Si afirmo tan tajante que la
felicidad (en el caso de que exista, que está por ver) ocupa apenas quince
metros cuadrados, lo mismo puede sonar ridículo (o pretencioso). Pero ésa era
exactamente la superficie de “El Búho Atómico”, establecimiento al que acudí religiosamente
dos veces por semana (y en el que me compré un LP o un par de singles cada
quince días) durante más o menos cuatro años, los que transcurrieron desde que
escuché deslumbrado por la radio el “Sgt.
Pepper’s” (¡eso es!, grité: hasta mi madre se asomó a mi cuarto preguntando
si me pasaba algo) hasta que perdí la virginidad con Amparo.
Qué cosas, con el tiempo no sólo he
olvidado cómo era Amparo (y eso que se supone que tu primer amor se te graba en
la piel: tonterías), sino que casi no guardo recuerdos de aquellos años en los
que se forjó mi carácter, para bien o para mal, no sé si mi destino. Me
convertí en abogado y eso, pero no creáis que estaría en condiciones de dar
muchos detalles, todo se me antoja borroso. Sin embargo, podría repetir sin
margen de error la clasificación que se utilizaba en “El Búho Atómico” para
exponer los discos. De izquierda a derecha: “Rock progresivo”, “Jazz-rock”, “Punk”,
“New wave”, “Reggaee” (con esa segunda e
mal escrita, una vez estuve a punto de decirle que, pero no me atreví a), “Rock
and roll”, “Oldies” (un auténtico totum
revolutum), “Disco, Funk & Soul” y “Modernos”. Bueno, en realidad ponía
“Modernillos”, el dueño (dueño / dependiente / factótum / etc.) era un hippie que se había quedado en la época
de los LP’s conceptuales, y la incipiente movida madrileña (por utilizar las palabras que le escuché al hablar con un colega: bueno, con su único colega, siempre estaba allí, apalancado bebiendo botellines) era una
tontería de niños pijos (también podría repetir los posters que adornaban la
tienda, pero no quiero sobrarme).
Radio Futura en 1980 |
¿Era yo un niño pijo? Yo creo que
no, pero me da la impresión de que sí lo era para aquel tipo (le llamo aquel tipo porque nunca supe su nombre:
yo era muy tímido, y nunca me atreví a preguntárselo): la primera vez que le
compré un disco fue uno de Radio Futura, que cogió como si estuviera agarrando
una abominación, algo que fuera a invalidar su sacrosanto juramento de pureza
rockera. ¿Una bolsa, o te lo llevas así?, me dijo con frialdad. Me lo
llevo así, repliqué, no entendía su actitud, anda que no tenía ganas yo de presumir
de estar a la última con aquel disco bajo el brazo. Me dio las vueltas con
desgana, y antes aún de que yo hubiera abandonado la tienda se abalanzó a subir
el volumen de una de esas canciones con solo de guitarra interminable que tanto
le gustaban. Le dejé en pleno éxtasis, con su punteo imaginario.
A pesar de todo, no tardé en volver.
Puede que sea una tontería, pero fue a partir de entonces, y por un corto periodo
de tiempo, cuando conecté con el zumbido esencial del mundo, esa explicación no
buscada que daba coherencia a las cosas. Yo tenía dieciséis años, me encontraba
a merced de fuerzas que no controlaba, y solo a través de la música (del rock,
que eso quede bien claro: años después, cuando me adulteré, fingí apreciar
la sublimidad de la música clásica, una auténtica mandanga) entraba en
comunicación con ese zumbido que acallaba mi angustia. Y “El Búho Atómico”, por
decirlo así, era el único sitio donde podía encontrar ese bucle espacio-temporal
en el que decidí refugiarme. Uf: creo que me ha salido una parrafada
demasiado densa, demasiado intelectual. Las palabras no sirven: si alguien escucha la cabalgada final de “Me
and Bobby McGee” entenderá mejor lo que yo sentía, esa necesidad de viento
en la cara.
También
se entenderá mejor si describo a aquel tipo: treinta y pico años, con pelo
largo, bigote y barba (eso era de rigor entonces) y su sempiterna cazadora de
cuero negro. Pero sin duda lo que más me fascinaba de él era su actitud ante la
vida: hoy en día (y no quiero ponerme en plan abuelo Cebolleta, que conste)
parece que lo de la actitud ante la vida nos da a todos un poco igual, pero
entonces a mí me impresionaba ver cómo aquel tío se pasaba horas y horas
escuchando discos que raramente vendía, y negándose a aceptar en su templo (así
se lo escuché decir) esa música comercial con la que seguramente se hubiera
forrado. Yo, de mayor, quería ser como él: de hecho, hasta fantaseé con pedirle
alguna vez el puesto de ayudante, pero ni lo intenté, cómo íbamos a caber dos
personas en aquel cuchitril (y además empecé la carrera y me enamoré: no hay
nada más eficaz a la hora de disiparte los sueños que una carrera, no sé si
incluir lo del amor). Y además no creo que me aceptara, yo seguía comprando
discos modernillos que él cobraba con
invariable mueca de desagrado. Ni siquiera llevarme un infumable doble LP de Jethro
Tull (quién me mandaría a mí, era un tostón) me congració con él.
