, que ahora somos civilizados. ¿Y la gloria? ¿Es que nadie ansía el abrazo inmortal de la gloria, esa flor embriagadora que solo crece en el campo de batalla? En comparación con la del joven Druso, nuestra retórica es chata, de corto vuelo, apenas da para un aforismo: cuando aspiras a la comodidad, la gloria estorba. Y cómo explicas lo que es la comodidad a alguien que sufrió el desdén del desierto y la humedad de los marjales, a alguien cuyo cuerpo es un mosaico de heridas y cuya voluntad es un hervidero de ambiciones. La comodidad es una aspiración de esclavos, acertaría a balbucir, atónito ante tamaño desafuero.

            Una flecha bretona, una celada de los partos, algún puñal traidor: podemos especular sobre el fin del joven Druso, al que nos cuesta imaginar agonizando sensatamente en una cama, rodeado de galenos y de plañideras. No, definitivamente no. Para su suerte, el joven Druso partió hacia el Hades cuando su querida Roma aún era el centro del universo, una formidable combinación de ingeniería y ferocidad. ¿Sigue tan hermoso el Foro de Trajano? ¿Cuáles son ahora las Termas más frecuentadas? ¿Qué gladiador es el favorito de los dioses?: si alguna vez, en el silencio de una tarde de vagabundeo por su sala, oyeras cualquiera de estas preguntas, entonadas con una voz apenas velada por la nostalgia, no dudes en mentir: por supuesto que el Foro sigue hermoso, ahora las más célebres son las Termas de Caracalla, el retiario Servio Tulio lleva veintitrés enemigos ofrecidos en el altar de Marte. Cualquier cosa antes que contarle que la luz de Roma, antaño inextinguible, hoy apenas se diferencia de los flashes de los turistas. 

         

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