Por
fin puedo entrar a los jardines, zarandeado por hordas que serpentean
peligrosamente por los parterres, amenazando con pisar las acequias, y que
manosean sin consideración paredes y ventanas. “Los espejos y la cópula son
abominables, porque multiplican el número de los hombres”, le hace exclamar
Borges a ese señoritingo de Bioy en el celebérrimo “Tlon, Uqbar, Orbis
Tertius”. Parece mentira que un picha brava como don Jorge Luis se confunda de
tal modo: ¡qué va a ser abominable la cópula, maestro, lo que de verdad es
abominable es no tomar precauciones, como si uno fuera un conejo o un
supernumerario! Desde mis lejanas estadías en Benarés y otras ciudades indias
no me sentía tan agobiado por todas estas hormigas con cámaras de no sé
cuantísimos megapíxeles que me rodean, me aíslan, me cercan, interponiéndose
entre la Alhambra y mis aturullados sentidos. Intento evadirme, busco el umbrío
rincón (sé que estaba por aquí, recuerdo una placa que lo conmemoraba) en el
que el embajador veneciano Andrea Navagero convenció al poeta Juan Boscán para
que adoptase las formas y estilos poéticos que venían de la Italia
renacentista. Doy varias vueltas, regreso sobre mis pasos, me empuja un alemán
muy charcutero, sorry, nos decimos,
al girar una esquina atropello a una japonesa, sorry otra vez, la jodida placa no aparece, cuando me choco contra
un turista sin adscripción geográfica evidente desisto, total para qué, dudo
mucho que, en estas condiciones, la conversación entre aquellos pimpollos
líricos hubiera fructificado, así no hay manera. Salgo del Generalife, todavía
me queda un rato largo para entrar en los Palacios, decido subirme a la torre
de la Vela. Aquí tampoco falta gente, aunque la posibilidad de fijar la vista
en el impresionante panorama lo hace más llevadero: la ciudad a mis pies, y la
Vega, y la lejana Andalucía. El sol se ha convertido ya en un abrumador solo de
batería, es el puñetero Carl Palmer con sus cientos de tambores y platillos,
cuando noto que mi cabeza empieza a sulfatarse bajo de la torre y me refugio en
el Palacio de Carlos V: un oasis de sosería geométrica en un mar de embravecida
filigrana. La fatiga empieza a pasar factura, me siento en un rincón, apuro la
botellita de agua, tiempo muerto.
Cuando
me quiero dar cuenta es casi la una y media, la hora en la que tengo fijado mi
acceso a los Palacios Nazaríes. Me incorporo a una cola ya bastante nutrida,
sus integrantes se defienden como pueden del calor. Es evidente que muchos de
ellos (como yo mismo) ya llevan varias horas de visita, el cansancio
transfigura los rostros, raro es el que no se enjuga el sudor, quizás no haya
sido buena idea dejar para el final la joya de la corona. Mis malos
presentimientos se acrecientan cuando pasa a nuestro lado una pareja de
miembros del staff y comentan: “Hoy hemos batido todos los récords”. En fin,
suspiro, todos los hermanos fueron valientes (una de mis frases de ánimo, de
efectos multiuso: también podría haber dicho murieron con las botas puestas, o
a mí, Sabino, que los arrollo), a mi alrededor la gente piafa de impaciencia,
ya vamos con diez minutos de retraso, el inevitable tocapelotas empieza a
indignarse en voz alta, qué panda de sinvergüenzas. Por fin se nos permite
entrar, tras cruzar la puerta nos derramamos por las primeras instancias con
dificultad, no tardo en comprobar que no tenía que haber venido: una
muchedumbre jacarandosa y campechana colmata todos los espacios, se expande
como el universo en busca de definición, coloniza hasta el último rincón de
aquel laberinto despojado súbitamente de todo su misterio. Lo siento, yo así no
puedo, necesito un mínimo de atmósfera para poder abandonarme al arrebato
estético, para poder creerme un Zegrí o un Boabdil, incluso un Washington
Irving. Eso sí, debo de ser el único al que atacan tales melindres, mis
camaradas de la una y media gozan complacidos, hasta algunos emiten juicios no
totalmente disparatados, qué envidia saber abstraerse, yo ni siquiera puedo
fijarme en los artesonados, la vocinglería reinante me los vela. Para colmo, en
el patio de los Arrayanes un gilipollas (no se puede describir con otra
palabra) se acomoda en el alféizar de una de las ventanas y se descalza,
haciendo caso omiso de las tibias admoniciones de un guardián: “Mucho cansado”,
el muy gañán se encoge de hombros, y tengo que reprimir las ganas que me entran
de patearle la boca, mejor me voy, que me conozco.
Llego por fin al patio de
los Leones, la cima indisputada de todo este crescendo sensorial, pero es casi
imposible vibrar con su irradiación cuando tienes que compartir tu espacio
vital con decenas de personas, apiñadas todas en el insuficiente pasillo
humanitario que rodea a la fuente (¡y pensar que en aquella excursión de COU se
nos permitió sentarnos en las estatuas, por casa hay fotos que lo prueban!).
Soy consciente de que, como socialdemócrata que soy, debería alegrarme al
constatar el creciente interés de la ciudadanía por la cultura y el arte. A ver
si me explico: pues claro que me alegro, faltaría más. Pero como además de
socialdemócrata soy un incorregible snob, no puedo por menos que añorar
aquellos tiempos en los que museos, monumentos y auditorios eran la última
Thule en la que nos empadronábamos los happy
few. Aquellos tiempos nos dejaron, y hoy en día los grandes centros de
cultura y arte se han transformado en formidables máquinas de generar dinero,
sacrificando su primigenia condición de altares de la belleza en aras de una
saneada cuenta de resultados. En fin, que me voy, abandono los palacios
Nazaríes sin mirar atrás, subo de nuevo a la entrada principal, salgo del
recinto, vuelvo a la ciudad por el camino del norte, mucho menos transitado. A
mi izquierda, bajo el inclemente reverbero de las tres de la tarde, la Alhambra
se va difuminando, se degrada bajo el peso de su propia hermosura, se
desmorona, para mí ya solo queda aquel paraíso de asombro que visité con
diecisiete años aún no cumplidos, y en el que mentalmente me refugiaré cuando
ataquen el dolor y la locura. Bueno, a ver, me digo, cool it down, no te pases, aparca esa pose Muerte en Venecia, no te
pega en absoluto. Una cerveza fresquita me disipa la tontería, y cuando me
acerco al hotel a pagar y recoger mis cosas estoy casi normal, me despido de la
ciudad sin aspavientos, convencido de que he de regresar a poco que la cosa se
ponga propicia, y si no se pone… pues también (y, como si lo viera, volveré a
caer en la visita a la Alhambra, el hombre es el único animal que tropieza
etc.)
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