JCM en 1980 |
Sin embargo, tuvo su oportunidad de
demostrarme su aprecio el día en que, perseguido por los grises (ni me acuerdo
por qué nos estábamos manifestando: de hecho, yo lo hacía más por el follón que
por otra cosa) me refugié en la tienda, sofocado y nervioso, pues aquella vez
algo se nos había ido de las manos, y algún exaltado de la ORT había pegado un
ladrillazo a un policía. Uno de aquellos gladiadores se metió en la tienda tras
de mí, con la porra desenfundada, y, cuando ya iba a cascarme, el dependiente
(que estaba bastante colocado, ya le conocía lo suficiente como para
saberlo) salió de detrás del mostrador, y haciendo gala de una oratoria en la
que no tenía cabida la sintaxis juró y perjuró que yo llevaba una hora larga
ojeando discos de rock, bueno, si a esa basura modernilla se la puede llamar rock
(qué manía, se ve que era más fuerte que él). El guardia desconfió al
principio, pero al final se fue murmurando, hippies de mierda, algún día me voy
a calentar y no os va a salvar ni la Pasionaria ni la madre que la parió. Cuando nos quedamos solos intercambiamos un par de onomatopeyas
como signo de reconocimiento, y me largué a casa, evitando la batalla campal
que continuaba en todo su esplendor.
Pues aunque parezca increíble, ni
siquiera después de aquello llegamos a intimar. Que yo recuerde (es una forma
de hablar: claro que lo recuerdo) solo me dirigí a él una vez sin que mediara
transacción alguna. Estaba con su colega, como siempre, mientras yo
rebuscaba en la sección de punk, y el caso es que les escuché hablar del
inminente concierto de Roxy Music en Madrid (hoy ya viene todo el mundo a tocar
a España, Bob Dylan parece que no sale de aquí, pero entonces eran rarísimos
los que se dignaban a visitarnos), y el dependiente sacó de la cartera una entrada
esplendorosa: cuando toquen “Re-make /
Re-model” voy a alucinar, aulló. Superando mi timidez habitual me acerqué,
carraspeé así como muy serio y le dije que me perdonara por meterme donde no me
llamaban, pero que había oído en la radio que Brian Ferry estaba enfermo, y que
el concierto se había suspendido. El dependiente me miró por encima de sus
gafas de culo de vaso (no lo he dicho, pero era bastante miope, y a pesar de
sus melenas ya le asomaba una calvicie mal disimulada), soltó un taco, ¿estás
hablando en serio, tronco?, y yo asentí con la cabeza (tronco: así hablaba, era muy macarra). Vaya putada, dijo al fin, y yo
volví a la sección de punk, para decidirme por fin por uno de Siouxie & The
Banshees. Qué curioso, aquel fue el último disco que me compré en “El Búho
Atómico” (ya había conocido a Amparo, y nos acostaríamos ese mismo fin de
semana: vamos a ver, no es que dejara de comprar discos por perder la virginidad,
me he puesto demasiado literario, pero todo coincidió así, y las
coincidencias no existen).
JCM en 1981 (4º de la fila de abajo) |
Es verdad que desde entonces habré
pasado montones de veces por delante de la tienda, y que no sentí mucho (yo ya
iba de otro rollo) cuando vi que había cerrado y en su lugar habían puesto una
boutique de lencería. Incluso desde hace ya tiempo el local está definitivamente
cerrado, supongo que es demasiado pequeño para esas franquicias que están
uniformando nuestras ciudades con los mismos comercios en todos los sitios. Una
noche que pasé por allí (y ni estaba borracho ni particularmente nostálgico:
simplemente me dio el punto) anoté el número de teléfono de la inmobiliaria que
lo alquilaba, por si (fijaos qué tontería) me decidía de una vez a retomar mi
idea de tener mi propia tienda de discos. Pero ya ni hay discos (vinilos,
quiero decir), ni sé muy bien qué música está de moda (yo me quedé en 1990, no
me habléis de lo que se ha hecho después), ni acierto a explicarme qué haría yo
metido en una ratonera, intentando convencer a los adolescentes de que dejen de
descargarse música y que compren discos de Yes o de King Crimson
(para que veáis: al final me acabó gustando el rollo progresivo, lo que se iba
a reír aquel tipo si llego a decírselo).
Y el caso es que podía haberlo hecho
(es por eso que os estoy contando esto). Coincidí con él hace un par de semanas,
en un mercadillo hippie de Ibiza, donde al parecer regenta un puesto de discos
de segunda mano. Le reconocí al instante, estaba calvo y todo eso, pero era él.
Deteriorado y magnífico, bebiéndose muy despacio un botellín. No, no tengo nada
de la tal Beyoncé, y ni ganas, espantó a un posible cliente (sí, el guardián
del templo seguía igual de inflexible). Ya iba a decirle algo (iba a preguntarle
de una puñetera vez su nombre) cuando me di cuenta de que yo vestía de traje y
corbata, estaba alojado en el mejor hotel de la isla, y cuando acabara de
trastear en el mercadillo volvería a mi reunión de negocios, a gestionar un
tema de planeamiento urbanístico. Aquel tipo tenía razón, yo era un niño pijo,
y no valía la pena demostrárselo tan a las claras. Me di media vuelta y me fui.
Llamadme peliculero si queréis, pero juraría que por alguna radio estaba
sonando “Me and Bobby McGee”, la larga cabalgada final.
Impresionante,yo también compraba discos en el búho atómico en la calle Diego de Torres de alcala de henares,prácticamente deje de comprarlos cuando cerraron la tienda,lo que no me imaginé que el dueño del templo(tampoco sabia su nombre) acabará en ibiza
ResponderEliminarHola.
ResponderEliminarYo compré muchos vinilos en El Búho Autonómico. Compraba discos de música electrónica Tangerine Dream, Software, etcétera). Tenía material muy selecto. Me acuerdo muy bien del vendedor, aunque nunca hablamos mucho.