miércoles, 8 de marzo de 2017

Dos días en Granada. La Alhambra (II)


          Por fin puedo entrar a los jardines, zarandeado por hordas que serpentean peligrosamente por los parterres, amenazando con pisar las acequias, y que manosean sin consideración paredes y ventanas. “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”, le hace exclamar Borges a ese señoritingo de Bioy en el celebérrimo “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”. Parece mentira que un picha brava como don Jorge Luis se confunda de tal modo: ¡qué va a ser abominable la cópula, maestro, lo que de verdad es abominable es no tomar precauciones, como si uno fuera un conejo o un supernumerario! Desde mis lejanas estadías en Benarés y otras ciudades indias no me sentía tan agobiado por todas estas hormigas con cámaras de no sé cuantísimos megapíxeles que me rodean, me aíslan, me cercan, interponiéndose entre la Alhambra y mis aturullados sentidos. Intento evadirme, busco el umbrío rincón (sé que estaba por aquí, recuerdo una placa que lo conmemoraba) en el que el embajador veneciano Andrea Navagero convenció al poeta Juan Boscán para que adoptase las formas y estilos poéticos que venían de la Italia renacentista. Doy varias vueltas, regreso sobre mis pasos, me empuja un alemán muy charcutero, sorry, nos decimos, al girar una esquina atropello a una japonesa, sorry otra vez, la jodida placa no aparece, cuando me choco contra un turista sin adscripción geográfica evidente desisto, total para qué, dudo mucho que, en estas condiciones, la conversación entre aquellos pimpollos líricos hubiera fructificado, así no hay manera. Salgo del Generalife, todavía me queda un rato largo para entrar en los Palacios, decido subirme a la torre de la Vela. Aquí tampoco falta gente, aunque la posibilidad de fijar la vista en el impresionante panorama lo hace más llevadero: la ciudad a mis pies, y la Vega, y la lejana Andalucía. El sol se ha convertido ya en un abrumador solo de batería, es el puñetero Carl Palmer con sus cientos de tambores y platillos, cuando noto que mi cabeza empieza a sulfatarse bajo de la torre y me refugio en el Palacio de Carlos V: un oasis de sosería geométrica en un mar de embravecida filigrana. La fatiga empieza a pasar factura, me siento en un rincón, apuro la botellita de agua, tiempo muerto.

               Cuando me quiero dar cuenta es casi la una y media, la hora en la que tengo fijado mi acceso a los Palacios Nazaríes. Me incorporo a una cola ya bastante nutrida, sus integrantes se defienden como pueden del calor. Es evidente que muchos de ellos (como yo mismo) ya llevan varias horas de visita, el cansancio transfigura los rostros, raro es el que no se enjuga el sudor, quizás no haya sido buena idea dejar para el final la joya de la corona. Mis malos presentimientos se acrecientan cuando pasa a nuestro lado una pareja de miembros del staff y comentan: “Hoy hemos batido todos los récords”. En fin, suspiro, todos los hermanos fueron valientes (una de mis frases de ánimo, de efectos multiuso: también podría haber dicho murieron con las botas puestas, o a mí, Sabino, que los arrollo), a mi alrededor la gente piafa de impaciencia, ya vamos con diez minutos de retraso, el inevitable tocapelotas empieza a indignarse en voz alta, qué panda de sinvergüenzas. Por fin se nos permite entrar, tras cruzar la puerta nos derramamos por las primeras instancias con dificultad, no tardo en comprobar que no tenía que haber venido: una muchedumbre jacarandosa y campechana colmata todos los espacios, se expande como el universo en busca de definición, coloniza hasta el último rincón de aquel laberinto despojado súbitamente de todo su misterio. Lo siento, yo así no puedo, necesito un mínimo de atmósfera para poder abandonarme al arrebato estético, para poder creerme un Zegrí o un Boabdil, incluso un Washington Irving. Eso sí, debo de ser el único al que atacan tales melindres, mis camaradas de la una y media gozan complacidos, hasta algunos emiten juicios no totalmente disparatados, qué envidia saber abstraerse, yo ni siquiera puedo fijarme en los artesonados, la vocinglería reinante me los vela. Para colmo, en el patio de los Arrayanes un gilipollas (no se puede describir con otra palabra) se acomoda en el alféizar de una de las ventanas y se descalza, haciendo caso omiso de las tibias admoniciones de un guardián: “Mucho cansado”, el muy gañán se encoge de hombros, y tengo que reprimir las ganas que me entran de patearle la boca, mejor me voy, que me conozco. 

              Llego por fin al patio de los Leones, la cima indisputada de todo este crescendo sensorial, pero es casi imposible vibrar con su irradiación cuando tienes que compartir tu espacio vital con decenas de personas, apiñadas todas en el insuficiente pasillo humanitario que rodea a la fuente (¡y pensar que en aquella excursión de COU se nos permitió sentarnos en las estatuas, por casa hay fotos que lo prueban!). Soy consciente de que, como socialdemócrata que soy, debería alegrarme al constatar el creciente interés de la ciudadanía por la cultura y el arte. A ver si me explico: pues claro que me alegro, faltaría más. Pero como además de socialdemócrata soy un incorregible snob, no puedo por menos que añorar aquellos tiempos en los que museos, monumentos y auditorios eran la última Thule en la que nos empadronábamos los happy few. Aquellos tiempos nos dejaron, y hoy en día los grandes centros de cultura y arte se han transformado en formidables máquinas de generar dinero, sacrificando su primigenia condición de altares de la belleza en aras de una saneada cuenta de resultados. En fin, que me voy, abandono los palacios Nazaríes sin mirar atrás, subo de nuevo a la entrada principal, salgo del recinto, vuelvo a la ciudad por el camino del norte, mucho menos transitado. A mi izquierda, bajo el inclemente reverbero de las tres de la tarde, la Alhambra se va difuminando, se degrada bajo el peso de su propia hermosura, se desmorona, para mí ya solo queda aquel paraíso de asombro que visité con diecisiete años aún no cumplidos, y en el que mentalmente me refugiaré cuando ataquen el dolor y la locura. Bueno, a ver, me digo, cool it down, no te pases, aparca esa pose Muerte en Venecia, no te pega en absoluto. Una cerveza fresquita me disipa la tontería, y cuando me acerco al hotel a pagar y recoger mis cosas estoy casi normal, me despido de la ciudad sin aspavientos, convencido de que he de regresar a poco que la cosa se ponga propicia, y si no se pone… pues también (y, como si lo viera, volveré a caer en la visita a la Alhambra, el hombre es el único animal que tropieza etc.)  

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